– Que la chica estaba buenísima y que debió de ser la mujer mayor porque él encontró el revólver con sus huellas.
– Glorioso. ¿Nada más?
– Se ha entretenido contándome los escándalos que ella organizaba en la playa. Se le caía la baba y supongo que habría dado un año de vida por verlo. Nada que no nos hubiera dicho ya el comandante.
– ¿Y Satrústegui?
– No ha hablado mucho. Escuchaba como si no se fiara. Ni de Barreiro ni de mí.
– No te dejes influir por eso. Cuando tú y yo hagamos lo que ellos no pueden hacer te respetarán.
Chamorro se quedó pensativa.
– Ya llevo un año intentando conseguir que me respeten -habló al fin, con pesadumbre-, y no me ha salido demasiado bien hasta el momento.
Ahora se suponía que yo tenía que animarla. No soy un desalmado, ni un machista empedernido, ni siquiera me importa que la gente se me muestre débil, siempre que no lo convierta en un deporte. Pero siempre he actuado solo, antes y después de meterme a militar y policía, dentro y fuera de mi trabajo. No creo que nadie tenga ninguna compañía para lo fundamental y me molesta que se me ponga en la tesitura de apoyar o enfrentar una corriente colectiva. En buena medida, aliviar a Chamorro de las dificultades de su sexo era implicarme en una batalla enojosa, tonta e inútil, en torno a algo que apenas me estimula. Muchos de mis compañeros estaban en contra de que permitieran a las mujeres ingresar en el Cuerpo. A otros les gustaba que su pareja de patrulla se llamara Mónica y oliera a otro tipo de colonia. Yo no busco mujeres en el puchero del que como y no taso en más o en menos a un amigo o a un enemigo por la postura en que orina. En aquella circunstancia eso me hacía partidario de nadie y beneficiario de nada. No obstante, le dije a Chamorro:
– Eres lista y trabajas desde el principio con la cabeza. Cuando Zaplana llevaba once meses sólo sabía desfilar y pegar taconazos. Si él es comandante tú puedes ser capitán general. Sólo hace falta que no te tengas lástima antes de tiempo.
– ¿Puedo hacer una pregunta, mi sargento?
– Más de una, si te place.
Chamorro eligió las palabras:
– ¿Solicitó usted, quiero decir, fue su iniciativa que yo le acompañara para este caso?
– No -contesté, rápido.
– Ya veo.
– No, no ves -la corregí-. Primero: no me gusta ir acompañado. Una manía o lo que quieras. Segundo: ahora que voy viendo cómo está esto, creo que al margen de lo que a mí me apetezca, no es malo que haya una chica en el equipo investigador. Tercero: yo prefería a Salgado, porque al primer golpe tiene más gancho que tú y porque ha trabajado más. Cuarto y último: Pereira quería darte una oportunidad, y si yo llevara su estrella en el hombro habría hecho exactamente lo mismo, porque no tienes por qué dar peor resultado que tu compañera y si no te dejan nunca vas a demostrarlo. Y eso es todo lo que hay que ver al respecto. Podrás acusarme de otra cosa, pero no de que no te lo expuse con franqueza.
– Desde luego.
– También te conviene saber que mientras estés conmigo el que se meta con lo que haces o con cómo lo haces me está escupiendo a la cara. Te aseguro que cuando me escupen a la cara no tengo piedad, hasta donde puedo permitírmelo. Creo que eso resume tu situación actual, frente a mí y frente a los otros.
– Entendido, mi sargento. No volveré a hablar del tema
Hubo un breve rato de silencio. Deduje que Chamorro tenía el apoyo que necesitaba y que una vez más me las había arreglado para cumplir con mi deber sin necesidad de mentir demasiado. Cuando un hombre tiene que abusar de la mentira para cumplir con su deber puede estar seguro de que anda equivocado de verdad o de deber.
Ya discurríamos por las primeras casas de la urbanización. La orografía del terreno la componían una serie de colinas no demasiado pronunciadas que se sucedían hacia el mar. Salpicando las colinas, con una densidad variable, había chalets blancos y casas de color arena, siempre con ventanas verdes. Las calles estaban en relativo mal estado y las edificaciones, salvo algunas excepciones, tampoco ofrecían un aspecto excesivamente boyante. Todo tenía aspecto de haber sido construido hacía treinta años. Al fondo las colinas morían en los acantilados que daban al mar. Entre estos acantilados se abría una depresión en cuyo fondo se dejaba adivinar una de las calas, o sea, la playa. Interrumpiendo mi examen, Chamorro reanudó la conversación:
– ¿Y qué le ha dicho el brigada? Si puedo saberlo.
– Claro que puedes. Y merece la pena que estés al corriente. Perelló es un tipo largo, y tiene ideas.
– ¿Qué ideas?
– Que no fue Regina.
– ¿Por qué?
Le resumí.
– ¿Y qué vamos a hacer? -preguntó.
– Nuestro trabajo. Empezamos como si nada, y a ver hacia dónde se tuerce. La casa que nos han alquilado está en la misma calle que la del crimen. He quedado con Perelló en ir a visitarla mañana temprano, cuando no nos vea nadie. Hoy tenemos todo el día por delante. Vamos a la playa, comemos en el restaurante, nos echamos la siesta y por la noche nos damos una vuelta por el pub de la urbanización y luego nos alargamos hasta Abracadabra. Eso es todo lo que puedo planear hasta aquí. Luego, Dios dirá, y por si habías pensado que soy como Pereira, se admiten sugerencias de las guardias segundas. Para empezar, no vuelvas a tratarme de usted. O nos ponemos de una vez o vas a decirme mi sargento cuando me pidas el bronceador.
– Como quieras.
Chamorro se había soltado el pelo. Llevaba la ventanilla abierta y su media melena ondeaba al aire. No pretenderé que parecía una estrella del pop, pero al menos dejaba de recordar a una institutriz. Algunos de sus gestos, incluso, tenían un aire de insinuada y sorprendente sensualidad. Por ejemplo: se mordisqueaba el meñique de la mano derecha y al hacerlo dejaba, calculé que por inadvertencia, que le asomara la punta de la lengua entre los dientes. El verano obra un extraño efecto sobre las personas. Como si al desmantelar el envoltorio indumentario con que se parapetan durante el invierno se desmantelara también un poco la cáscara moral. Debajo de ella Chamorro, a pesar de sus rubores o su circunspección, y a despecho del aparato de convenciones que a ella le había puesto encima un uniforme de servidora del orden y a la asesinada le afeaba las costumbres, era más semejante que opuesta a Eva Heydrich, infortunada seductora de ginecólogas maduras, bañistas, macarras y púberes despistadas.
Entonces intuí que mi ayudante no iba a ser incapaz de comprender a la víctima y al criminal, y desde ese momento empecé a admitir que era posible que llegara efectivamente a ayudarme a resolver aquel revoltijo del que en mala hora me habían hecho responsable.