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Henri ya no podía pegar ojo en la habitación de la posada en los arrabales que compartía con otro adjunto, el cual roncaba con estrépito. Así pues, a la luz de una vela, Henri preparaba su baúl de cuero para mudarse al día siguiente. Antes de colocar cada uno de sus libros, lo hojeaba, y por azar tropezó con una página del Naufragío de Alberti: «No sabíamos en qué dirección íbamos a la deriva en la inmensidad del mar, pero ya nos parecía maravilloso poder respirar con la cabeza fuera del agua». Estas líneas escritas en el Renacimiento reflejaban muy bien su estado. Poco antes, cuando deambulaba en compañía de Périgord, provistos de antorchas, por las catacumbas cavadas bajo la iglesia de los agustinos, habían descubierto cadáveres amontonados, sentados o en pie, secos, milagrosamente intactos y sin el menor rastro de descomposición, y los dos habían pensado en aquel rey de Nápoles que escupía sobre sus enemigos embalsamados, alineados como marionetas, en la época en que Visconti adiestraba molosos para que despedazaran a los hombres, cuando el Individuo que aparecía entonces en Italia tenía garras y colmillos. Finalmente Henri accedió a tenderse sobre su colchón, y se adormiló poco antes del alba, completamente vestido, con la imagen obsesiva de la dulce Anna Krauss en la mente.

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