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– Según llegó al agua -continuó el de la barba- se agachó y se echó a nadar. Nadaba de fábula, con unos brazos largos como serpientes, si es que hay serpientes blancas. Al cabo de un par de minutos había nadado hasta aquella cueva que se ve un poco antes de la salida de la cala. Allí se recostó a tomar el sol.

– Y en seguida -le relevó Paula- la mujer mayor se acercó a la orilla y empezó a llamarla. En cuanto la otra vio que le hacía gestos, se tumbó mirando hacia mar abierto. La mujer mayor daba pena. Estuvo lo menos media hora en la orilla, pendiente de que la joven se volviera. Cuando la otra giraba un poco el cuello para ver si seguía allí, y era difícil darse cuenta, porque estaba un rato lejos, empezaba a llamarla otra vez. No paraba de mirar el reloj, estaba como desesperada. Hasta se ponía en puntillas, con la mano en la frente, como si eso la ayudara a ver más lejos y mejor. Pero la joven ni se inmutó. La mujer mayor terminó por rendirse y regresó hacia la hamaca. Allí estuvo otro rato, siempre mirando hacia el mar y pendiente del más mínimo movimiento de la otra. Como era tan blanca resaltaba mucho sobre la roca de la cueva.

– Al final -volvió a la carga el de la barba-, la vieja se largó, completamente cabreada, dejando a la princesa tendida en las rocas con el mar de por medio. Para mí que no sabía nadar y que la otra se fue hasta allí para hacerla rabiar y quedar fuera de su alcance.

– La vieja no estaba cabreada, sino triste, que es muy distinto -rectificó Paula, meticulosa.

– ¿Por qué triste y no cabreada? -pregunté, porque aquel matiz se me figuraba relevante.

– No recogió las cosas con rabia, ni tuvo un mal gesto. Todo lo hizo despacio y antes de irse, ya de pie, se quedó todavía un poco mirando hacia donde estaba la joven. Luego se marchó con la cabeza gacha. Cuando alguien está cabreado no va con la cabeza gacha.

– Para mí que estaba cabreada -porfió el de la barba.

– ¿Por qué? -le di su oportunidad.

– La otra se la había jugado, no le había hecho ni puto caso, se estaba riendo de ella descaradamente.

– ¿Y?

– Pues eso. Que es para cabrearse.

– Ah.

– La joven, la que han matado, no volvió de la cueva hasta un rato después, cuando ya estaba segura de que la mujer mayor se había ido -añadió Paula.

– Y entonces no te imaginas lo que pasó -se desperezó el escéptico, con un brillo súbito en sus ojos miopes.

– Pues no.

– Cuando salió del agua la tía llevaba la braga del biquini en la mano. Un escándalo de tres pares de huevos.

– Más babas -masculló la morena-. Nunca habías visto uno, ¿eh?

– Uno así no.

– Hace falta ser capullo.

– Hubo una gorda que la llamó puta, así, alto y claro -declaró el de la barba-. Pero ella, como si nada, y no creo que fuera porque no entendía el idioma, que no hacía falta entenderlo. Atravesó toda la playa hasta su hamaca y se secó sin darse prisa. Después se puso las gafas, se echó encima un vestido y buenas tardes. Importándole un bledo todo.

– ¿Creéis que la mató la vieja?

– Seguro -apostó el de la barba.

– Yo no estaría tan segura -vaciló Paula.

– Si eran ellas, a mí no me extraña -se ablandó el escéptico.

– Demasiada frialdad. Eso fue -murmuró la morena, misteriosa.

– ¿Qué?

– Era tan fría que parecía que estaba ya muerta -explicó-. Qué más da quién le disparó. Se lo debió de buscar ella misma.

Siempre he tenido mayor fe en la inteligencia femenina y me han atraído las mujeres taciturnas. A los dos muchachos les debía la historia, poco más. A Paula y a la morena, un par de trozos probables de la verdad, quizá incluso algo más que eso. Alargué la charla para camuflar un poco mi verdadera intención y a continuación me separé de ellos y me fui hacia la orilla.

Chamorro, que se había percatado de que yo había establecido un contacto de apariencia fructífera, no había regresado al lugar donde habíamos colocado nuestros accesorios playeros. Entre baño y baño había estado tomando el sol en las rocas más cercanas, tanteando a posibles testigos que invariablemente eran mujeres más o menos de su misma edad. Era cierto que ésa era la elección más sencilla, pero tal vez resultaba también adecuada. Después de lo que acababa de escuchar, parecía evidente que Eva dejaba rastros más ricos y profundos en las personas de su propio sexo.

Cuando estuve en el agua, mi ayudante vino a mi encuentro.

– Has estado un buen rato con esa gente -dijo-. ¿Algo que merezca el esfuerzo?

– Esfuerzo ninguno. Ha sido como el tao. Quien no busca, encuentra, ya sabes.

– ¿El tao?

– Déjalo, es igual. Luego te cuento. Aprovechemos todavía la hora que nos queda hasta la comida. Luego cambiamos impresiones.

Nos separamos otra vez. Cuando nos reunimos y regresamos al chalet, hicimos inventario. Con mucho, lo más jugoso era la historia que me habían contado a mí. Chamorro había obtenido una exhaustiva certificación de la huella turbia y escandalosa que el paso de Eva había dejado en la colonia de veraneantes. Nadie la recordaba en compañía de Regina, aparte de Paula y sus amigos. Podíamos deducir que el incidente que me habían relatado era relativamente excepcional. En cuanto a la fecha del incidente, las indicaciones que pude obtener antes de despedirme de ellos lo situaban en momento tan temprano como dos o tres días después de la llegada de Eva a la isla, según el resto de nuestros datos. Las otras apariciones de la difunta en la playa, a las que mis confidentes no habían asistido por hallarse de excursión en la otra punta de la isla, se concentraban en los dos días siguientes. Después de eso, había relativa unanimidad entre personas que se consideraban asiduas en negar que Eva hubiera vuelto a pasear sus desnudos encantos por aquella playa. Todo coincidía con lo que nos habían transmitido nuestros compañeros, pero la cronología podía establecerse de forma más precisa.

Chamorro había conseguido información sobre algunos detalles concretos que, si bien no eran decisivos, arrojaban alguna luz sobre la personalidad de la víctima. Alguien la había visto nadar casi medio kilómetro fuera de la cala, un día en que el mar no estaba totalmente apacible. Otra persona refirió cómo había socorrido a un niño pequeño que había perdido el flotador. El padre había acudido en seguida y Eva se le había quedado observando de una forma inusual. Fue su único acercamiento a otro ser humano del que obtuvimos noticia. En el chiringuito, la mujer que ayudaba al dueño, aparte de confirmar con su singular conocimiento de todo lo que allí sucedía las fechas y otras circunstancias, le contó que la difunta se expresaba indistintamente en alemán y en italiano, aunque hablaba un italiano un poco extraño y la mujer del chiringuito, habituada al trato con extranjeros, se entendía mejor con ella en alemán. El primer día Eva había pedido algo que por lo que me dijo Chamorro que la del chiringuito le había dicho, debía ser un gin- fizz. Después de que comprendiera que aquello no era un tenderete caribeño y que el arte del cóctel excedía con mucho las posibilidades de aquel establecimiento, había pedido invariablemente ginebra sola con mucho hielo. Nunca había comido nada.

Por mi parte, malgasté un buen pedazo del resto de la mañana haciéndome baldar en un partido de voley-playa, en el que coincidí con cuatro o cinco tipos que habían visto a Eva y que me describieron con fervor aspectos de su anatomía que el forense no recordaría con mayor lujo de detalles. Ninguno había pasado del onanismo visual pude y debí archivar sus testimonios sin más trámite.

Cuando íbamos hacia el restaurante, después de que yo le hiciera un resumen de mis pesquisas, Chamorro me sondeó:

– ¿A ti te parece que era tan irresistible?

– No sé. Sólo la he visto muerta.

– Bueno, aun así.

No sabía qué perseguía Chamorro y tendría que haberme callado, pero no lo hice.

– Era guapa, muy guapa -confesé-. Pero tenía algo que pone los pelos de punta. En las fotos creí que era el que estuviese muerta, los dos balazos o el abandono del cuerpo. Puede que no fuera nada de eso.

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