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Por otra parte, si algún efecto había de producir la historia que a petición mía el brigada Aranda le había dicho a uno de sus guardias que contara en el bar, debíamos dejar que pasara el tiempo. No es que no pudiéramos hacer otra cosa, mientras tanto. Había otras muchas diligencias pendientes, y después de la comida, nos pusimos a ello. La parte más complicada, y menos esclarecedora, fue entrevistarse con las familias: primero con la de él, convencida de su inocencia, y encabezada por la anciana y viuda madre que antaño había sufrido a un maltratador como su hijo. Era quizá ella la más beligerante contra su nuera, a la que dedicaba, a la menor, los epítetos más demoledores. Cada cierto tiempo, intercalaba, como una letanía, esta frase casi invariable:

– Lo sabía, yo lo sabía, que esa mujer iba a ser su ruina.

La familia de ella, claro, era otra historia. Su hermano no hacía otra cosa que blasfemar y reclamar la reinstauración de la pena de muerte, cualquiera podía deducir que para serle inmediatamente aplicada a su cuñado. El padre, aunque estaba bastante hundido, salía de vez en cuando de su aturdimiento para proferir injurias que desde el presunto parricida ascendían por las diversas líneas de su estirpe. En algún momento llegó a mentar la Guerra Civil, y lo que había sido en el pueblo y el papel que había tenido la familia de Casiano, pero no fue lo bastante coherente no ya como para tenerlo en cuenta, sino ni siquiera para recordarlo aquí.

En resumen, después de calentarnos mucho la cabeza y no acertar a consolar a nadie, lo que sacamos en claro fue, por un lado, que Casiano era un buen chico que había caído en manos de una lianta, y por otro, que era una bestia condenada a serlo por los genes inmundos que le habían transmitido sus ancestros. Nada con lo que pudiéramos avanzar mucho, en rigor, a fin de formar la convicción de un tribunal; ni siquiera la de un jurado.

Era una sensación extraña, caminar por las calles del pueblo donde ya todos daban por asesino y condenado a Casiano Bernal, y ser conscientes de que no habíamos conseguido construir un aparato incriminatorio lo bastante sólido. Pero no podíamos sino seguirlo intentando. Andábamos entrevistando a los vecinos (que no habían oído nada, que estaban horrorizados, etcétera) cuando me sonó el teléfono móvil. Era el brigada Aranda.

– Vila, ven corriendo. Esto es la hostia.

Dejamos al punto lo que estábamos haciendo, porque por las cuatro palabras que había cruzado con el brigada no me parecía hombre que se impresionara por fruslerías. En el puesto, nos recibió el sargento del equipo de policía judicial de Toledo.

– He llamado a mi teniente -dijo-, y mi teniente ha llamado a la juez. Los dos estarán aquí antes de media hora. Hay que verificar una porción de cosas, pero no puedo más que felicitarte por la idea. Si esto es lo que parece, me descubro, compañero.

El hombre se había entregado hacía veinte minutos. Cuando lo vi, como suele pasar, me inspiró una mezcla de desazón y lástima. Tenía unos treinta y cinco años, cabellos rojizos y una estúpida mirada azul. Se llamaba Marcelino Carabias López, y según su propia confesión mantenía una relación sentimental clandestina con Sandra Navarro desde hacía cuatro meses. Había dicho que el hacha estaba en su casa, y también la ropa manchada de la sangre de la víctima. La juez venía de camino para proceder al registro y comprobar ese extremo. Juraba que no entendía lo que le había pasado, que no sentía que hubiera sido él, sino una especie de demonio que se le había metido dentro. Mientras lo contemplaba, mientras le oía, no salía de mi estupor. No tenía demasiadas esperanzas de que mi treta funcionara, y menos de que lo hiciera tan rápido. Cuando le había pedido a Aranda que uno de los suyos esparciera por el pueblo el rumor de que podía haber un tercero envuelto en el crimen, porque habíamos recogido huellas e indicios que apuntaban en ese sentido, no sabía a quién me enfrentaba, ni siquiera estaba seguro de enfrentarme a alguien más que a Casiano Bernal, que simplemente resistía bien los interrogatorios. Sospechaba que si era otro, y no era fuerte, podía derrumbarse al saberse perseguido, o ponerse nervioso y hacer alguna tontería. Pero entregarse esa misma tarde… Ni por asomo.

Vino su señoría, se registró la casa, se encontró el hacha, la ropa, y unos zapatos cuya suela luego se comprobaría que coincidía con una de las huellas dejadas en el dormitorio de Sandra Navarro. La juez no ocultaba su júbilo, que obedecía a varios motivos. No sólo se resolvía aquel homicidio, sino que dejaría de caerle la tormenta que aguardaba por las diecisiete denuncias recibidas y tan premiosa y negligentemente tramitadas en su juzgado. Estaba claro que haber encerrado o neutralizado a Casiano en su día ya no significaba que aquella mujer hubiera podido salvar la vida. Pocas veces me ha felicitado tan efusivamente un juez.

A la mañana siguiente puso en libertad al marido y ordenó la prisión incondicional de Marcelino Carabias. Andando los días, se demostró que era con él con el que había mantenido relaciones la difunta poco antes de morir, y que a él pertenecían los cabellos rojizos encontrados en el dormitorio. En los interrogatorios admitió que el día de autos, después de uno de sus encuentros secretos con Sandra, ésta le había dicho que no quería seguir teniendo relaciones con él. Eso le había cegado, según su versión, y había perdido la cabeza. Pero escarbándole acabó reconociendo que antes de salir de la casa de Sandra había distraído un juego de llaves, había ido a su domicilio por el hacha y se había deslizado subrepticiamente para sorprender a su víctima. Demasiado cálculo para una enajenación mental transitoria. Marcelino Carabias no sabía mucho de psicología, ni de circunstancias atenuantes.

Nunca me he considerado un poli muy listo, y no estoy acostumbrado a que mis trucos resulten a la primera. Soy más del tipo ensayo y error, y todavía no estoy seguro de que nada de todo aquello me pasara a mí. Pero por encima de todos los parabienes (felicitación del Director General incluida), nada me halagó tanto como cuando Chamorro, con su infrecuente sonrisa, me dijo:

– Vale, apúntate una. Te odio, mi sargento.

(Se publicó por entregas en El Mundo en agosto de 2003)

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