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– ¿Qué hacemos con estos pájaros, mi coronel? -preguntó Brunel, quien había desmontado para probar las alubias del caldero.

– Llevadlos al estado mayor.

– ¿Y vos? ¿Ya no os conducimos al pueblo?

– No tengo necesidad de una tropa, y ése conoce el camino. Lejeune señaló a Fayolle, el cual recobraba el aliento, inclinado sobre el cuello de su montura.

Tras confiar el grupo de prisioneros a los coraceros, Lejeune siguió al soldado Fayolle, que cabalgaba entre las capas de bruma. Al pie de una colina se cruzaron con los impecables batallones de tiradores de la joven Guardia, con el arma en el portafusil, polainas blancas y chacós provistos de un largo penacho blanco y rojo, y luego una división del ejército de Alemania que ascendía en silencio hacia la planicie. Oyeron restallar los látigos de los conductores del convoy de artillería, divisaron sus guerreras azul claro y las charreteras de lana roja de los artilleros que remolcaban decenas de cañones. Finalmente marcharon a lo largo de las interminables columnas de infantería que mandaban Tharreau y Claparéde. Fayolle se detuvo para ceder el paso a unos cazadores montados que iban a reunirse con la caballería de Bessiéres. La niebla se disipaba y ya se veían bien las primeras casas quemadas de Essling.

– No voy más adelante, mi coronel -dijo Fayolle, sin mirar a Lejeune.

– Gracias. Esta noche celebraremos la victoria, te lo prometo.

– Bah, eso a mí no me beneficiará en nada, formo parte del ganado…

– ¡Vamos, hombre!

– Cuando veo ese pueblo destrozado, tengo unas curiosas impresiones.

– ¿Tienes miedo?

– No tengo un miedo normal, mi coronel. No es temor, no sé qué es, es como un destino espantoso.

– ¿Qué hacías antes?

– Nada o poca cosa, era trapero, pero tanto el gancho como el sable son oficios sucios con los que ganas una miseria. Mirad, ahí está el mariscal Lannes que sale de Essling…

Y Fayolle volvió grupas. Lannes cabalgaba con los generales Claparéde, Saint-Hilaire, Tharreau y Curial.

Calzado con botas polvorientas, acampado ante los muros del tejar con su estado mayor, el emperador estaba cruzado de brazos y sonreía a la niebla que se dispersaba. Tenía la impresión de que gobernaba los elementos, puesto que aquel mal tiempo era su aliado. En el pasado había sabido utilizar el invierno, los ríos, las sierras y los valles para llevar a cabo golpes rápidos y fulminar a sus enemigos. Hoy, gracias a aquella pantalla de bruma que velaba todavía el campo, su ejército podía aparecer en bloque ante los austríacos en la explanada que separaba los pueblos. Lejeune había llevado sus órdenes al mariscal Lannes, y se distinguían las masas de infantes que maniobraban en cuadro en la pendiente del talud. El hierro de los sables alzados y de las bayonetas, los dorados de los generales, las águilas de las banderas brillaban bajo el sol naciente. Los tambores redoblaban y se respondían de un regimiento a otro, se mezclaban, confundían sus ritmos, crecían como un trueno permanente y acompasado. Los escuadrones seguían en segunda línea, formados en la parte baja de los pequeños valles, lanceros azules de Varsovia, húsares, guardias de corps de Saxe y Nápoles, cazadores de Westfalia. Al ver tal espectáculo, Napoleón pensaba que ya no eran gentes de Baden, gascones, italianos, alemanes, loreneses, sino una sola fuerza ordenada que se movía para derrotar con su fuerza de choque a las debilitadas tropas del archiduque.

Poco antes los coraceros de patrulla habían conducido a los prisioneros de la Landwehr, con sus curiosos sombreros provistos de hojas, ante el emperador, el cual los había interrogado, y el general Rapp, un alsaciano que conocía su lengua, sirvió como intérprete. Habían indicado y nombrado sus unidades, evocado su fatiga, sus debilidades, su falta de convicción. Así pues, Lannes iba a lanzar veinte mil soldados de infantería entre la guardia de Hohenzollern y la caballería de reserva mandada por Liechtenstein, aquel príncipe que el emperador habría querido como embajador en París. Por fin la iglesia de Aspern había sido conquistada y Masséna consolidaba su posición. Périgord, procedente de la isla Lobau, confirmó la llegada de los treinta mil hombres de Davout, que avanzaban en aquel momento hacia Ebersdorf, en la otra ribera del Danubio, y franquearían el puente grande al cabo de una hora. Todo parecía ceñirse a los planes de la ofensiva concebidos durante la noche. Los seis mil jinetes de Bessiéres irían a meterse en la brecha abierta por Lannes para envolver al enemigo de costado, mientras que Masséna, Boudet y Davout saldrían al mismo tiempo de los pueblos para atacar las alas contrarias. El emperador calculaba que antes del mediodía la victoria sería suya.

Puesto que era consciente de la influencia que tenía sobre sus hombres, y sabía aprovecharla, Napoleón decidió mostrarse ante las columnas extendidas. Al verle, los hombres se animarían y su valor se multiplicaría. Pidió que le preparasen su caballo gris más dócil, subió a un pequeño taburete que le habían desplegado y montó en la silla.

– Sire -le dijo Bethier-, nuestras tropas están en marcha, será mejor que os quedéis aquí, desde donde dominamos el conjunto del campo de batalla…

– ¡Mi cometido es el de embrujarlos! Debo estar en todas partes. Esos hombres me siguen por el afecto que me tienen.

– ¡Por piedad, Sire, permaneced fuera del alcance de los cañones!

– ¿Oís los cañones? Yo no. Han retumbado para despertarnos al amanecer, pero después se callan. ¿Veis esa estrella?

– No, Sire, no veo ninguna estrella.

– Allá arriba, no lejos de la Osa Mayor.

– No, os aseguro…

– ¡Pues bien, Berthier, mientras la vea yo solo, seguiré mi camino y no aceptaré ninguna observación! ¡Vamos! ¡Vi mi estrella cuando partí hacia Italia con vos. La vi en Egipto, en Marengo, en Austerlitz, en Friedland!

– Sire…

– ¡Me fastidiais, Berthier, con vuestra prudencia de vieja dama! ¡Si tuviera que morir hoy, lo sabría!

El emperador partió, las riendas flotantes, seguido de cerca por sus oficiales. Cerraba el puño sobre un escarabajo de piedra que no abandonaba jamás desde la campaña de Egipto, un amu leto de buena suerte recogido en la tumba de un faraón. Tenía la sensación de que la fortuna estaba de su parte. Sabía que una batalla era parecida a una misa, que exigía un ceremonial, que las aclamaciones de las tropas que partían hacia la muerte reemplazaban a los cánticos, y la pólvora al incienso. Se santiguó apresuradamente dos veces, a la manera de los corsos cuando toman una diñcil decisión. Los granaderos de la Vieja Guardia le acogieron con un clamor eléctrico, dispuestos detrás y a la izquierda del tejar. Al verle, el general Dorsenne alzó el bicornio y gritó: «¡Presenten armas!», pero los veteranos pusieron sus gorros de piel de oso o sus chacós en la punta de las bayonetas mientras gritaban el nombre del emperador.

En medio de las tropas dispuestas en el lindero de la planicie, el mariscal Lannes daba instrucciones a sus generales.

– El tiempo se despeja, señores, id a ocupar vuestros puestos. Oudinot y sus granaderos a la izquierda del frente, y luego Claparéde, Tharreau en el centro, y vos, Saint-Hilaire, a la derecha, delante de Essling.

– ¿No esperamos al ejército del Rhin?

– Ya está aquí. Davout vendrá de un momento a otro para apoyarnos.

El conde Saint-Hilaire tenía un perfil de medalla romana, los mechones de cabello cortos y caídos sobre la frente, el cuello hundido en el de la guerrera, muy alto y bordado. Erguido en su caballo caprichoso, cuya rienda sostenía con firmeza, partió para reunirse con sus cazadores, una cohorte con uniformes de fantasía sólo identificables por sus charreteras de lana verde. Se detuvo ante la línea de los tambores, reparó en uno que le parecía un niño e interrogó al comandante, un coloso de altura realzada por el gorro empenachado, el uniforme resplandeciente, sobrecargado de guirnaldas y adornos desde el cuello hasta las botas.

– ¿Qué edad tiene ese rapaz?

– Doce años, mi general.

– ¿Y qué? -gruñó el jovencito.

– ¿Cómo que «y qué»? Creo que tienes mucho tiempo para hacer que te maten. ¿A qué viene tanta prisa?

– Ya he estado en Eylau y he tocado la carga de Ratisbona, y no he sufrido ni un rasguño.

– Yo tampoco -replicó Saint-Hilaire, riéndose, pero mentía, olvidándose de una herida recibida en la planicie de Pratzen, en Austerlitz.

Desde lo alto de la silla de montar miraba al chiquillo sentado en el tambor de piel de vaca, casi tan alto como él.

– ¿Cómo te llamas?

– Louison.

– No te pregunto el nombre de pila sino el apellido.

– Todo el mundo me llama Louison, señor general.

– ¡Pues bien, Louison, saca tus palillos de la bandolera y toca como en Ratisbona!

El muchacho obedeció. El tambor mayor alzó su bastón de junco con empuñadura de plata y los demás se pusieron a tocar al unísono con el chiquillo.

– ¡Adelante! -ordenó Saint-Hilaire.

– ¡Adelante! -gritó más lejos el general Tharreau a sus hombres.

– ¡Adelante! -gritó Claparéde.

El ejército avanzaba por los trigales verdes. La bruma se disipaba en jirones, y los austríacos descubrieron a la infantería de Lannes cuando marchaba contra ellos. El mariscal llegó al galope y se puso a trotar al lado de Saint-Hilaire. Alzó su espada y la división emprendió el paso de carga, precedido por Louison, que tocaba como un demente sobre la piel del tambor, persuadido de que también él tenía algo de mariscal.

Sorprendidos por el vigor y la brusquedad del ataque, los soldados de Hohenzollern intentaron replicar, pero los cazadores pasaban por encima de sus camaradas caídos y arremetían a la ba yoneta. Bajo la arremetida, las primeras lineas austríacas retrocedieron una vez y otra más: detrás del tropel de infantes atisbaban las bocas de cien cañones que les apuntaban desde la cresta del glacis.

En lo más encarnizado de la batalla, Lannes perdió sus dudas. No era más que un guerrero. Se desgañitaba, gesticulaba entre sus hombres, a los que impulsaba siempre adelante. Al darles ejemplo los entusiasmaba, los deslumbraba, paraba los golpes del enemigo, incluso le arrancaron una condecoración del pecho. Hele ahí lanzando su nervioso caballo contra unos artilleros, a los que espanta, arrolla y golpea furiosamente con el sable. Hele ahí que embiste un cuadro contrario, oye silbar las balas sin hacerles caso, se apodera de una bandera amarilla con un diseño complicado y ensarta a un teniente con la punta dorada del asta. Saint-Hilaire acude en su ayuda y clava su espada en la espalda de un granadero vestido de blanco. Los dos hombres luchan, espantan, inflaman a sus soldados hasta tal punto que los enemigos, que primero se habían retirado con método, empiezan a perder la cabeza, como se observa en su desorden al replegarse, en las brechas que ofrecen cuando se dispersan por los campos pisoteados.

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