– Ganamos, Saint-Hilaire -dijo Lannes, jadeante, y señaló una escena que tenía lugar en la retaguardia del ejército austríaco: a cien metros, los oficiales provistos de palos golpeaban a los fugitivos para que volvieran a las filas.
– El emperador tenía razón, Vuestra Excelencia -respondió Saint-Hilaire, sin bajar la guardia.
– El emperador tenía razón -repitió Lannes, mirando a su alrededor.
Y su furia homicida iba en aumento, corrían riesgos enormes, mataban y ellos seguían indemnes, parecían invulnerables. De repente llegó la caballería de Liechtenstein con las espadas desenvainadas, para liberar a sus compatriotas en desbandada, pero los cazadores los recibieron con un fuego violento y luego los coraceros enviados por Bessiéres se les enfrentaron para rechazar su ataque. Durante largo tiempo se oyó el estrépito metálico de las corazas golpeadas por los sables. «¡Lo mismo que en Eckmühl!», pensaba Lannes. «Su caballería sólo sirve para cubrir a la infantería derrotada. ¡Mi amigo Pouzet, mi hermano, mi maestro, diría que son muy tímidos o que no están demasiado convencidos! ¡Esta noche lo celebraremos en Viena!» Pensó en la hermosa Rosalie, en sábanas limpias, en una cena copiosa, en un sueño sin pesadillas. Pensó también en la duquesa de Montebello, que se había quedado en Francia, vio su semblante y su sonrisa, y murmuró: «¡Ah!, Louise-Antoinette…». Y blandió la espada para proseguir la matanza.
Berthier, el mayor general, había enviado a Lejeune ante Davout para que apresurase la marcha. Durante el camino, el coronel, que se había llevado consigo a su ordenanza, le encargó:
– Sígueme por la orilla derecha. Te vienes a Viena y entregarás esta carta a la señorita Krauss.
– Será un placer, mi coronel -dijo el ordenanza, encantado de una misión fácil lejos de la batalla.
Se guardó la carta bajo el dormán y precedió a su oficial por el puente grande.
– ¡No tan rápido, imprudente!
El fragor del río cubrió la voz de Lejeune y su ordenanza, ya muy lanzado, no le oyó. Cabalgaba al trote largo, y más de una vez el coronel creyó que aquel imbécil caería al agua, con el caballo y la carta, pues el Danubio, al azotar el puente grande, lo balanceaba, pero no, el ordenanza casi había llegado al otro lado. Se volvió en la silla, alzó la mano enguantada para saludar a su coronel, el cual le respondió, y clavó ambas espuelas en los flancos de su montura para tomar la ruta de Viena, en sentido contrario a la marcha del ejército del Rhin. En el horizonte, por encima de las últimas y ligeras franjas de bruma, Lejeune entrevió el largo campanario de San Esteban y se tranquilizó, pues por fin su carta llegaría a Anne. Contempló la orilla derecha, por donde avanzaban las interminables columnas de Davout, un convoy de artillería y carros de municiones y víveres. Algunos cazadores a caballo, de uniforme verde oscuro, con sus gorros de pelo negro, redondos como bolas y encasquetados en la frente, se adelantaban por las primeras tablas del puente. Lejeune empujó a su caballo con las rodillas para ponerlo al paso e ir al encuentro de aquellos hombres sin resbalar en las tablas mojadas y a veces desparejas del piso. Desde la víspera, pontoneros y zapadores se habían organizado para frenar la carrera de los maderos, troncos y brulotes que los austríacos seguían lanzando a la corriente. En cuanto se producía un daño, se apresuraban a hacer un remiendo. Lejeune no prestó atención a ese trabajo convertido en una rutina. Estaba llegando a la mitad del puente cuando le sobresaltaron unos alaridos. Delante de él, los jinetes se habían detenido y contemplaban el río corriente arriba.
Los gritos procedían de un equipo de carpinteros de armar instalados en uno de los pontones de sostén. Clavaban y consolidaban unas amarras. Lejeune bajó del caballo y se asomó. -¿Qué pasa ahora?
– ¡Que van a lanzarnos casas para romper nuestro puente!
– ¿Casas?
– ¡Sí, mi coronel!
– Vedlo con vuestros propios ojos -le dijo un oficial de ingenieros, despechugado y con un mostacho muy poblado.
El hombre ofreció a Lejeune su catalejo y le indicó un punto a la altura del campanario ennegrecido de Aspern. Lejeune escrutó el Danubio y distinguió siluetas con uniforme blanco que se agitaban en un islote poblado de árboles. Miró con más atención. Aquellos hombres se afanaban alrededor de un gran molino de agua cuyas norias acababan de retirar. Otros formaban una cadena para trasladar grandes piedras. El oficial de ingenieros había subido al puente y estaba junto a Lejeune, a quien explicaba:
– Su idea es sencilla, mi coronel. La he comprendido y tiemblo.
– Decidme…
– Hace un momento han recubierto el molino de alquitrán y se disponen a atarlo a dos barcas lastradas con piedras. ¿Lo veis?
– Continuad…
– Abandonarán el molino flotante en la corriente, tras prenderle fuego, ¿y qué podemos hacer nosotros, queréis decírmelo?
– ¿Estáis seguro?
– ¡Por desgracia!
– ¿Desde aquí les habéis visto recubrir ese molino de alquitrán?
– ¡Toma! ¡Era de madera clara y se ha vuelto negro! Y además, su idea es evidente desde hace horas, porque nos envían balsas incendiarias y tenemos que partirnos en cuatro para desviarlas en el río y apagarlas. Eso es demasiado grande y no podremos pararlo.
– Espero que os equivoquéis -dijo Lejeune.
– Esperar no cuesta nada, mi coronel. ¡Claro que me gustaría equivocarme!
No se equivocaba. Obnubilado por aquel molino que tenía la altura de una casa de tres pisos, Lejeune contemplaba la espantosa maniobra. En efecto, los austríacos depositaron su edificio en el agua, donde quedó flotando. Unos granaderos lo acompañaron en barcas hasta el centro del río, a fin de que no embarrancara demasiado pronto en una u otra de las orillas. Llevaban antorchas de estopa, y las encendieron con eslabones para arrojarlas al pie de la máquina infernal. El molino se incendió en un instante y derivó a merced de la impetuosa corriente.
Entre los franceses, la impotencia hizo que aumentara el pánico: ¿cómo desviar el rumbo de aquel artefacto infernal? El molino transformado en brasero móvil se aproximó al puente grande adquiriendo velocidad. Los dispositivos inventados por el cuerpo de ingenieros para desviar los brulotes, con cadenas tendidas de una orilla a otra del río, no bastarían para desviar el colosal proyectil. Sin embargo, cada uno volvia a ocupar su puesto, en las barquichuelas unidas con cabos, varas, bicheros y troncos de árboles colocados como topes, y cada uno aguardaba el choque con ansiedad, preguntándose si sobreviviría.
Lejeune dio una palmada a la grupa de su caballo para que se dirigiera hacia la isla. Los cazadores, impotentes, se habían replegado en la orilla derecha, y las columnas de Davout, horrorizadas por el espectáculo, habían dejado el arma a los pies. El molino en llamas aumentaba de tamaño a medida que se aproximaba, se bamboleaba en las aguas revueltas, pero no volcaba. A la altura de las barquillas y de las cadenas tendidas, perdió lienzos de maderamen que saltaron al agua, donde chisporrotearon y humearon, pero el conjunto siguió en pie y aceleró su velocidad. Cuando embistió las cadenas, se las llevó por delante y precipitó las barquillas contra los maderos en llamas. Las barquillas ardieron con sus ocupantes y se perdieron en los remolinos. Se vio a un soldado adherido al alquitrán quemante, pero no le oyeron desgañitarse y el hombre se abandonó a su vez al Danubio. Nada obstaculizaba la carrera del brulote. Los pontoneros se zambullían, pues ya no tenían tiempo de trepar al piso del puente para huir antes de la colisión, y las olas les quebraban los huesos contra los cascos del pontón. Lejeune notó que le agarraban del brazo y vio que era el oficial de poblado mostacho que tiraba de él hacia atrás, y corrió hacia la isla Lobau. Oyó a sus espaldas un gran estrépito, y el puente tembló. El oficial y Lejeune cayeron de bruces en las tablas mojadas. Una lluvia de pavesas cayó a su alrededor y las fuertes olas producidas por el choque las extinguieron. Algunos zapadores con las ropas en llamas caían al agua y se ahogaban. Cuando se irguió sobre los codos, Lejeune vio la catástrofe: el puente grande estaba abierto y sus dos pedazos iban a la deriva. El molino desmembrado seguía ardiendo, y el fuego devoraba los cordajes, los maderos, el piso del puente.
Dos jóvenes caminaban por la Jordangasse. Eran casi de la misma edad, vestían levita de paño y se tocaban con sombreros de forma alta. El mayor debía de tener veinte años y jugueteaba con el bastón para darse un aire despreocupado. El otro, Friedrich Staps, no había pasado la noche en su habitación de la casa Krauss y, por lo tanto, ignoraba que la había visitado el policía Schulmeister, y que sus tejemanejes, sus mofas, sus secretos y la estatuilla de Juana de Arco habían puesto sobre aviso a Henri Beyle, el inquilino francés del piso superior. Cuando por fin llegaron ante la vivienda, en lugar de despedirse, Ernst le acució sin mirarle:
– Sigamos caminando como unos paseantes cualesquiera, no te vuelvas…
Friedrich le obedeció, puesto que su amigo adivinaba una amenaza, pero no osó preguntarle la razón de esa desconfianza hasta que estuvieron en la vecina Judenplatz. Fingieron que miraban el escaparate de una sastrería.
– ¿Qué he de temer?
– Delante de tu puerta había una berlina.
– Es posible.
– Tengo un sexto sentido para presentir a los guindillas.
– ¿La policía? ¿Estás seguro? En Viena no me conoce nadie.
– Seamos prudentes. Nuestros compañeros te alojarán, no vuelvas a poner los pies en esa casa. ¿Has dejado ahí tus cosas?
– Sí, claro…
Pensaba sobre todo en la estatuilla, puesto que llevaba el cuchillo encima.
– Mala suerte -dijo Ernst.
– Mala suerte -suspiró el joven Staps, pero sus futuras hazañas exigían sacrificios.
El día anterior, por la tarde, Staps se había reunido con Ernst von der Sahala en la tranquila sala de un café vienés. Se habían reconocido con la mirada, por sus afinidades, sin tener siquiera necesidad de presentarse.
– ¿Cómo le va a nuestro hermano el pastor Wiener? -le había preguntado Ernst.
– ¡Le bendigo por haberme recomendado a ti!
Ambos eran alemanes y luteranos, pero Ernst pertenecía a la secta de los iluminados que, como otras de la época, los filadelfos del coronel Oudet, los concordistas, los caballeros negros, afirmaban que eran tiranicidas y querían acabar con la vida de aquel Napoleón opresor de los pueblos. Los dos muchachos conversaron sentados en mesas contiguas, en un ambiente amenizado por la música de un violín. Luego habían vagabundeado por las murallas para admirar el campo iluminado por los incendios de la batalla. Staps le había hablado de su misión y contado que una mañana se marchó de casa dejando una nota a su padre: «Parto para realizar lo que Dios me ha ordenado». Se creía elegido, había oído voces. Había leído con pasión el Oberon de Wieland, ese ingenuo poema inspirado en la Edad Media en el que un enano, rey de los elfos, apoyaba a Huon de Burdeos en su expedición a Babilonia. Gracias a un corazón mágico y a una copa encantada, Huon logró casarse con la hija del califa tras haber obtenido de éste unos pelos de su barba y tres muelas. Había leído sobre todo a Schiller, el sentimental Schiller, tan noble que llegaba a ser inhumano, y su Doncella de Orléans le había arrebatado, hasta tal extremo que se había convertido en Juana de Arco. Al igual que ella, liberaría del Ogro a Alemania y Austria. Para ello había adquirido un cuchillo.