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Pero Sapor no lo entendió así. En cuanto se propagó la noticia, convocó a su hijo a Ctesifonte, y allí, ante una multitud de estupefactos cortesanos, le acusó de desobediencia, le tachó de libertino e incapaz y luego ordenó que le encerraran en un pabellón de caza.

Ese día, mientras los jinetes de la guardia imperial iban a buscar a Bahram, otro destacamento tomaba el camino de Kengavar, donde se encontraba Mani, a fin de llevarle con urgencia a la capital. Con urgencia y solo. Como Sapor no había tolerado jamás la más leve ofensa a la dignidad de su cargo, desde el momento en que su hijo había sido humillado en público, nadie se aventuraba a imaginar qué trato se infligiría a aquel que, según la opinión general, era el culpable de los desórdenes.

Antes de separarse de sus compañeros, el hijo de Babel les hizo recomendaciones para que prosiguieran la obra emprendida. Quiso decir una palabra a cada uno de sus allegados, pero el oficial le conminó a abreviar su despedida.

Cuatro

Cuando Mani se presentó en el palacio, le condujeron al despacho del darbadh que dirigía la casa imperial. Éste le hizo esperar algunos minutos, se ausentó y, a su regreso, le rogó que le siguiera. Sin embargo, no le llevó al salón del Trono, sino, después de atravesar dédalos y jardines, hasta una puerta baja cincelada que cerró rápidamente tras él.

A Mani le costó trabajo reconocer a Sapor en ese hombre que estaba sentado en aquella habitación sin lujos. Esta vez no había derroche de oro. Desde luego, sus ropas estaban hechas con telas nobles que exhalaban la armonía de los motivos simétricos, pero no habrían desentonado sobre los hombros de un cortesano, como tampoco los largos cabellos rizados, perfumados con sándalo. Los gestos estaban desprovistos de la elegancia circunspecta de las audiencias solemnes, y los dedos, acostumbrados a las leves señas de mando, parecían consolarse de su inutilidad triturando las bolas rosáceas de un pasatiempo.

Al descubrir, como con un relámpago tardío, que se encontraba en presencia del monarca divinizado, el hijo de Babel puso la rodilla en tierra rebuscando en su manga para sacar el pañuelo ritual.

– Deja ese padham , Mani, hay alientos menos puros que el tuyo. Y levántate, ven a sentarte a mi derecha en este cojín.

Aunque continuara dando órdenes sucesivas, la voz se había suavizado y sonaba temblorosa. Sin duda, debido a la incomodidad del actor que acaba de emerger de su papel.

– Los informes que me llegan de las provincias afirman que tus enseñanzas se propagan, que en las grandes ciudades comunidades enteras te invocan. En este palacio, algunas personas se alegran de tus éxitos, otras se angustian o se indignan a causa de los incidentes que se multiplican.

Mani no pensó en justificarse. El soberano no parecía esperar una respuesta, sino sopesar las palabras que pronunciaría a continuación.

– Lo que ha sucedido hasta ahora me preocupa poco; temía resistencias mucho más brutales que las chiquilladas de mi hijo.

– Por mí, ese episodio está olvidado. Cada día que me alejo de él es un siglo; no guardo ningún rencor.

– En eso estás equivocado, la vida me ha enseñado lo contrario. La existencia es un rosario de dudas, una sucesión de arreglos de cuentas que se pueden saldar con mezquindad o con magnanimidad, pero que se tiene el deber de saldar. La impunidad me resulta insoportable, aunque sea yo el beneficiario, y, como guardián del Imperio, no tengo derecho a tolerarla. Mi hijo pagará durante mucho tiempo su debilidad de alma y su desobediencia.

El tono de las últimas frases situaba de nuevo a Mani en presencia del Sapor del salón del Trono.

– ¿No perdonáis jamás?

– Únicamente a aquellos a los que mi misericordia aplastaría más dolorosamente que el castigo. Mi hijo mayor no tiene ese temple. A ti también tengo algo que reprocharte.

La transición fue tan brusca que Mani se sobresaltó.

– ¿Cómo dejaste que Bahram te humillara así? ¿Has olvidado que viajas y enseñas por todo el Imperio bajo mi protección, que llevas contigo mi confianza y mi autoridad y que al permitir que se mofen de ellas es a mí a quien rebajas?

Una vez pasado el instante de sorpresa, el hijo de Babel se irguió y dijo con una voz llena de orgullo y de desafío:

– Tengo también otro mentor, un protector celeste que no teme el insulto.

Sapor soltó una risa breve y afectada, que en su rostro adquiría un valor de excusa.

– No te he pedido que vinieras para sermonearte. Me he irritado como me irrito cada vez que hablo de ese hijo. Le guardo rencor por burlarse de la protección que yo te había ofrecido y, sobre todo, me entristece verle convertirse en un juguete en las manos de los magos de Media.

«Compréndeme, no siento hostilidad hacia los magos, ya que un ser como Juvanoé ha estado más cerca de mí que mi padre; me enseñó todo lo que sé, y en él no hay más que pureza, lealtad y sabiduría; pero no todos tienen ese temple. Por un mago que se sacrifica hay cuarenta que sólo sueñan con el poder y que no viven más que para conspiraciones e intrigas. Dictan a todo el mundo cómo vestir, comer, beber, toser, eructar, llorar, estornudar, qué fórmula farfullar en cada circunstancia, qué mujer desposar, en qué momento evitarla o abrazarla, y de qué manera. Hacen que grandes y chicos vivan en el terror de la impureza y de la impiedad.

»Se han apropiado de las mejores tierras de cada región, han amasado riquezas, sus templos rebosan de oro, de esclavos y de grano; cuando el hambre hace estragos, son los únicos que no la sufren. A lo largo de los reinados, han ido acumulando prerrogativas. No hay un adolescente que sepa alinear dos caracteres sin que un mago le haya guiado la mano; no puede concluirse un acto de venta sin que ellos perciban su parte, ni puede resolverse un litigio sin su arbitraje. Los magos también deciden si un decreto real es conforme a la ley divina, ley que, evidentemente, ellos interpretan a su conveniencia. Pero me resigno, evito contrariarlos, no intento privarlos de esos privilegios excesivos. ¿Te imaginas al rey de reyes capaz de tanta paciencia?

Mani se sorprendió esbozando un gesto de compasión, mientras el señor del Imperio proseguía su acusación.

– ¿Crees que todo esto les basta? ¡Sería no conocer a los magos de Media! Es el Trono, es mi Trono lo que codician, ni más ni menos, y como no pueden apoderarse de él, quieren envilecerlo y someterlo a su agobiante tutela.

»Un día que mi padre, el divino Artajerjes, consumido por la fiebre, sentía la muerte próxima, los magos más eminentes vinieron a la cabecera de su lecho llevando como un tesoro algunas páginas copiadas del Avesta que se pusieron a recitar con gran solemnidad en medio de un sofocante humo de incienso. ¿Qué querían? ¿Reconfortar a su señor, hacerle menos penosas esas horas que le quedaban? ¿Describirle un mundo mejor en el que olvidaría sus sufrimientos, en el que ocuparía un lugar entre los gloriosos soberanos del pasado? No, nada de todo eso les habría hecho acudir desde todos los rincones del Imperio. Si se habían desplazado era con el único objetivo de hacer firmar a mi padre, envejecido y debilitado, un edicto que autorizaba al jefe de los magos a designar el sucesor al Trono. Por supuesto, el asunto estaba presentado de otra manera: según el Avesta, los ángeles del Cielo son lo únicos que tienen la facultad de nombrar al futuro rey de reyes, pero, según otro pasaje del Avesta, la elección de los ángeles debe ser comunicada al jefe de los magos, quien se encarga de informar a los hombres.

«Tratándose de mí, el problema no se planteaba; yo he contribuido tanto como mi padre a edificar este Imperio y compartió el Trono conmigo cuando aún vivía. Pero cuando yo ya no esté aquí, los magos restablecerán esa extravagante disposición. Por otra parte, andan murmurando al oído de mis hijos y de mis hermanos que cualquiera que ambicione acceder un día al poder, deberá doblegarse a sus deseos. ¿Comprendes ahora mi cólera cuando veo a uno de mis protegidos humillado por Bahram bajo la mirada satisfecha de los magos? No dudo que tengas otro mentor, Mani, que está muy por encima de las codicias terrestres, muy por encima de los rencores, pero es mi protección la que pediste, médico de Babel. Yo te la ofrecí y tú la aceptaste, y te has valido de ella en todas las regiones que has visitado. ¡No tienes ya derecho a abandonar! ¡Ni a traicionarme!

¿Abandonar? ¿Traicionar?

– El Cielo ha querido que yo viniera a este palacio, que mi esperanza floreciera en el seno de este Imperio bajo este reinado bendito. ¿Por qué querría yo traicionaros?

– Sin duda, no tienes intención de traicionarme, pero me has traicionado.

Mani no comprende, tanto menos cuanto que el tono es benevolente, casi amistoso, sin relación alguna, en todo caso, con una acusación tan grave.

– Has venido a hablarme, Mani, de una fe nueva que, respetando la sabiduría de Zoroastro y el culto a Ahura Mazda, prohibiría a los hombres de religión poseer tierras y oro, y los confinaría en la oración, la enseñanza y la meditación. Tú querrías ver triunfar esa fe porque ése es el mensaje que te ha sido revelado, y yo deseo igualmente verla propagarse porque conviene a la dinastía. Tú predicas la armonía entre los pueblos y las creencias para obedecer las órdenes del Altísimo, y yo invoco en mis deseos la misma armonía, porque es necesaria para la cohesión del Imperio y su prosperidad. El Cielo y yo perseguimos la misma presa, Mani, y fuiste tú quien me lo hizo comprender. El Cielo y yo encontramos los mismos enemigos cruzados en nuestro camino. Quiero combatirlos, aniquilarlos, y esperaba encontrar en ti al aliado providencial, pero tú te obstinas en traicionarme.

Mani está desconcertado. En cuanto cree comprender, Sapor se encarga de confundirle. Ante cualquier otra persona que no fuera el rey de reyes habría explotado, pero en esta circunstancia tiene que mostrar su cólera de una manera encubierta.

– Sigo sin comprender en qué he podido traicionaros, pero si lo he hecho, mi castigo es la muerte y estoy dispuesto a afrontarla.

El soberano echó la cabeza hacia atrás. Se habría dicho que ponía por testigo al rayo de sol que se introducía por el tragaluz labrado a modo de rosetón. Se enroscó en los dedos su rosario de perlas y luego confesó:

– Siento más afecto por ti que por mis propios hijos. Mientras yo viva, ninguna mano se alzará contra ti, ni la mía ni ninguna otra, pero ¿por qué te obstinas en hablar de abolir las castas?

Así que era eso, se dijo Mani, casi feliz de haber comprendido al fin a dónde quería ir a parar Sapor. Estaba poniendo en orden sus ideas para justificarse, cuando el monarca le dispensó de ello.

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