¿Eran éstas las palabras de un nombre de religión?
Fue durante esta primera estancia fuera del palmeral cuando el padre y el hijo hablaron de Mariam. Anteriormente, jamás la habían mencionado e incluso ese día Mani consiguió no pronunciar su nombre. Dijo simplemente:
– ¿Supiste alguna vez qué fue de ella?
Caminaban juntos por una tranquila alameda de Ctesifonte, ambos pensativos, desde hacía un rato. Amanecía y el sol no había lanzado aún su hoguera sobre la ciudad que se despertaba lentamente envuelta en la dulzura de una brisa fluvial. Pattig no vaciló, como si estuviera convenido que la sombra que flotaba entre ellos desde hacía un cuarto de siglo debiera unirse al fin a esa reunión tardía.
– Hace algunos años, volví a pasar por Mardino. Me mostraron su tumba en el jardín de nuestra antigua casa. Quisiera explicarte algunas cosas, Mani…
Pero el hijo se había inmovilizado tan bruscamente que su bastón se había clavado en el suelo. Con la palma levantada, muy cerca del rostro de Pattig, hizo ese gesto que este último empleaba antaño para someter a su esposa, un gesto que quería decir «ni una palabra más».
Pattig obedeció. Fuera de su casa, siempre había sabido obedecer. Y cuando Mani reanudó su marcha a grandes zancadas, le siguió en silencio a dos pasos de él.
En lo sucesivo, nunca se volvería a tocar ese tema, pero la herida seguía abierta y algunas torpes palabras la reavivarían a veces.
Entre Pattig y Mani iba a entablarse la más extraña relación que pueda concebirse entre un padre y su hijo. A lo largo de los años, nacería y crecería una amistad, un afecto real, profundo, que, sin embargo, no se debería a su lazo de sangre. Muy al contrario, se formaría a pesar de ese lazo y como para negarlo. Pattig sería hasta su muerte un discípulo inseparable de Mani, su más fiel compañero de viaje, su oyente más asiduo.
Asiduo, pero muy circunspecto durante los primeros tiempos. Cada vez que Maleo cruzaba el jardín donde su amigo solía pintar y enseñar, veía al padre sentado a distancia sobre el tronco de un árbol caído, aguzando el oído hacia el orador y constantemente absorto y como atormentado. El tirio iba a veces a sentarse a su lado, saludándole con un gesto rígido y una débil sonrisa y evitando pronunciar la menor palabra que pudiera distraerle. Él mismo se ponía a escuchar el discurso de Mani, a la vez que permanecía atento a las reacciones del auditorio entre el cual intentaba divisar algunos rostros familiares. A alguien que le estuviera observando le habría parecido tan atormentado como Pattig, aunque fuera por razones diferentes.
Los temores que abrigaba desde la llegada de su amigo iban a revelarse plenamente fundados, puesto que un día, cuando Mani estaba hablando con voz potente ante una multitud más numerosa que de ordinario, un ruido de pasos distrajo a Maleo, unos pasos fuertes que hacían crujir la hierba seca. Al volverse, sus ojos se cruzaron con los de un gzyr, un guardián del orden, que le llamó con un gesto.
– ¿Quién es aquel hombre?
– Un joven sacerdote del país de Babel. Su nombre es Mani.
– ¿De qué está hablando?
– De oración y de ayuno.
– ¿Qué religión profesa?
¡También Maleo habría querido saberlo! Pero juzgó prudente responder con una mueca:
– Creo que la del Nazareno.
El oficial inscribió la respuesta en el registro de su cabeza.
– ¿Y tú quién eres? Te he visto ya por este barrio.
– Mi nombre es Maleo. Soy negociante, originario de Tiro. Pasaba…
Irritado por el murmullo que se estaba produciendo tras él, Pattig se volvió con mano amenazadora, dispuesto a imponer silencio a los perturbadores; pero la mano cayó cuando el hombre divisó al gzyr de uniforme, que le ordenó acercarse.
– ¿Le conoces? -preguntó el oficial señalando a Mani.
– ¡Es mi hijo!
– ¿Cuál es tu nombre?
– Pattig.
– Si no me equivoco, es un nombre parto.
– Si, soy parto, originario de Ecbatana.
– ¿Y cómo es que tu hijo y tú habláis tan bien el arameo?
– Vine muy joven al país de Babel y mi hijo nació por aquí, en el pueblo de Mardino.
– ¿A qué clan perteneces?
– A los Haskaniya -dijo Pattig, recobrando de pronto un orgullo de ordinario enterrado.
– ¡Un linaje de valerosos guerreros, cuyos hechos de armas están en todas las memorias! -dijo el oficial súbitamente admirativo y deferente.
La actitud complaciente fue efímera, ya que Pattig dio a conocer inmediatamente sus creencias, con un tono poco conciliador.
– Jamás en mi vida he tomado parte en una batalla. Mi religión me prohíbe llevar un arma, cualquiera que sea el motivo.
– Así que, a tus ojos, si yo esgrimo esta espada para imponer el orden y combatir a los enemigos de nuestro soberano, apenas valgo más que un asesino o un bandolero.
Maleo juzgó que había llegado el momento de intervenir:
– El príncipe Pattig y su hijo han vivido siempre retirados en un palmeral; se dedican a la lectura de los antiguos libros santos y no comprenden muy bien lo que pasa en este mundo.
El oficial se dejó ablandar por esta explicación, así como por el guiño insistente que le hizo Maleo. Pero Pattig juzgó indispensable añadir:
– Vivíamos felices en ese palmeral hasta el día en que mi hijo decidió venir a Ctesifonte. Yo tuve que seguirle.
– ¿Qué ha venido a hacer aquí?
– Quiere predicar a los pueblos una nueva religión.
– ¡Sólo eso! ¿Y por cuánto tiempo nos vais a honrar con vuestra presencia?
Pattig habló en voz baja, como para sí mismo.
– Si sólo dependiera de mí, me iría al instante. Cuando se tiene la suerte de vivir lejos de esta corrupción, de esta podredumbre, de estas tabernas…
– Era mucho mejor en el pasado -sugirió el oficial.
– Sin duda.
– Todo iba mejor en tiempos de los partos.
A pesar de su inconmensurable ingenuidad, Pattig terminó por darse cuenta de que le estaban tendiendo una trampa. Pero Maleo le salió al paso inmediatamente:
– ¡Que el Cielo prolongue la vida de nuestro divino señor Artajerjes y de su bienamado hijo Sapor que comparte con él el poder! Jamás esta ciudad ha sido tan próspera y tan civilizada como desde que la tomaron bajo su protección. ¡Ojalá permanezcan siempre sobre nuestras cabezas!
El oficial levantó la nariz y se retorció el espeso bigote como diciendo «Ya veo, tirio, que conoces las fórmulas usuales, pero esto no bastará para sacarte del apuro». Sin embargo, tuvo que recitar a su vez:
– ¡Que sean eternos!
Un silencio de veneración sucedió a la réplica consagrada. Luego, el oficial miró otra vez a Pattig de arriba abajo, disponiéndose a formular una nueva pregunta que sería una nueva trampa; pero la voz de Mani se elevó, atrayendo hacia él los oídos y las miradas.
– … Dios, que es Luz pura, conocía mal el mundo de las Tinieblas, por lo que llamó al primer hombre y le dijo: «Tú, en quien están mezclados la Luz y las Tinieblas, eres el mejor aliado que yo pueda tener. Sí, hombre, eres la trampa que la Luz tiende a las Tinieblas. A ti te confío la tarea de dominar la Creación y de preservarla».
Mientras, el oficial se iba acercando a él. Contoneando su barriguda silueta, con un corto bastón en la mano y su sable al costado, cruzó el estrecho y pedregoso paso que separaba a la asistencia de Mani. Cuando se encontró justo delante de él, se detuvo y resopló. El mensaje fue comprendido inmediatamente, puesto que todos los oyentes, sin excepción, apartaron los ojos del orador para clavarlos en el gzyr, se levantaron uno tras otro y fueron retirándose, andando hacia atrás con torpes precauciones. Luego, en cuanto pudieron, dieron media vuelta y salieron corriendo.
El oficial se sentó con cara de regocijo, orgulloso de haberse convertido él solo, por el milagro de la autoridad, en la totalidad del auditorio.
Se oyó una última frase de Mani:
– Enseñaré la religión de la belleza a los pueblos de los cuatro climas.
Luego calló, pero no por ello se movió de su sitio. Se diría que proseguía para sus adentros el sermón interrumpido. El oficial le observaba enjuiciándole y luego se mostró preocupado como si buscara inútilmente las palabras que podría dirigir a aquel hombre extraño. Finalmente, renunció a hablarle y le dejó levantarse y alejarse con su andar renqueante.
El oyente solitario permaneció en su sitio, envarado, casi adormecido y no volvió en sí hasta que Mani hubo desaparecido. Sólo entonces se levantó y, corriendo, alcanzó a Maleo a la puerta de su casa.
– Diles a esos partos que no quiero volver a ver sus túnicas arrastrándose por las calles de Ctesifonte. ¡Que vuelvan a su pueblo y que se entierren allí para siempre! ¡Recuérdame sus nombres!
– Pattig y Mani.
– Y el tuyo es Maleo, ¿no? ¿Es aquí donde vives? ¡Hermosa casa!
Mientras el oficial recorría lentamente la propiedad con una mirada envidiosa y amenazadora, Maleo se sorprendió contemplando las paredes de su casa con nostalgia, como si las viera de pie por última vez.
Entró tambaleándose y fue a tenderse en el umbrío patio donde Cloe le preparó un jarabe de moras. Se lo tomó de un trago y reclamó otro antes incluso de secarse el sudor. Si quería proteger a su familia y sus bienes, sabía lo que estaba obligado a hacer, sabía que tenía que hacerle a Mani una petición odiosa. Pero ¿cómo podrían salir de sus labios esas palabras? Pattig fue a hacerle compañía, pero él sólo le habló con gestos y ahogados cuchicheos.
Hasta una hora más tarde no se les unió Mani, resplandeciente, sereno, inspirado.
– He reflexionado -dijo-. Tengo que irme de esta ciudad.
Al principio, Maleo sintió un alivio que se esforzó en no dejar traslucir. Mientras, el hijo de Babel añadía con un tono algo afectado, pero que no estaba exento de malicia:
– He pedido consejo a mi Compañero celeste, que me ha respondido: «Ctesifonte es una puerta gigantesca, si no puedes forzarla, trata de obtener la llave». Partiré esta misma noche y si mar Pattig lo desea, podrá acompañarme.
A modo de respuesta, el padre se levantó y se desató la cuerda de su túnica blanca para atársela más apretada.
Maleo había encontrado de nuevo el uso de las palabras corteses.
– ¿No sería más razonable esperar al alba?
Más allá de la fórmula de educación, estaba sinceramente confuso y cada instante que pasaba, un poco más. Se sentía avergonzado de haber deseado que Mani partiera, incluso de haber estado a punto de pedírselo. La escena que estaba viviendo le llenaba de amargura, una amargura que, lo presentía, arrastraría hasta el fin de su vida. ¿No había conservado en su memoria durante años la imagen reconfortante de su amigo escamoteando esos huesos de dátil en el refectorio del palmeral? Ahora estaba persuadido de que dentro de diez años, de veinte años, recordaría aún con una vergüenza intacta y con la misma amargura el día que le había expulsado de su casa. ¿Expulsado? No le había expulsado y en los ojos de Mani no se leía ningún reproche; pero el tirio no se perdonaría jamás su falta de magnanimidad. ¿Qué hacer entonces? ¿Retener al hijo y al padre? ¿Arriesgarse a perderlo todo, su casa, su comercio, todo lo que había construido desde su llegada a Ctesifonte?