Mudarra Daoiz prefería continuar la vena canora y desafinaba unas veces atipladamente y otra cual barítono de fondo una versión de Antonio Machado musicada por Serrat.
Caminante no hay camino,
se hace camino al andar.
La única persona viva que le secundaba era su esposa, dotada de mejor voz y entonación, pero el duque de Alba decidió abandonarles acompañado por Mona d'Ormesson, determinado a caminar entre mesas llenas de cadáveres a los que ya no les quedaba ni indignación. Allí estaba Beba Leclerq con la mirada perdida en un lugar del salón que sólo ella veía y su marido contemplaba obsesivamente un vaso como si fuera a embestirlo. Aquel novelista jovencito hablaba por los codos con Marga Segurola, extrañamente receptiva, no así Altamirano que había sacado un libro del bolsillo y lo leía ávidamente ajeno a cuantos chuzos cayeran a su alrededor.
– ¿Qué estás leyendo?
Le mostró el libro: Poesía y Estilo de Pablo Neruda, Amado Alonso.
– Es una edición vamos a llamarla de bolsillo de Sudamericana del año 66.
– ¡1966! Yo entonces era un joven jesuíta que estudiaba en Frankfurt y organizaba encuentros entre marxistas y católicos.
– ¿Quién recuerda ahora a los grandes humanistas de la República, Amado Alonso, Sánchez Albornoz, Américo Castro, Cansinos Asens, Guillermo de Torre…? En 1936 este país empezó a ser peor para siempre.
– Hay países que nacen para hacer la historia y otros para padecerla.
Mona cogió por el brazo al melancólico duque y apostilló:
– Eso no es de la escuela de Frankfurt, duque, eso es de Nietzsche.
– Sea de Nietzsche o de Perico de los Palotes, es una verdad como un templo. He tenido la santa paciencia de esperar durante los veinte años de la Transición que este país fuera normal, abandonara el cultivo de la perversa diferencia metafísica propiciada por aquel generalote de espíritu miserable. Y no se ha producido el milagro. Modernidad, sí, pero con caspa y sarro.
– Duque, duque, te traiciona tu nostalgia del ancien régime.
– Tú lo has dicho, Mona. Deberíamos ponernos de acuerdo para volver a empezar bien la Modernidad. El siglo dieciocho. Después de Carlos tercero, un nuevo impulso ilustrado, un enciclopedismo español. Las revoluciones hay que hacerlas a tiempo y lo peor que le puede ocurrir a una revolución es el destiempo como a la Soviética. Llegó demasiado pronto. La finalidad histórica de la Revolución Soviética sólo será posible en el próximo siglo y condicionada por la necesidad de sobrevivir, de repartir lo que nos dejen a escala planetaria todos estos tiburones planetarios.
– Está vacante la plaza de Lenin, duque.
– Chi lo sa.
Pasó el duque ante la mesa de los financieros distantes que no se hablaban y consumían sus bebidas con la melancolía con la que los extravertidos descubren que la realidad no les merece.
– Ése sí que lo tiene bien. Duque consorte, rentas y primera página cuando quiere -comentó Regueiro Souza. Hormazábal localizó con la mirada al objeto de su comentario y sonrió conmiserativamente.
– Estos aristócratas no duran ni veinticinco años. Son puro museo.
El mejor vendedor de libros del hemisferio occidental español trataba de venderle a Sanitarios Puig, S. A. una colección completa de enciclopedias Helios.
– La gente se cree que sólo disponemos del Diccionario enciclopédico, pero el concepto de lo enciclopédico va más allá. ¿Sabía usted que disponemos de textos enciclopédicos de la Ciencia, el Arte o la Historia, elaborados a partir de la obra de un millar de premios Nobel?
– ¿Tantos premios Nobel hay?
– Un montón. Piense que no sólo están los de Literatura, los más conocidos, sino también los de Ciencias o Economía o la Paz o la Pintura.
– ¿Hay premios Nobel de Pintura? -preguntó la señora Puig tan escandalizada como interesada.
– Como si los hubiera. ¿Acaso Picasso no es como un premio Nobel?
– Bajo ese punto de vista, desde luego. ¿Aún tenemos para rato?
El suspiro desesperanzado de la señora Puig se parecía al que emitían Marga Segurola y Alma Pondal, reunidas para sancionar la maldad literaria de los tiempos.
– Cuando yo veo a estos chicos minimalistas que con una novela de ciento cincuenta folios, y ni eso, en los que se limitan a escuchar discos y a transcribir de una manera naturalista una vida tonta y decadente, son jaleados como la esperanza de la literatura española es que me descompongo.
– Marga, contra Franco estábamos mejor. Eramos una sociedad civil con esqueleto crítico, estábamos contra, pero queríamos fervientemente algo, la democracia. Ahora sólo sabemos que no podemos querer nada realmente importante como era acabar con una dictadura.
– Desconocía tus actividades antifranquistas, Alma.
– Mi conciencia era antifranquista pero poca práctica pude hacer porque yo era muy niña, recién salida de las monjas, en seguida casada, traslados de mi marido, los niños, la literatura como consuelo, como inmenso consuelo, ¡qué inmenso consuelo es la literatura!
– ¿Recuerdas esa opción que Semprún se plantea en La Literatura o la Vidal Para mí no hay opción. ¡La Literatura!
– Tú puedes decirlo porque no tienes hijos, pero sí los tuvieras sabrías que la Vida, su vida, la vida de tus hijos es lo más importante y que no puedes vivirla por ellos.
– Sería contraproducente -aclaró el mejor ingeniero de puentes y caminos de España.
– Desde luego, desde luego -concedió Marga y añadió-: No me voy a oponer al criterio de los especialistas. Por cierto, se rumorea que la policía ha retenido a Sagalés, ese joven escritor catalán.
– ¿Joven? Pero si es de mi edad.
– Es que tú eres muy joven, Alma. ¡Has hecho tantas cosas en tan poco tiempo!
– Joven o viejo que se lo queden y nos dejen marchar a los demás -opinó el ingeniero con sentido práctico. Pero a Marga aún le restaba una cita literaria.
– Quizá sin saberlo hayamos vivido lo que Aristóteles llama una anagnorisis, concepto que Northrop Frye analiza con rigor en La estructura inflexible de la obra literaria. Dice Frye que la anagnorisis es el sentido de una continuidad lineal o participación en la acción desde diferentes perspectivas. En los relatos policíacos cuando descubrimos quién lo hizo, el punto de anagnorisis es la revelación de algo que antes constituía un misterio. El lector conoce ya lo que está a punto de ocurrir, pero desea participar en la terminación del diseño.
El jefe superior de policía volvía al salón rodeado de un séquito grave pero aparentemente satisfecho y consiguió avanzar bajo los reflectores de la televisión y las amenazas de los micrófonos. Los fotógrafos daban empujones a los periodistas de la radio porque les ocultaban la imagen de las personalidades y en torno a la llegada de los policías al lugar donde les aguardaban Leguina y la ministra se organizó un zafarrancho de combate. Leguina y la Alborch parecieron delegar en el jefe superior la responsabilidad del momento y el hombre se fue ufano a por la tarima donde el micrófono esperaba desde hacía seis horas la noticia del ganador del I Premio Venice-Fundación Lázaro Conesal. Esta vez sirvió para que el funcionario proclamara con gran satisfacción que la fiesta había terminado.
– Se han cubierto los objetivos previstos por las fuerzas de seguridad y las autoridades que en todo momento han mantenido el control sobre la situación. Pueden marchar a sus casas.
– En este país todo termina en un parte de guerra -se quejó Sánchez Bolín al primero que encontró. Puig, S. A. se rió mucho por la ocurrencia y trató de saber con quién se jugaba la conversación y los pasos que le devolvían a la normalidad.
– Usted, ¿escribe o trabaja?
Sánchez Bolín miró neutralmente a aquel hombre tan excesivamente encantador, capaz de mantener la sonrisa llena de dentadura y la mano sobre su brazo y le contestó:
– Trabajo.
Había cola y empujones para abandonar cuanto antes el regusto de la fiesta abortada y ya iba de boca en boca la noticia de que el escritor Oriol Sagalés permanecía retenido por la policía. Los tertulianos radiofónicos debían comentar todo lo ocurrido ante los micrófonos de sus respectivas emisoras y apenas les quedaban dos horas para desperezarse y encontrar una argumentación crítica. Pero ¿contra quién?, ¿contra qué? ¿Contra los premios literarios? ¿Contra la estricnina? ¿Contra Sagalés?
– Hablad mal de los socialistas. Tenéis el éxito asegurado. Hablad mal de mí -les ofrecía Leguina retador.
– El crimen puede ser la más completa de las Bellas Artes -opinaba el mejor novelista y poeta gay de las dos Castillas a quien quisiera retener sus opiniones, pero eran tantas las prisas por abandonar el comedor que ya sólo le quedaba como interlocutor el naviero borracho, entre dos cabezadas y dos regüeldos de su perplejo estómago, incapaz de comprender cómo había podido almacenar tanto alcohol desde el mediodía.
– Tienes toda la razón, chico. Sobre todo si no te matan a ti.
– ¡Hay tantas maneras de que te maten!
– Sólo hay una, muchacho. Que te maten.
Había nacido una gran amistad y Sagazarraz se puso en pie apoyándose sobre un brazo de Andrés Manzaneque. Así consiguió el naviero de barcos dedicados a la pesca del calamar ponerse en pie, dar los primeros pasos y los segundos utilizando a su joven compañero como muleta. Pero nada más llegar a las puertas del hotel, Sagazarraz se desplomó en lo alto de la escalinata con la exactitud del plomo y de la retaguardia dé los fugitivos. Manzaneque repescó a un médico y a Terminator Belmazán que acudieron a su llamada. El médico desabrochó el cuello de la camisa del caído, le palpó las venas del cuello, le tomó el pulso. Estaba evidentemente muerto y los tres únicos testigos de lo sucedido reaccionaron profesionalmente. El médico habló de no tocar el cadáver, Terminator Belmazán señaló al yaciente como si se lo ofreciera a Manzaneque.
– Ahí tienes un best seller. Te lo ofrezco a ti porque tienes mucho futuro por delante. Te garantizo el premio Almansa.
Fue cuando el mejor novelista y poeta gay de las dos Castillas recuperó de pronto el fragmento de Oscar Wilde que había querido rememorar a lo largo de toda la noche y se lo recitó a Belmazán.
– Y sin embargo, cada hombre mata lo que ama, sépanlo todos. Unos lo hacen con una mirada de odio. Otros con palabras que acarician. El cobarde con un beso. El valiente con una espada. Unos matan su amor cuando son jóvenes, otros cuando son viejos. Algunos lo estrangulan con las manos del deseo, otros con las del oro, los mejores utilizan un cuchillo, porque asilos muertos se enfrían en seguida…