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Así, poco a poco, sin que se lo confesara a sí mismo, iba surgiendo en su mente una idea descabellada, una monstruosa idea, que se apresuró a borrar de su pensamiento, pero que volvía, insistente.

Y allí estaba Maleo, lívido, abrumado, lamentable, mirando cómo sus huéspedes recogían su pobre equipaje, cuando llegó Cloe. De una ojeada, y sin haber oído la menor palabra de explicación, comprendió lo que estaba pasando: la partida de los invitados y el dilema del esposo. Los envolvió a todos con una amplia mirada de ternura y luego llevó a este último aparte.

– Si estás pensando en acompañarlos una parte del camino, no lo dudes más. A pesar de su edad, estos hombres no son más que niños; no saben nada de caminos ni de viajes y sin ti estarían perdidos.

Como si sólo esperara estas palabras de ánimo, Maleo se puso de pie, repentinamente henchido de energía. Y además, alegre.

– ¡Vámonos! Voy a pedir a los sirvientes que preparen las monturas.

¿Una parte del camino, había dicho su mujer? Años más tarde, Maleo seguiría preguntándose cómo había podido embarcarse con tanta ligereza en aquella aventura.

* * *

Mani parecía no conocer la meta de su viaje. Cada mañana se abría camino, sin tenderse jamás dos noches en la misma estera. Sus compañeros le seguían. Hacia Ganazak, en Atropatena, hacia Armenia, hacia los montes de Media o las ciénagas de Mesena y, finalmente, a Kashgar, a orillas del Tigris, donde se embarcaron.

– ¿Y ahora, adónde vamos?

Maleo no esperaba respuesta, pues no la había recibido a sus veinte preguntas anteriores. Se había desplomado a popa, al lado de Pattig, con la cabeza envuelta en un pañuelo mojado. El sol estaba tan cerca que le oía latir en las sienes. Sólo Mani estaba de pie, con su sombra agazapada a sus pies. Sin volverse, anunció como si estuviera hojeando el diario de a bordo:

– La próxima noche dormiremos en Charax. Luego, un navío nos llevará por el Gran Mar hasta la India.

Maleo había perdido la costumbre de argumentar. Se acostaba, se levantaba, escuchaba, andaba. Sin embargo, detrás de sus ojos demasiado sumisos, jamás cesaba de echar sus cuentas. Estamos en ayar, último mes de la primavera, se decía, y es el comienzo de los monzones que empujan los barcos hacia Oriente; los marineros lo saben, así como los mercaderes que hacen largas travesías. ¿Pero cómo puede tener Mani esos conocimientos profanos? Maleo se incorporó, apoyándose en un codo, con la esperanza de ver más claro. ¿Habría estudiado su amigo el régimen de los vientos? ¿Le habría arrastrado a ese periplo errante previendo desde el principio llegar a Charax en el momento preciso en que se abren los caminos estacionales de la India? ¿O sería su «Gemelo» el que sabía y el que le guiaba? ¿Su «Gemelo»? Pero ¿quién era Mani y quién era su «Gemelo»? Con la misma mano nerviosa, Maleo espantó sus dudas y los mosquitos de los pantanos.

Tres

En Charax, almacén de Mesopotamia, los viajes se preparaban en los tugurios situados a lo largo del estuario. Fletadores, marineros, cambistas, traficantes honorables, rufianes, echadoras de suertes… Toda una fauna entre la que resonaban risas estrepitosas y dichos atrevidos y de la que Mani y Pattig permanecieron apartados e incluso prudentemente lejos, en una calle umbría y de mucho tránsito. Maleo tenía que hacer solo las maniobras de aproximación; Maleo, cuya mirada buscaba ya a un compatriota. Estaba seguro de encontrar alguno o varios, ya que los tirios recorrían desde siglos atrás la ruta del clavo y del cardamomo.

De hecho, en un pequeño grupo, uno de los menos ruidosos, divisó un rostro, un corte de barba, un gorro, un anillo. Se acercó y consiguió que le ofrecieran un asiento y cerveza de cebada. Se hablaba de dracmas y de dinares, de talentos y de áureos, y luego de marejadas, arrecifes y piratas. Maleo evocó Ctesifonte, jactándose de sus talleres, de su buena reputación, de sus proezas comerciales y de su clientela, seduciendo a su interlocutor con el señuelo de lucrativos negocios en común. Una hora más tarde, los dos tirios se ponían de acuerdo con un apretón de manos.

– ¿Cuándo partiremos?

– La mercancía está a bordo, así como el agua dulce; sólo esperamos los augurios. La pasada noche, nuestro carpintero vio en sueños un rebaño de cabras, negras como un violento temporal, y los marineros no quisieron embarcarse. Mañana por la mañana ofreceré un toro en sacrificio en el templo del malecón. Si es aceptado, zarparemos por la tarde, antes de que los dioses cambien de opinión.

Se levantaron riéndose con crispación. Un viaje por mar no se emprende jamás sin angustia. Luego, Maleo fue a encontrarse con sus amigos para anunciarles que todo estaba arreglado.

Mani y Pattig estaban en medio de un corro de oyentes, del mismo modo que en cada una de las localidades que habían visitado. ¿Los interrumpiría para gritarles su éxito? Pero ¿para qué? Sabía por adelantado su reacción; le mirarían con ojos de cordero degollado, como si estuviera convenido desde siempre que al entrar en aquella taberna encontraría a un armador tirio que partía, precisamente, hacia la India, y que, precisamente, había retrasado un día su viaje y aceptaría gustoso llevarlos a bordo a los tres. No, Maleo no diría nada, prefería dejar que los dos partos se dedicaran a sus celestes misiones, mientras que él se ocupaba de una tarea menos elevada: los víveres, ya que si bien su compatriota había insistido cortésmente en llevarlos gratis, era evidente que, al igual que todos los pasajeros, ellos deberían sufragar su comida.

¿Puede uno imaginarse la montaña de provisiones que había que reunir para avituallar a tres hombres durante toda la travesía? Maleo se dirigió a grandes zancadas hacia el bazar del puerto, y mientras andaba, no cesaba de rezongar; sin darse cuenta, las palabras le subían de las entrañas, como esas burbujas de los peces en la superficie del agua. Al partir de Ctesifonte, había previsto llevarse uno o dos criados, como lo habría hecho cualquier hombre sensato, pero Mani no había querido ni oír hablar de ello.

– ¿Quién se ocupará de levantar nuestras tiendas y de cocinar para nosotros?

– No tendremos tiendas ni cocina. En cada etapa, unos seres generosos nos ofrecerán alojamiento y subsistencia.

– ¿Iremos solos por los caminos como si fuéramos mendigos?

Mani se echó a reír.

– ¿Quién merece más que un mendigo guiar al mundo?

Esta reflexión resultaba irritante para un hombre de negocios.

– Hay días, Mani, en que no comprendo nada de lo que dices. Me pregunto si sólo hablas así guiado por el deseo de confundirme.

Pero el hijo de Babel había adoptado su expresión más seria para explicar:

– Aquellos que han elegido conducir a los demás deben renunciar a todo poder, a toda riqueza, sólo deben poseer la ropa que llevan, nada más, ni siquiera la comida del día siguiente. Así es como se podrá distinguir a los sabios de los falsos devotos vendedores de creencias.

– Pero ¿cómo sobrevivirán esos sabios?

– El pueblo los alimentará cada día.

– ¿No podría cansarse el pueblo un día de alimentarlos?

– Cuando en toda la superficie de la Tierra no se encuentre ya a un solo ser que quiera alimentar a un sabio, el mundo no merecerá a los sabios y les habrá llegado la hora de partir.

– ¿Se dejarán morir?

– Cuando el mundo haya abandonado a los sabios, los sabios lo abandonarán. Entonces el mundo se quedará solo y sufrirá por su soledad.

Maleo daba vueltas al gorro entre sus manos.

– En pocas palabras, emprenderemos el viaje sin comida y sin oro.

– Sí, sin nada de todo eso. Partiremos como sabios.

El tirio habría dicho «como locos», pero cuando la incomprensión es tan grande, ¿cómo tender un puente?, ¿por dónde empezar a argumentar?

Habían partido, pues, Mani, su padre y su amigo sin otro equipo que sus monturas. Sin embargo, Maleo no había podido por menos de llevarse una bolsa escondida entre sus ropas, aunque no había tenido nunca la ocasión, a lo largo del recorrido, de aflojar su cordón. En cuanto cruzaban la puerta de una ciudad, ya fuera Holvan, Kengavar o Artaxata, o la más modesta aldea, la gente se agrupaba a su alrededor, primero por curiosidad hacia el forastero; luego, en cuanto Mani comenzaba a predicar, se congregaba una multitud para escucharle. Cuando el hijo de Babel ignoraba el habla del lugar, un hombre de entre los asistentes se proponía como intérprete, y al final del día, ese mismo hombre o cualquier otro suplicaba a los viajeros que le hicieran el honor de pasar la noche en su casa.

A la hora de comer, los notables se disputaban sentar a su mesa a los visitantes y, a lo largo de los días, mientras Mani hablaba, las mujeres llegaban con frutas y bebidas frescas para él, sus compañeros y sus oyentes.

Antes de partir el pan, Mani tenía la costumbre de rezar esta corta oración: «Señor, para preparar esta comida, ha sido necesario ofender a la tierra, a las plantas y a otras criaturas. Pero aquellos que lo han hecho no tenían otra intención que alimentar la Luz que está en el hombre y dejar vivir Tu palabra».

Luego, distribuía los alimentos a su alrededor como si fuera el señor de la casa, contentándose él con un poco de pan y algunas frutas. Le gustaba particularmente la sandía, y si alguien le preguntaba la razón, explicaba que en ningún otro alimento se concentraba tanta Luz: «Observad la sandía, vuestros ojos gozan con su color, vuestra nariz, con su discreto perfume, vuestra mano acaricia su piel firme y lisa; no necesitáis beber al mismo tiempo, ya que el agua está en ella; no tenéis que abrirla en un plato, puesto que madura y se ofrece en su propio recipiente. Comenzad por los extremos e iros acercando al corazón, y cada bocado os acercará a los Jardines de Luz».

Apreciaba igualmente el pan caliente, los pepinos y los dátiles, sobre todo los más límpidos, aquellos a través de los cuales se ve la luz. Por el contrario, apartaba con un gesto apenas cortés todos los platos de carne. En cuanto al vino y a las bebidas fermentadas, no los probaba; solamente simulaba mojarse los labios al principio de las comidas para que los comensales se sintieran libres de beberlos; pero no toleraba la embriaguez y bastaba que un hombre entre los asistentes mostrara alguna señal de ella para que Mani se levantara y se alejara, sin consideración para sus anfitriones.

A menudo, en el momento de ponerse de nuevo en camino, Mani había conquistado ya a algunas personas que no querían separarse de él. Pero él les decía: «No me sigáis aún, no ha llegado la hora. Esperadme, sed mi esperanza en esta ciudad, propalad a vuestro alrededor lo que habéis oído de mi boca y decid a todos que volveré».

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