– ¿Y la suiza?
– Pasa en Mallorca largas temporadas. Siempre va a esa cala y la gente del lugar la conoce. Nunca ha causado problemas, aunque no parece resultarle demasiado simpática a nadie. Desde Suiza han tenido a bien comunicarnos que es o era ginecóloga y que carece de antecedentes. No tiene familia. Eso es todo, y gracias.
– ¿Nadie ha facilitado ningún dato acerca de su vida en la cala? Sobre sus actividades o sus aficiones.
Pereira me observó con una mezcla de aprobación y condescendencia. Lo de la condescendencia no me afectaba demasiado porque así miraba a todo el mundo. En la fotografía en la que el Director General le estaba imponiendo la cruz tenía la misma mirada.
– No tenemos noticia alguna de sus actividades, fuera de pasear o ir a la playa, y no demasiado. Cuando salía por la noche no paraba por la zona. La compra la solían ir a hacer las jovencitas con las que vivía. Ésa parece haber sido su principal afición y la maciza Eva parece haber sido la última. Un romance muy fugaz, pero de imborrables consecuencias.
– El arma es de poco calibre, un 22 o así -aprecié sobre las fotografías-. La han encontrado y es de la suiza, ¿no?
– No sé de quién es, porque no llevaba el nombre puesto. Pero sí estaba plagada de sus huellas. Apareció en la basura, con el tambor vacío. Poco profesional, ¿eh?
– Después de eso, sólo me queda una pregunta, mi comandante.
– Le escucho.
– ¿Para qué me envía allí, para que le ponga una guinda?
– Aproximadamente. El comandante Zaplana nos ha pedido ayuda. Es un asunto inconveniente en un mal momento. La isla está llena de teutones a la parrilla. La cosa ha salido con mucho ruido en sus periódicos, en los de los teutones, quiero decir. No es una bomba, que siempre haría más daño, pero se trata de uno de los suyos, o casi. Tenemos que liquidar el caso cuanto antes, dejando bien claro que el malo es uno de ellos al que se le ha ido la cabeza. Que sepan que el problema viene de su tierra, para que no lo extrañen, y que no les quepa duda de que la justicia funciona en este merendero gigante que tanto les quiere y les necesita.
– Bueno, si la cosa es tan fácil, con un par de guardias auxiliares sobraría.
– No te hagas la vedete, Vila. Zaplana se ha atascado con algo. Que le vendría bien alguna ayuda especializada para amarrarlo todo, dice. Para mí que no es el tipo de faena que su gente domina. El caso es que los superiores quieren un trabajo impecable y rápido. Juntar una montaña de pruebas y atrapar a la tía y dárselo todo bien envuelto al juez y a los periódicos. La patria te lo agradecerá.
– Ya veo. ¿Puedo esperar al menos alguna libertad para organizarme?
– No mucha. Zaplana tiene un plan y se lo hemos aceptado. Por cierto, te aconsejo que tengas cuidado con él. No es tonto el hombre, aunque sí un poco legionario y eso tiende a desorientar. Le han rechazado tres peticiones para irse de casco azul a los peores sitios.
Me preguntaba qué era lo que le había llevado a Pereira a sospechar en algún momento que aquello podía divertirme. Por un momento añoré la mugre y las palizas de los adolescentes ebrios. Al menos estaría en la playa, pensé para consolarme, y me esforcé por mostrarme resignado.
– Ardo en deseos de oír ese plan -dije.
– Te hemos alquilado un chalet. Vas a estar allí localizando testigos y husmeando por los sitios a los que la sospechosa y la víctima hayan podido ir. Pero no te doy más de diez días. Ése es el tiempo en que Zaplana se ha comprometido a cazar a la vieja. A ti te toca la otra mitad del pastel, las pruebas. Para completar tu camuflaje, irás con una agente. Simularéis ser una pareja de turistas hambrientos de emoción y os meteréis por donde Zaplana sospecha que se movían las dos. Al parecer eran adictas a la noche y a ciertos círculos de gente ambigua.
– Ya sabe que prefiero actuar solo.
– Y tú ya sabes que esto es la mili, Vila. Te llevas a Chamorro.
No lo podía creer. Chamorro era una cría de veinticuatro años que había intentado entrar en todas las academias militares para seguir la tradición familiar y que habiendo fracasado en el empeño se había conformado a regañadientes con ser guardia. No era del todo mal parecida, alta y medio rubia, pero la aridez de su trato le había granjeado como apodo una reordenación de las letras de su apellido que, en honor a la verdad, estaba más justificado por el truco fácil que por su nada ostensible orientación sexual. Más que masculina, era un poco seca y bastante tímida. Su buen número le había permitido elegir aquel destino y su expediente estaba repleto de méritos académicos, pero no tenía un año de experiencia.
– Yo preferiría a Salgado, si se me autoriza a hacer una propuesta al respecto.
– Todos preferís a Salgado. A ver si se casa de una vez con alguno y dejáis de hincharme las pelotas.
– No me malinterprete, mi comandante. No sólo es una chica despejada y está más curtida que Chamorro, sino que también es bastante más desparpajada y vistosa. Si hay que moverse en ambientes dudosos, no hay comparación.
– Si hay que moverse en ambientes de tortilleras, Chamorro es su pareja -se burló el comandante, con zafiedad.
– A las lesbianas, suponiendo que hubiera que lidiar con alguna, les gustan las mujeres igual que a usted, mi comandante. Piense quién le llamaría la atención de las dos. Pues igual a ellas.
Pereira frunció el ceño. Temí haber ido demasiado lejos.
– Si le parece poco vistosa, dígale cómo tiene que pintarse, elíjale la ropa o recomiéndele una esteticién. Pero no estoy dispuesto a que un elemento con posibilidades se quede para vestir santos porque a todos mis hombres les ponga más cachondos esa Barbie vestida de verde. Y ésta es una buena ocasión para rodar a Chamorro. Un asunto asequible.
Pereira había hablado con una extremada dulzura y me había tratado de usted. En su particular psicología eso significaba que la conversación había concluido y que si tenía en alguna estima mi sueldo y mis galones, tan modestos ambos, pero útiles para mi supervivencia, más me valía obedecer y callar.
– A sus órdenes, mi comandante -aullé. En la vida civil se desconocen las grandes ventajas que proporciona el trato rígidamente jerárquico. Es algo que a medida que se extiende la confusión social y moral en todas las esferas va quedando más y más olvidado. Pero la distancia de la relación jerárquica, sobre todo cuando se somete a algo superior a mando y subordinado (como pasa en el ejército, siempre), ofrece una adecuada protección y un grado importante de libertad. Que uno debe hacer lo que le salga de las narices al jefe, dentro de un orden, es un axioma que vale para cualquier actividad remunerada y muchas gratuitas. Pero, una vez constatada esa circunstancia, la defensa que de la propia intimidad y de la conciencia individual proporciona un sistema como el militar no tiene equivalente en la vida civil. Cuando uno le grita a su superior que está a sus órdenes lo pone a tres metros de distancia y desde esa seguridad, puede al mismo tiempo empeñar toda su alma en ensuciar la memoria de la madre que lo parió. Pereira no era mal tipo, y no llegué a ese extremo, pero si yo hubiera sido menos comprensivo muy bien habría podido hacerlo mientras estaba firme ante él.
– Zaplana te proporcionará el resto de los detalles -terminó Pereira, ahora con su suave antipatía habitual-. Preséntate a él mañana a primera hora. Sales en un vuelo chárter a las tres y media de la mañana. Si hay alguien armando alboroto en el aeropuerto no te asustes, serán los dos a los que hemos dejado sin plaza en ese vuelo.
– A sus órdenes -repetí.
– Te doy un chollo, Rubén. Lo hizo la novia, en un arrebato, y no tienes más que formarte un cuento consistente. Si eres rápido esto se verá y sacarás algo. Hemos hecho cosas más difíciles, por supuesto. Sin embargo, lo que vale al final es lo que sirve para contentar a los de arriba. Has trabajado bien estos años. Hace tiempo que esperaba que viniera algo así para dártelo. No falles porque no sé cuándo tendrás otra ocasión de lucirte como ésta.
Salí del despacho de Pereira meneando la cabeza. Era la primera vez en tres años que aquel hombre tenía un gesto conmigo. Y sobre todo, la primera vez que empleaba mi nombre de pila.