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– ¡Salmón! -exclamó Sagalés soñadoramente y añadió-: ¡Salmón Rushdie, el gran escritor perseguido!

Carraspeó la señora Puig.

– ¿Se refiere usted a Salman. Salman Rushdie?

– Salman es Salmón en español. Lo sé bien porque es un escritor que admiro.

– ¿Le gusta a usted como escritor?

– Nada. Me da vómitos y sobre todo detesto su novela Versos satánicos que parece un premio Planeta.

– Cierto, muy cierto.

– ¿No me pregunta usted por qué le admiro si lo detesto como escritor?

– ¿Como luchador?

– Como luchador es un idiota. A quién se le ocurre meterse con el Corán, un librito pseudosagrado de una religión herética.

– Pues no sé.

– Le admiro porque es un atracador de lectores con el cuento de que le persiguen los integristas islámicos y le ha sacado dinero hasta a Margaret Thatcher, a la que jamás se le había conocido una obra de beneficencia, ni personal ni de estado. La señora Thatcher odia la literatura y a los escritores, con la excepción de Kipling en su dimensión imperial. Si la hubieran dejado habría sido capaz de torturar con sus propias manos a la mayoría de pésimos escritores ingleses contemporáneos, mas no por pésimos, sino por escritores. Pero se ha visto obligada a soltar pasta gansa para proteger a un subdito del imperio que es casi negro, ¡qué horror!

– Realmente cualquier salmón es asqueroso pero éste parece el más asqueroso de los salmones.

El vendedor de libros más importante del hemisferio occidental español se sintió aludido porque Manzaneque señalaba precisamente el salmón contenido en su plato ya pellizcado por la punta del tenedor.

– Hombre, no es caviar pero se puede comer. Excesivamente hervido, ése sería el defecto que yo le encontraría y a mí me ha tocado la parte de la ventresca, que si bien es más gustosa, peca de algo grasa y es mucho mejor comerla asada porque así se diluyen las vetas blancas de grasa. ¿Las ve usted?

La punta del tenedor señalaba bien dibujadas vetas blancas contrastantes con el empalidecido color salmón dominante.

– Usted es un posibilista. Sagalés, ¿opina lo mismo?

Ante su insistencia, Sagalés reparó no sólo en que aún seguía allí el joven interpelador, sino que insistía en la interpelación y le concedió una mirada de curiosidad.

– ¿Puede justificar su odio a los salmones?

– Todos los salmones de granja son asquerosos.

Se envalentonó el joven novelista hasta la exageración y se atrevió a apuntar con un dedo a Sagalés.

– Yo soy un gran admirador suyo.

– Tutéame, chico, ni siquiera podría ser tu padre.

– Es que soy de provincias.

– ¿Tu gracia?

– ¿Qué gracia?

– Tu nombre.

– Andrés Manzaneque, de Cuenca y a mucha honra.

– El poeta y novelista, I suppose?

El conquense desmesuró todo lo que tenía en la cara y desde la desencajada desmesura explotó:

– ¿Ha leído mi novela? ¿Cómo sabe que soy poeta y novelista?

– A tu edad y, según sospecho, siendo hijo de la vastedad profunda de las provincias más serias de España, se es poeta y novelista, por este orden.

Porque donde se ponga la poesía que se quite la novela. Te he leído. Yo leo a los enemigos, no soy como ese Nobel concupiscente que desprecia todo lo nuevo. Tu novela es muy buena en las tres cuartas partes primeras, pero luego te acobardas…

La voz de la señora Sagalés se impuso sobre la de su marido para terminar la frase.

– … y no rematas la gran promesa cosmogónica que debe aportar toda novela.

– Me lo has quitado de la boca.

– Siempre se lo quito de la boca para que no se canse, porque les dice lo mismo a todos los escritores noveles, al menos a los de Cuenca.

– Sigue escribiendo, sigue en Cuenca, pero sobre todo sigue soltero -recomendó Sagalés al progresivamente irritado Manzaneque y le dejó plantado a su lado, mientras devolvía la atención a las mesas llenas de poder económico, cultural, político. Un calvo excelentemente diseñado estaba llamando por teléfono en la mesa del duque de Alba. Luego contempló compasivamente al humillado poeta novelista.

– Cuando seamos mayores nos sentarán en mesas donde no habrá derecho a la mala leche, donde nadie estará dispuesto a matar a su padre por una frase brillante y donde nos servirán los mejores pedazos de salmón, de Salmón Rushdie.

– ¿De qué vas por la literatura, tío? Cualquiera diría que tú eres García Márquez.

El mejor novelista gay de las dos Castillas parecía a punto de llorar y Sagalés de reír.

– ¡Qué horror! ¡García Márquez! ¡Ese fabricante de bestsellers! Lo lee todo el mundo.

Manzaneque sobrevoló su mano pálida, delgada, alada sobre la copa de vino, la pinzó con los dedos, la despegó de su aeropuerto blanco, la empuñó como si su apasionada mano fuera a romperla y lanzó el contenido tan blandamente a Sagalés que el líquido se quedó a medio camino sobre el escote cuarteado de la señora Puig.

– Collons [2] ! -dijo el señor Puig lanzando la servilleta sobre la mesa, disponiéndose a levantarse, pero a la espera de que su mujer le contuviera el gesto.

– Pepitu, no t'emboliquis. Son escriptors. Ja se sap.

– Escriptors… escriptors… uns poca soltes, és el que son [3] .

Un haz de reflector de televisión les enmudeció y recompuso sus gestos preferidos, conscientes de que posaban para la galaxia. El haz se detuvo en Sagalés y la señora Puig le comentó en voz baja:

– ¡Me parece que le han reconocido!

Pero el haz de luz se fue hacia otra mesa y el grupo se quedó desnudo y cansado, conscientes de la necesidad de recomponer la cohabitación. La esposa de Puig, S. A. observó honestamente alborozada que un camarero negro estaba hablando con la esposa de Conesal.

– ¡Qué original, tú! Un camarero negro. Recuérdame, Quimet, que contrate camareros negros para la caldereta de este año en Llavaneras.

La señora Sagalés sondeaba a un camarero blanco sobre la posibilidad de conseguir una botella de whisky.

– Yo sin whisky es que no puedo con el salmón.

Sagalés y la señora Puig partieron hacia los lavabos para curarse las manchas, dividieron sus caminos previa sonrisa de complicidad heterosexual y el escritor hizo caso a la propuesta semiológica de un ángel prerrafaelista sexuado con una verga de caballo reinterpretación posmariscalista y no se equivocó. En el lavabo masculino se encontró a un recién nombrado manager de grupo editorial, de la raza Terminator, orinando con el pene en posición horizontal para que salpicara el pipí convertido en una imaginaria fuente luminosa. Junto a él miccionaba con dificultades un coloreado bebedor de una petaca de plata. No contuvo el gesto el achispado, pero quiso justificarse.

– Justo Jorge Sagazarraz. Naviero especializado en la fabricación de pesqueros dedicados a la pesca del calamar. Es mucho mejor este whisky que el que te ofrecen aquí. Mucho postín y mucha beautiful people, pero no pasan del JB y eso ya es estándar. Eso ya lo bebía hasta Ceaucescu y lo beben los parados. Todos los obreros que yo despido beben JB, porque cuando les despido les regalo una caja. Pagando de mi bolsillo. Soy empresario, una vieja joven promesa de empresario y me jode despedir trabajadores.

Terminator Belmazán no se limpió las manos en el lavabo, pero sí sacó una tarjeta del bolsillo de su chaqueta y se la tendió a Sagazarraz.

– Observo que tiene problemas de orina y de racionalización de empresas. Me llamo Ginés Belmazán y soy especialista en colocar las empresas y sus hombres y mujeres de acorde con el próximo milenio.

La puerta de la toilette se había abierto y Terminator al salir se cruzó con un hombre de aspecto entre la severidad congénita y el desencanto histórico. El hombre desencantado se limpió las manos mientras escuchaba de reoído la continuada disquisición de Sagazarraz sobre él whisky y los empresarios.

– A mí no me reconvierte ni Dios. ¿Qué se habrá creído el tío ese? Acabo de descubrir un Single Malt de las islas Oreadas, Scapa, se llama y de él me lleno las petacas. ¿Quiere probarlo? Llevo encima tres petacas llenas.

Sagalés aceptó la botellita de plata y paladeó el trago y cuando iba a emitir su comentario el recién llegado le solicitó la botella.

– ¿Permite?

Sagalés arqueó la ceja para solicitar permiso al propietario de la bebida, quien cedió de mil amores la posibilidad de que otro secundara su vicio. Tragueó el hombre, comprobando a cada sorbo la bondad del líquido.

– Tiene aroma y un sabor duradero. Pero no se haga ilusiones sobre la distinción de este Single Malt, amigo.

El comentario lo dedicaba a un borracho pero perplejo Sagazarraz que además había descubierto que llevaba la bragueta desabrochada y no se atrevía a corregir el desliz para no hacerlo más ostensible.

– El Scapa es el whisky predilecto de la Royal Navy, porque tiene una base acantonada en la isla de Scapa.

– ¿Y cómo sabe usted esto?

– Porque soy James Bond.

– Yo a usted le he visto en alguna parte.

– En la barra de un bar, sí señor.

Abandonó el extraño el cuarto de baño y tras él Sagalés porque le interesaba continuar la conversación con aquel evidente personaje de novela negra. La puerta batiente le dejó rodeado de fiesta y de murmullos, pero no había ni rastro del experto en whisky, por más que Sagalés otease los cuatro puntos cardinales del salón. Y como por simpatía de la mesa presidencial se levantó Alvarito Conesal también para otear los cuatro puntos cardinales de la sala. Miró el reloj. Se internó entre las mesas y su paso fue retenido por la mano de Marga Segurola que cazó al paso uno de sus brazos.

– Alvarito, ¿no hay premio?

– Eso iba a investigar. Me sorprende que no hayan emitido ninguna votación.

Marga Segurola sacó el máximo partido a su cuello casi inexistente para señalarle a Altamirano con la cabeza la marcha de Alvarito.

– Les faltan tablas. Un premio no se improvisa y sobre todo sin una industria editorial detrás.

– Conesal tiene metido dinero en todas las industrias editoriales.

– No es lo mismo. ¿Dónde ves tú a los clásicos managers de editorial moviéndose entre bastidores? ¿Qué tiburones reales del mundo editorial han venido hoy aquí? Ni siquiera está Carmen Balcells, la superagente literaria con licencia para matar. Ésos consideran a Conesal un advenedizo y además se rumorea que empieza a caer en desgracia política. Parece como si el premio lo concediera Conesal sin nadie y sin manos, como los niños cuando van en bicicleta y quieren presumir de virtuosos.

[2] ¡Cojones!


[3] -Pepito, no te líes. Son escritores. Ya se sabe.

– ¡Escritores! ¡Escritores! Unos gilipollas es lo que son


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