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– A la velocidad que tú lees, seguro.

Si algún ingenuo mirón de la sociedad literaria asistía al diálogo entre la Segurola y Altamirano veía que llevaban las manos y las muecas enlazadas, mientras las sonrisas rígidas procuraban estar a la altura de las palabras homicidas. Estaban frente a frente el poder mediático y el poder crítico, pero los ojos inocentes no habrían tardado en saltar a otras parejas, otros tríos, grupos de letraheridos que se iban formando entre amabilidades de reencuentro, para solaz de los profesionales, financieros y ricos sin ubicación expresa que habían acudido al premio Venice para ver y dejarse ver. El ambiente se iba cargando de ironía e inocencia, a partes iguales.

– Yo me gano la vida con los sanitarios.

– ¿Ironía o inocencia?

Oriol Sagalés, una de las eternas promesas de la literatura, capaz de haber llegado a los cincuenta años con un número limitadísimo de lectores selectos de los que conocía sus números telefónicos, incluso de las segundas residencias, había contestado suficientemente al presidente de la razón social Puig Sanitarios, S. A., luchador por una ley del mecenazgo que le permitiera tirar adelante una fundación llena de pinturas falsas carísimas y de auténticas baratísimas.

– En mi casa no había libros. Mitifiqué los libros desde niño.

– A mí me ocurrió lo mismo con los sanitarios.

– ¿No había sanitarios en su casa?

– Vivía en una mansión modernista, sin la cual los Sagalés, del textil, se hubieran sentido desnudos frente a la otredad, con espléndidos, viejísimos e inmensos retretes pompeyanos «noucentistes», me parece que en Madrid a eso se le llama novecentismo, creo que diseñados por Rubio. El «noucentisme» había llegado demasiado tarde a mi casa, a tiempo sólo de ocupar los retretes, de la mano de una tertulia que mi abuelo sostenía con Eugenio d'Ors y otros cantamañanas por el estilo. D'Ors sólo consiguió que cambiáramos los sanitarios por la nueva estética, porque a él, decía, le gustaba mear sabiendo dónde meaba y un mingitorio modernista se merecía una casa de putas. Don Eugenio decía putas en catalán y así aliviaba la palabra de morbosidad y sexo. ¿A ustedes les parece que «meuca» puede querer decir puta? No llegué a conocer los mingitorios modernistas, pero me hubieran gustado más, seguro. Los «novecentistas» eran unos sanitarios falsamente prerracionalistas, en los que casi te señalaban el lugar donde debías apuntar el pipí pero faltaba el casi. Los novecentistas eran algo calvinistas, como el presidente catalán Pujol, y predicaban la obra «ben feta», bien hecha, incluso como oscuro objetivo del pipí. A los «noucentistas» les perdía el detalle doricojónico catalán. Yo prefiero la desfachatez barroca del modernismo o bien la real modernidad racionalista. Por eso añoraba los nuevos sanitarios que ustedes fabricaban. Recuerdo que cuando iba a la editorial Anagrama siempre tenía ganas de mear y sólo era para poder hacerlo en sanitarios de su marca.

– Son diseños alemanes.

– De alemanes del norte. No pueden ser bávaros. Con lo que mea esa gente sólo necesita letrinas de boca ancha.

– Del norte, desde luego.

– Tenían algo de diseño nórdico… Danés.

– En efecto. Los diseños vienen de una fábrica de Hollstein… al lado de la península de Jutlandia.

– Tengo una especial sensibilidad para lo nórdico. El norte es la razón y el sur la escupidera. Me encantaría un norte poblado de sureños racionalizados o simplemente civilizados.

– ¿Y si repoblamos el norte de sureños, qué hacemos con los norteños?

– Los subiremos hasta la punta del Polo Norte y después los precipitaremos en el abismo que hay en la otra cara del planeta.

La señora Puig inclinó su cabezón peinadísimo y su escote erosionado por la edad y las consecuencias de la apertura del agujero en la capa de ozono, para hacerle una confidencia a aquella eterna promesa que desde hacía diez años recibía siempre la misma crítica, del mismo crítico, en el mismo periódico: «Uno de los fenómenos más tipificables de la Nueva Narrativa Hispánica es el de Sagalés, escritor ensimismado que sólo permite proximidades a los espíritus más dispuestos a sorprenderse todavía con una literatura opuesta a las leyes del mercado, capaces de entender la lucha casi en solitario de un escritor dotado del don de la ironía secreta como instrumento de conocimiento de un universo que él sólo sabe ver…». Sagalés vio de cerca los labios pintados y cuarteados de la dama, sus dientes limpios pero bicolores por un exceso infantil de penicilina de estraperlo años cuarenta, ojos arácnidos por un rímel contracultural años sesenta con el blanco ensuciado por venillas relavadas por colirios insuficientes años noventa.

– Usted sí que es un gran escritor.

– Muchas gracias, señora.

– No me explico qué hacemos tantos catalanes en una misma mesa.

– A los madrileños les encanta tenernos bajo control para que no les robemos el casticismo. En Madrid saben montar los carnavales y siempre necesitan algún catalán soso y aburrido que se los elogie. A cambio nos dicen que somos europeos.

– Usted no necesita prestarse a estas carnavaladas.

Sagalés trató de escapar a la confidencia sin perder la sonrisa y se encontró con la mirada sarcástica que su mujer le enviaba desde el otro lado de la mesa redonda. Dos Martini secos y ya estaba borracha. Los ojos del escritor quisieron sellar los labios de su mujer, pero ya era tarde.

– Mi marido es el escritor joven más viejo del Mercado Común.

– ¿Es su esposa?

– Se llama Laura. En efecto, es mi esposa. ¿Qué mujer podría hablar a un hombre de esta manera si no estuviera casada con él?

Todos los compañeros de mesa estaban interesados por la descubierta relación entre el joven viejo escritor y aquella mujer algo fondona pero llena de redondeces cálidas que invitaban a ser miradas.

– Si a mí me habían dicho que usted…

Un codazo del primer vendedor de diccionarios enciclopédicos del hemisferio occidental español impidió que su mujer dijera lo que pensaba. Pero ya tenía encima a la señora Sagalés.

– ¿Que era maricón? ¿Homosexual quizá?

– No. Soltero.

– Sí. Eso sí. Mi marido siempre ha sido soltero.

– Mi esposa es de lo más literario que tengo.

Todos, menos su mujer, rieron el sarcasmo del escritor, pero la situación pedía un descanso y el vendedor creyó llegado el momento de poner sobre la mesa las toneladas de libros que vendía al año.

– Detesto que se vendan libros.

Le cortó Sagalés, para añadir:

– Y sobre todo detesto que se vendan los míos. Salvo excepciones, entre las que incluyo a todos los miembros de esta mesa, me irrita que todo lo que yo he ensoñado y escrito vaya a parar a imbéciles. Bastante hago con escribirlos. ¿Qué he hecho yo para que una pandilla de guarros iletrados se lancen sobre esa sangre de mi sangre, carne de mi carne para abusar de ella, practicar tocamientos deshonestos y finalmente comérsela al servicio de un metabolismo incalificable que convierte mi talento en una sucia turba de vitaminas y proteínas que alimentan a un lector generalmente imbécil, tan imbécil que se ha gastado dos, tres mil pesetas en comprar lo que él no ha sabido escribir?

Al vendedor se le había paralizado la sonrisa, la palabra, la gesticulación y por fin acertó a balbucir:

– Pero hombre… Muchos de mis clientes son personas de cultura. Médicos. Dentistas. Abogados.

Laura le guiñó un ojo.

– No trate de convencerle. Mi marido escribe para sí mismo.

– Pues es el primer escritor que conozco que no quiere vender libros.

– Tal vez toleraría que se vendieran siempre y cuando no se leyeran, mediante un compromiso formalizado ante notario ágrafo.

– ¡Qué cosas! Nos está tomando el pelo, ¿verdad usted? Con algo hay que ganarse la vida.

– Yo me la gano honesta y esforzadamente. Me la gano a veces escribiendo necrológicas sobre escritores que están a punto de morirse o que se han muerto hace unas horas. Tengo un gran talento para las necrológicas. Muchos parientes de escritores y gentes por el estilo, recién fallecidos, se dirigen inmediatamente al periódico pidiendo que la necrológica sea mía. Tener una necrológica Sagalés es como tener un Picasso. Incluso podría improvisar ahora mismo una sobre cada uno de ustedes. Por ejemplo de usted mismo. ¿Su gracia?

– ¿De qué gracia habla?

– Su nombre, si es tan amable.

– Julián Sánchez Blesa.

– ¿Cuál es su territorio de apostolado literario?

– ¿Se refiere usted a por dónde vendo libros? Bueno. Supongamos a España dividida en dos hemisferios.

– Es mucho suponer porque España no da para tanto, pero supongamos.

– Pues a mí me toca el hemisferio occidental.

– Ha fallecido Julián Sánchez Blesa y ha quedado seriamente mutilada la memoria literaria del hemisferio occidental español. Gracias a su empecinado forcejeo por elevar el nivel cultural de los ágrafos reproductores se llenaron los hogares españoles de Diccionarios Enciclopédicos y de las obras completas de casi todos los escritores que se llaman Torcuato. Su viuda pide una plegaria por su alma, tan sobria como su vida. Los vendedores de libros en invierno recitan a Shakespeare y en verano viajan a Benidorm.

Come, come, you froward an unable wormes.
My mind bath bin as bigge as one of yours
My heart as great, my reason haplie more
To bandie word for word, and frowne for frowne.
But now I see our launces are but strawes.

– ¿Puede traducírmelo por si debo cabrearme?

– ¡Vamos, vamos gusanos, impotentes e indóciles / Yo también he tenido un carácter tan difícil como el de vosotros / con corazón tan altanero y quizá mayores motivos / para oponer una palabra a otra palabra y malhumor por malhumor. / Pero ahora advierto que vuestras lanzas no son sino débiles cañas…

– Usted que le conoce bien, ¿debo cabrearme?

– Yo le partiría la cara -opinó Laura y el vendedor se echó a reír.

Se encogió de hombros el más antiguo de los escritores prometedores de España, dio así por terminada la implícita audiencia y las miradas se repartieron por el salón principal del hotel. Los encargados de distribuir a los invitados tenían la consigna de respetar el estatus cultural combinándolo con el estatus económico. Así las primeras fortunas del país compartían mesas con los destinados a recibir algún día el premio Cervantes, aun a pesar de que ya hubieran ganado el Nobel, el Planeta y como un refuerzo exótico, les acompañaba algún ganador del premio de poesía Príncipe de España o Loewe o El Corte Inglés o General Motors o Parmalat o Sopas La Teresita siempre que tuviera ese aspecto senatorial que los ya no tan jóvenes poetas españoles, independientemente de la edad, consiguen por el procedimiento de escribir poemas a base de dos citas de Parménides, una cierta desazón metafísica y alguna puesta de sol en islas improbables. Los escritores todavía no consagrados estaban más alejados de la mesa presidencial, donde las fuerzas vivas aguardaban de pie la llegada del presidente en funciones de la Comunidad Autónoma de Madrid, don Joaquín Leguina, a punto de ser sustituido en el cargo por Ruiz Gallardón -triunfante candidato de la derecha que había declinado la invitación por respeto a la representación que aún ejercía su amigo, aunque antagonista político- y de la señora ministra de Cultura doña Carmen Alborch, ambos en fase política terminal a juzgar por los comentarios dominantes que resaltaban lo torpe que había sido Leguina dejándose hundir con la torpedeada nave socialista y en cambio la habilidad que había distinguido a la ministra capaz de durar poco tiempo, pero el suficiente para ser recordada como el único ministro en tecnicolor de toda la historia de España, caracterizada por ministros color caqui militar o gris marengo. Él empresario Regueiro Souza se miró la cara en el espejo oculto en su pitillera abierta, y repasó con sus ojos la corrección del maquillaje que daba a su rostro una continuidad de piel de melocotón sazonado y sólo excesivamente abultada en las poderosas bolsas bajo sus ojos rasgados y con demasiadas pestañas que trataban de captar antes que nadie la llegada de la ministra, pero sus expectativas se cambiaban por el ducal avanzar entre salutaciones desigualmente correspondidas de Jesús Aguirre, duque de Alba, compañero de mesa a juzgar por lo que proclamaba la tarjeta situada ante su cubierto. Antes de la llegada ducal, una silla fue ocupada por Hormazábal, tan exquisitamente calvo y asténico como siempre y tan frugal en las palabras como para dar acuse de recibo de la presencia de Regueiro Souza mediante un ligero chasqueo de dedos. No fueron necesarias más presentaciones en aquella mesa, sorprendida como todas las demás porque los reflectores de las televisiones y los flashes de los fotógrafos urdieron un pasillo de luminosidades por el que avanzaron las autoridades esperadas a las que abría paso, caminando de lado para no darles la espalda, don Lázaro Conesal. A pesar de la nobleza canosa y pechugada de Leguina o de la policromía festiva de bailarina de sambas de la señora ministra de Cultura, todas las miradas se iban a por Conesal, impecable en su traje oscuro de gala Armani, con los cabellos rubios casi blancos de héroe wagneriano metalizado planchados por una gomina carísima, que respetaba el flou de las patillas canosas, de una blancura de hombre de las nieves bien cuidado, en la tez los soles y los vientos de los mejores veleros, las mejores estelas en los mejores Mediterráneos, filtrados cotidianamente por cosméticos Natura Bissé y dos veces por semana un masaje facial completo reparador desde las manos de una masajista especialmente llegada desde Marrakech, en la avioneta particular del millonario que nadie debía confundir con su avión transoceánico destinado a más arduas empresas.

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