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Nuevos datos sobre Wilmer: capacidad adaptativa, posible doble personalidad, pulcro en el trabajo y caótico en su vida íntima. Me afeé al instante caer en esas pamemas psicológicas, pero no dejaron de quedarse revoloteando en mi mente. En todo caso, me esforcé por volver a lo concreto, los hechos, mi testigo. No se me ocultaba que llevábamos ya un día mareando la perdiz y todavía no habíamos encontrado un mísero cabo de hilo del que tirar. Más valía quemar aquel cartucho, aunque fuera a la desesperada:

– Ya sé que aquí sólo trabajaba, pero en el trabajo se echan muchas horas, se acaba viendo cómo es uno. Yendo al grano: ¿cree que Wilmer era la clase de persona que se busca problemas?

El empresario miró al techo. Luego nos miró alternativamente a mí y a Chamorro. Se dirigió de improviso a mi compañera:

– Perdone, señorita, ¿se encuentra bien?

– Mi compañero le ha hecho una pregunta -le repelió Chamorro, con una calma admirable, teniendo en cuenta que era el segundo hombre que se fijaba en sus penalidades menstruales.

– Pues verán ustedes -dijo Marcial-. No lo descartaría. Supongo que tendré que contarles la historia, aunque no me apetezca.

6. Una oportunidad de hacer méritos

La historia, como la había llamado Marcial Vázquez, encajaba con la personalidad de Wilmer, tal y como habíamos podido irla reconstruyendo. Una tarde, el empresario lo vio discutir airadamente con un compañero a la puerta de la fábrica. Según el otro, Wilmer molestaba a su hija. Marcial hizo que los separaran, amenazó con echarlos y ya no hubo más bronca. Al cabo del tiempo, el otro empleado se fue de la empresa. Marcial Vázquez creía que aún andaba por el pueblo, pero no podía asegurarlo. Lo que podía hacer, e hizo, fue darnos la última dirección que le constaba de él. Chamorro tomó nota, mientras yo sopesaba la perspectiva de ir a buscar a aquel hombre y tratarlo como sospechoso de homicidio por un incidente nimio ocurrido meses atrás. No tenía ganas, pero es que tampoco me parecía un camino nada prometedor.

En cualquier caso, eso fue todo lo que sacamos de la visita a la fábrica, y con eso teníamos que lidiar. Apenas nos sentamos en el coche cuando sonó mi teléfono móvil. Era el alférez Vega:

– Vila, aunque sé que te va a sorprender, hemos dado con algo.

– No me digas. Porque nosotros vamos casi de vacío.

– Nos vemos en el puesto, ¿te parece?

El alférez, después de haberse comido con su gente el tedioso trajín de ir llamando puerta por puerta, se mostraba ufano de tener aquello que yo, seleccionando el trabajo, no tenía: una buena pista.

– Los testimonios de los vecinos sobre Wilmer, te los ahorramos -dijo, disfrutando de la expectación en que nos sabía sumidos-. En líneas generales, lo que ya habíamos oído antes de ir por allí. Quizá entre los vecinos españoles de su bloque le tenían algo más de ojeriza, hay quien nos ha dicho que era demasiado chulo para ser un inmigrante, una afirmación sintomática, estarás de acuerdo conmigo. Pero la pista no viene por ahí. Resulta que en el bloque vivían también unos ucranianos, un grupo extraño, tres hombres y una mujer, los hombres en la treintena y la mujer de veintipocos. Nadie sabe cómo se llamaban, llevaban un par de meses y no tenían puesto nombre en el buzón. Y resulta, y he aquí el detalle, que no nos han abierto la puerta esta mañana. La razón nos la ha dado una de las vecinas: se largaron ayer. Los vio bajar deprisa, con un montón de bultos, meterse en el coche y poner tierra por medio.

– Vaya, eso sí que tiene pinta de ser algo -juzgó Chamorro.

– Sí, tiene pinta de ser una putada -dije-. Cuatro ucranianos de los que no conocemos ni el nombre, a los que vete tú a saber si tenemos fichados, y si lo estuvieran, tampoco me animo a apostar mis ahorros a que los vecinos serán capaces de reconocerlos por las fotos que les hicieran en su día con barba y ojeras.

– Bueno, en la vida moderna hay soluciones alternativas. No hay más que acompasarse a los tiempos en que uno vive y adaptarse a las nuevas circunstancias -bromeó el alférez.

– Perdone, mi alférez, pero me he perdido.

– Andréi, nuestro amigo, el padrino ucraniano.

– ¿Cree que nos contará algo?

– Lo creo. Porque le conozco. Y porque no se le presentará una oportunidad mejor de hacer méritos ante nosotros.

Por no juntar un grupo demasiado numeroso, Vega se vino con Chamorro y conmigo, mientras el resto del equipo se dedicaba a tratar de encontrar a aquel ex empleado de Marcial Vázquez con el que se había peleado Wilmer. Le cedí el volante al alférez, que prefería, como yo mismo habría preferido, llevar el coche en lugar de irle indicando la ruta al que lo llevaba. Nos condujo a un edificio descomunal que habían plantado no debía de hacer mucho al lado de una autovía. Se llamaba Xanadú (el encargado de márketing de Andréi, que quizá fuera él mismo, no se había exprimido las meninges) y era una de las cosas más espantosamente horteras y obscenas que había visto en mi vida. Lo que resultaba evidente era que Andréi no sentía necesidad de pasar inadvertido, y que en la concejalía de urbanismo del municipio en que se hallaba enclavado el inmueble, que seguramente había otorgado la preceptiva licencia de obras, no quedaba una pizca de vergüenza.

El recibimiento que nos dispensó el dueño, tan pronto como el fornido armario de un par de metros cúbicos que nos abrió la puerta le avisó de nuestra presencia, fue muy diferente del que nos había dado Marcial Vázquez en su fábrica. Andréi vino con grandes aspavientos fraternales hacia el alférez y dijo:

– Qué honor, la Guardia Civil en mi casa. Adelante, por favor, no se queden ahí. ¿Puedo ofrecerles algo de beber?

Era la una, hora propicia para una cañita, y el verano murciano pegaba en las espaldas con la fuerza suficiente como para desear desesperadamente una. Pero me forcé al ascetismo:

– No, muchas gracias.

– ¿Ni un poquito de agua mineral? -se burló Andréi. Era un tipo de mediana estatura, bien vestido y peinado, y gastaba una sonrisa de probador de aparatos gimnásticos de la teletienda.

– Yo eso sí -aceptó Chamorro, debilidad que le disculpé por la deshidratación inherente a su estado.

– Diga que sí, agente, permítame ser hospitalario -repuso Andréi, mirando a Virginia de arriba abajo de un modo que a ella no debería haberle gustado, pero ante el que no puso mal gesto.

– Vale, también para mí -me rendí.

– Para mí una cerveza, si hay -nos arruinó la seriedad el alférez.

Alrededor de una de las mesas del tugurio (al que como sucede con todos los locales nocturnos no le beneficiaba la luz del día, pero tampoco lo deslucía hasta extremos intolerables) charlamos con Andréi acerca del asunto que nos ocupaba. Apenas estábamos iniciando la conversación cuando nos interrumpió una silenciosa camarera de brazos largos y felinos, con los que fue depositando cada bebida junto a su destinatario. El agua mineral era San Pellegrino, por si alguien podía pensar que Andréi era un roñoso. Luego, el capo ucraniano escuchó atentamente la consulta que veníamos a plantearle. Pidió todos los datos, la dirección, las descripciones de las personas, la fecha en que habían desaparecido. Fue anotando todos y cada uno de los detalles al dorso de una tarjeta de visita impresa en relieve y con las letras XANADÚ UKR SL grabadas en dorado en la parte superior de la cartulina. Lo sé porque después tuvo a bien regalarnos una igual a cada uno.

– Está bien, señores -dijo, cuando lo hubo anotado todo-. Pueden dejar esto de mi cuenta. No creo que necesite mucho tiempo. Les aviso tan pronto sepa algo. Y si hay algo más, en la tarjeta está mi móvil. Lo marcan a cualquier hora del día o de la noche.

Dudé quién era el policía, en aquel momento. Si los tres picoletos despistados o aquel Andréi Voltsov que nos daba la tarjeta con su teléfono (y su e-mail: [email protected]).

Al despedirnos, Andréi alzó la mano de Chamorro y dobló un poco el espinazo. Me pareció un exceso de énfasis innecesario y de dudoso gusto en un proxeneta, pero Virginia no protestó.

En el camino de vuelta me embargaba una mala sensación. No me gusta que todo el peso de la investigación recaiga en una línea, y menos cuando esa línea escapa a mi control. Nos habíamos puesto en manos de aquel tipo, que ante todo iba a mirar por su interés. En un arranque de orgullo, decidí que fuéramos al bloque a recoger a la vecina cotilla para llevarla a ver fotos de malvados ucranianos. Fue una idea bastante penosa. La mujer estaba aterrorizada y no reconoció a nadie. A eso de las seis, cuando todavía andábamos enredados en ese estéril trámite, sonó mi móvil.

– Sargento, tengo algo para usted -anunció Andréi.

7. Así de crudo

Lo que me dijo Andréi, en condiciones normales, no me lo habría creído, y mucho menos habría preparado el siguiente paso en función de ello. Si lo hice fue por dos poderosas razones: la historia cuadraba con lo que sabíamos de Wilmer, y una rápida comprobación en el ordenador de Tráfico, donde metimos el apellido de la persona a la que apuntaba la información de Andréi, nos llevó a un modelo de coche que estaba en la lista de veintitantos que habíamos identificado como posibles portadores de los neumáticos cuyas huellas habían aparecido en el lugar del crimen.

Por eso, y porque la maniobra que se me ocurrió podía probarse sin excesivo esfuerzo, decidí hacerle caso al ucraniano, pese a que me dijera que no podía facilitarme el paradero de sus compatriotas. Me contó que había pactado con ellos no delatarlos, a cambio de la información que me proporcionaba, y me aclaró que eran residentes ilegales y por eso habían huido. Como es lógico, le pregunté si no dudaba de la veracidad de esa información, que era exculpatoria para quienes la estaban dando y tan sospechosamente se comportaban. Andréi respondió, firme:

– A mí no me mentirían. Usted haga la comprobación. Y si no saca nada me lo dice, y les doy otra vuelta. Si resulta que me han contado un cuento se los entrego atados de pies y manos para que les hagan lo que quieran. Pero creo que la pista es de fiar.

Así que allí estábamos, en el bar del que, según nos habían informado, era parroquiano habitual nuestro objetivo. No faltó a su cita con la barra. A eso de las ocho y media se presentó en el local. Vega y yo nos quedamos en la mesa, con el listillo del sargento Lucas. Las dos chicas, Chamorro y Robles, se acercaron a la barra con el pretexto de pedir algo de beber. Vi cómo Chamorro trababa conversación con él y le presentaba a Robles. Nuestro hombre sonreía a ambas un poco azorado, pero con ese gustillo que da encontrarse, al final de la jornada, junto a dos mujeres jóvenes y no del todo de mal ver. En medio de la cháchara, vació deprisa su caña y pidió otra. No reparó en que Robles se hacía con el vaso vacío y lo guardaba en una bolsita de plástico antes de echárselo al bolso. En aquella circunstancia, ni se habría dado cuenta de que un buldózer le pasaba por encima del pie. Luego Robles se excusó, se alejó de la barra y salió del bar. Tampoco se dio cuenta de nada de esto el pobre incauto, porque Chamorro cuidaba de seguirle dando palique. Incluso se aposentó en el taburete, como si quisiera hablar más relajada. El tipo se puso entonces algo nervioso, y no dejaba de mirar hacia donde estábamos los demás, pero ni por un momento temí que hubiera peligro de perderlo.

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