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– Bravissímo!-exclamó Périgord-. ¿Cómo te llamas?

– ¡Tirador Paradis, señor, segunda compañía de línea, tercera división del general Molitor a las órdenes del mariscal Masséna!

Périgord deslizó unos florines en la guerrera del tirador y se dirigió a Henri, quien parecía pensativo o distraído, como si le agobiaran las preocupaciones.

– Mi criado llevará mañana vuestras cosas, Beyle, no os inquietéis.

– ¿Conocéis a Anna Krauss?

– Me alojo en su casa desde hace tres días, miento, dos. En fin, dado lo curioso que soy y lo diáfana que es ella…

– ¿Su familia?

– El padre es músico, pariente del señor Haydn.

– ¿Dónde está?

– Dicen que ha seguido a la corte de Francisco de Austria, refugiado en alguna parte de Bohemia, pero ¿quién lo sabe con certeza?

– ¿Su madre?

– Tengo entendido que ha muerto. No le llegaba el aire a los pulmones.

– ¿De modo que la señorita Krauss se ha quedado sola en Viena?

– Con sus hermanas más jóvenes y un ama de llaves mayor que ella.

– ¡Su padre la ha abandonado en plena guerra!

– Los vieneses no se toman nada en serio, querido mío. Mirad, como el lunes les parece triste y estropea el domingo, han convertido el lunes en día festivo. Semejante desenvoltura no está nada mal, ¿verdad?

– ¿Creéis que Lejeune está enamorado?

– ¿De los vieneses?

– ¡No, hombre! De esa muchacha.

– Lo ignoro, pero los síntomas apenas dejan lugar a dudas, está febril, inquieto, medio pasmado… A decir verdad, también a vos la joven os causa palpitaciones.

– No os permito, señor…

– ¡Ya, ya! Ni vos ni yo podemos evitarlo, pero la batalla promete ser más divertida entre vosotros dos que entre nosotros y las tropas del archiduque Carlos. ¿Sabéis?, lo que no me gusta nada de las guerras es la suciedad, la mala vestimenta, el polvo, la grosería, las horribles heridas. Uno tiene que volver entero, ¡ah, sí! Eso permite brillar en las fiestas, bailar con las falsas duquesas o las auténticas esposas de banqueros…

Llegaron a los paseos enarenados del Prater. Los grandes árboles habían sido abatidos para construir unas barricadas irrisorias. Sobre los cuadros de césped había pabellones, casitas, ca bañas, un quiosco chino, un chalet suizo, chozas de salvajes, un cafarnaún creado para la diversión y que solía frecuentar una población mezclada procedente de todo el planeta. Allí los vieneses se codeaban con bohemios, egipcios, cosacos, griegos. El emperador Francisco iba con frecuencia a pasear, solo y sin escolta, saludando a sus súbditos con el sombrero, como un burgués. En la noche veraniega nubes de insectos asaltaban a los paseantes, y Périgord bromeó:

– Un alemán me explicó hace poco que sin estos insectos el amor causaría por aquí demasiados estragos.

Se detuvieron ante un carromato que ofrecía un espectáculo curioso, cuyos papeles se repartían entre marionetas y enanos, ante un público de soldados franceses y aliados, la mayoría de los cuales no entendían el texto pero se divertían distinguiendo a los actores de carne y hueso de los de madera.

– ¿Qué representan? -preguntó Henri.

– Una obra de Shakespeare, querido mío. ¿Veis esa figura diminuta con una barba falsa y la corona de cartón? Está diciendo el famoso monólogo: «¿Qué temo? ¿A mí mismo? (Pérígord recító representando la escena.) ¿Estoy solo? Ricardo ama a Ricardo. He ahí: yo soy yo. ¿Hay un asesino por aquí? No, sí: yo. ¡Entonces vete! ¿Huir de mí mismo? ¿Y si me vengara en mí mismo? Por desgracia, me amo. ¿Por todo el bien que me he hecho? ¡Oh, no, me odio por los horrores que he cometido!».

– Y yo -suspiró Henri- ¡me odio por no saber alemán!

– Tranquilizaos, mi querido Beyle, yo lo farfullo, pero el título de la pieza está inscrito en ese panel y me sé de memoria Rícardo III.

Sobre el estrado, los enanos y las marionetas se movían alrededor de un trono de madera pintada. Périgord añadió:

– Acto quinto, tercera escena.

En Schónbrunn, en el salón de las Lacas cuyas paredes estaban decoradas con flores y aves doradas, Napoleón sacó su tabaquera de carey y se llenó la nariz de tabaco. Enfundado en una bata de muletón blanco y con la cabeza envuelta en un paño de Madrás, como una pañoleta de las Antillas, estudiaba los mapas. Los alfileres de diversos colores indicaban la posición actual de las tropas, la de los almacenes de víveres, del forraje o los zapatos, el parque de artillería…

– ¡Señor Constant!

El primer ayuda de cámara acudió corriendo, sin hacer ruido, como si se deslizara. Era corpulento y tenía cara de sueño. El emperador le tendió el vaso y el sirviente vertió chambertin aguado.

– Mi pollo, señor Constant.

– En seguida, Sire.

– Pronto!

– Sire…

– ¿Ese diablo de Roustan ha vuelto a comerse mi pollo como la otra noche?

– No, Síre, no, el pollo está bien guardado en su cesta de mimbre y tengo la llave del candado…

– ¿Y bien?

– Sire, el príncipe de Neuchátel, Su Excelencia el mayor general…

– ¡Simplificad, señor Constant! Decid Berthier.

– Está esperando, Sire…

– Io lo so, he ordenado que le llamaran. ¡Que entre ese cernícalo, y mi pollo también!

Impecable con su magnífico uniforme de gala y seguido por Lejeune, el mayor general Berthier entró en el despacho y dejó el bicornio sobre un velador. El emperador les daba la espalda, y tuvieron que escuchar inmóviles su diálogo.

– La flota inglesa fondea holgadamente en Nápoles, el Tirol se rebela, el príncipe Eugenio tiene dificultades en su reino de Italia y el papa se vuelve indócil. Lo mejor de nuestro ejército se agota en España. ¿Podré contar durante mucho tiempo con la neutralidad del zar? Los ingleses financian a los rebeldes por doquier. En Francia la gente critica y la censura ya no contiene las impertinencias. Talleyrand y Fouché, por desgracia tan precioso, han intrigado para sustituirme por ese pelele de Murat, ¡pero los domino como a todos los demás mediante el temor y el interés! Los fondos públicos decrecen, las deserciones se multiplican, mis gendarmes encadenan a los reclutas para llevarlos a los cuarteles y los campamentos. Nos faltan suboficiales, es preciso conseguirlos a las puertas de los liceos…

El emperador coge un muslo de pollo que Constant acaba de dejar sobre una mesa negra. Toma un bocado, untándose de grasa la barbilla, y gruñe:

– ¿Qué opináis de ese cuadro siniestro?

– Que desgraciadamente es exacto, Majestad -replica Berthier.

– ¡Bien que lo sé, joder! ¡He tenido que buscar de nuevo a Masséna, ese rapaz, y obligar a Lannes, quien esperaba descansar en sus castillos! Venga qui!

Napoleón señala con el hueso de pollo la isla Lobau en el gran mapa.

– Dentro de tres días nos instalamos en esta mierda de isla. ¿El puente?

– Será tendido sobre el Danubio -responde Lejeune-, puesto que vos lo habéis decidido.

– Bene! El viernes, los tiradores de Molitor desembarcan en la isla y la limpian de algunos austriacos cretinos que todavía vivaquean ahí. Preved suficientes embarcaciones. Durante ese tiempo, con el material que habréis despachado en Bredorf…

– Ebersdorf, Sire-le corrige Berthier.

– ¡Que os den mucho por el saco! ¿Os he pedido vuestro parecer? ¿Qué estaba diciendo?

– Hablabais del material, Sire.

– Si! Lanzamos de inmediato el puente flotante sobre el gran brazo del río, para unir Lobau con nuestra ribera. La caballería de Lasalle refuerza en seguida a los hombres de Molitor, los cuales pasan a la orilla izquierda y ocupan los dos pueblos.

– Essling y Aspern.

– ¡Si eso os dice algo, Berthier! El sábado por la noche, el gran puente y el otro que conducirá de la isla a la orilla izquierda deben estar tendidos y bien firmes.

– Así se hará, Sire.

– El domingo, al amanecer, nuestras tropas se establecen en esos dichosos pueblos como se llamen, se parapetan y esperan. El archiduque nos ve, se despierta, cree que soy idiota porque arrin cono a mis tropas en el río y ataca. Masséna le recibe a cañonazos. Vos, Berthier, cargáis con Lannes, Lasalle y Espagne a fin de hundir el centro austríaco y cortar a su ejército en dos. ¡Entonces Davout cruza el puente grande con su reserva, refuerza vuestros ataques y aplastamos a esos coglioni!

– Que así sea, Majestad.

– Así será. Lo veo y lo quiero. ¿No estáis de acuerdo, Lejeune?

– Os escucho, Sire, y al escucharos aprendo.

El emperador le dio una fuerte bofetada, con lo cual daba a entender que estaba satisfecho de la respuesta sin que realmente se dejara engañar. Detestaba la familiaridad y los consejos, y no de seaba de sus oficiales, así como de sus cortesanos, más que una obediencia callada. Lannes y Augereau eran los únicos que osaban hablarle claro. Por lo demás, se había creado una corte de príncipes falsos y duques inventados, comprometidos, bastos, cautelosos. Napoleón no exigía más que reverencias, y las recompensaba con castillos, títulos y oro. Constant, que se encontraba ante la puerta del salón, movía inquieto primero un pie y luego el otro, lo cual acabó por llamar la atención del emperador.

– ¿Qué es esa nueva danza, señor Constant? -rezongó.

– Sire, ha llegado la señorita Krauss…

Al oír ese nombre, Lejeune creyó que iba a desmayarse. ¿Cómo? ¿Anna estaba en Schbnbrunn? ¿Iba a pasar la noche en el lecho del emperador? No, eso era impensable, no parecía cosa suya. Lejeune contemplaba a su soberano, el cual terminó el pollo y se limpió los dedos y la boca con la cortina. ¿Qué podía hacer Lejeune? Nada. Cuando Napoleón los despidió, a Berthier y a él, con un gesto de la mano, como si fuesen lacayos, Lejeune se apresuró a pedir autorización para volver a Viena.

– Id, amigo mío -respondió un Berthier paternal-. Quedaos bastante tiempo, pero no malgastéis vuestras fuerzas, pues las necesitaremos.

Lejeune saludó y salió muy de prisa. Berthier le vio montar de un salto en su caballo y partir al galope. «¿Estaremos todavía vivos la próxima semana?», se preguntó el mayor general.

Lejeune galopó hasta la casa rosada del barrio de la Jordangasse. Subió atropelladamente al piso donde debería estar durmiendo Anna Krauss, entró en la habitación, avanzó silencioso y sin aliento hasta el lecho en forma de sarcófago donde ella soñaba, pues estaba allí, en efecto, iluminada por el cuarto menguante de la luna, sosegada, casi sonriente. Lejeune se sentó en una silla junto al lecho y, emocionado, la contempló mientras ella dormía. Más adelante, supo que la señorita que visitaba al emperador, aunque tenía el mismo apellido, con una ese menos, se llamaba Eva y era la hija adoptiva de un comisario de guerra. El emperador se había fijado en ella una mañana, durante la revista, en el patio del palacio: entre tantas mujeres vestidas con prendas de colores vivos, sólo ella iba vestida de negro como un presagio perturbador.

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