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La indignación de Conesal se había convertido en furia que le hizo abalanzarse sobre el primer cenicero que encontró y lo lanzó con todo el impulso de su cuerpo contra el ingeniero de puentes y caminos. Se retiró el ingeniero sin cambiar el paso y Conesal se quedó dueño del campo, pero agitado y con ganas de cambiar de actitud y de piel. Se quitó la chaqueta, el corbatín, los zapatos, a manotazos. Recuperó el original de la caja fuerte y se dirigió al dormitorio con el fajo de folios en las manos y abrió un frigorífico excesivo para una suite de hotel. Se sirvió dos botellines de whisky con hielo y bebió la mitad del contenido del vaso de un solo trago. Recuperaba la normalidad cuando sonó el teléfono. Le pedía audiencia el señor Puig.

– Pásele el teléfono, por favor. ¿Quimet? De qué va la cosa. Bueno. Sube.

Contempló el fajo de folios y volvió al living para meterlo en la caja de caudales solar. Silbó una melodía y paseó a lo largo y ancho de las dos estancias, considerándolas un solo espacio, a zancadas cada vez más amplias y enérgicas hasta que le detuvo la llamada a la puerta. Quimet Puig era todo manos y ¿Qué tal? con las vocales abiertas hasta el infinito y su cordialidad de vendedor.

– ¡Qué fiesta, chico, tú, es demasiado! Todo lo que montas es colosal, colosal.

– ¿Una copa?

– No quiero más copas, tú, que luego vienen los sustos de la presión y mi mujer está a la que salta. No le gusta ser viuda, tú, qué quieres que te diga, con lo que me gustaría a mí ser viuda y rica.

Ya estaban sentados y la pierna de Conesal montada sobre la otra se movía incontrolada como dando patadas a la distancia que le separaba de Puig que divagaba sobre los invitados y sobre una entrevista que había tenido por la mañana con los Valls Taberner.

– Los dos a la vez, ¿eh? He podido con los dos a la vez.

– Quimet. Perdona, pero todavía he de ultimar lo del premio y me gustaría saber…

– Perdona, chico, es tanta la alegría que me da hablar contigo que se me había ido el santo. Bien. Tú sabes mejor que yo que la situación política está mal y que el Gobierno se aguanta por los votos de Pujol, por los catalanes, como vosotros decís. Yo estoy en condiciones de decirte casi la fecha en que se va a producir la ruptura y los socialistas no tendrán más remedio que convocar elecciones anticipadas. -No era todo el discurso preparado, pero Conesal siguió expectante, sin incitarle a que continuara-. Tú tampoco estás en un buen momento.

Conesal asintió con la cabeza.

– Pero yo soy de los que confían en tu capacidad de recuperación. Mira, chico, para serte sincero. Esta mañana los Valls Taberner no daban ni veinte duros por tu suerte y yo les he dicho: los que creáis que Conesal está muerto y enterrado os vais a quedar con un palmo de narices cuando comprobéis la buena salud que tiene ese cadáver. Así mismo se lo he dicho. Tal como te lo estoy diciendo, tú. -Conesal se lo agradeció mediante una sonrisa y un lento, melancólico cierre de ojos-. Me gustaría saber cómo quedan nuestras cositas, maco. Todo eso que teníamos entre manos.

Conesal le enseñó las manos.

– Eso queda fuera del capítulo de la intervención del Banco de España.

Puig parpadeó lo suficiente como para que Conesal supiera que desconocía la intervención.

– ¿Habrá intervención?

– La habrá. Pero yo ya había puesto a salvo todo lo de la inversión hotelera de Cabo Sur y allí te están esperando miles y miles de agujeritos para que tú instales tus retretes.

– No es que desconfiara de ello, Lázaro, maco, pero vivimos tiempos difíciles y las apariencias engañan más que nunca. Para acelerar los trámites yo te he traído este compromiso escrito avalado por un acta notarial, porque hasta ahora todo eran palabras y nuestra amistad, seguro, quedará, pero las palabras son palabras.

Se sacó varios folios de una inusitada faldriquera que llevaba en el interior de su esmoquin lila.

– Lo firmaré con tu pluma, si me la dejas.

– Me cuesta más dejarte la pluma que la mujer.

A pesar de la aparente distensión, Puig no quitó ojo a la rúbrica de Conesal. Le entregó una copia del documento y se metió las restantes en el bolsillo de gala.

– Mira, me gusta Madrid porque siempre que vengo hago un buen negocio.

– ¿Decías algo sobre la fecha exacta de ruptura?

– El 17 de julio, si Dios quiere.

– Creo que Dios querrá.

Conesal se sumió en cálculos mentales ante la mirada beatífica y casi cariñosa de Puig, S. A.

– No paras de pensar, Lázaro, es que no paras.

– Lo sabes de buena fuente.

– La fuente.

– ¿Del propio Pujol?

Puig asintió. Se incorporó y posó su mano en la rodilla de la pierna levantisca del otro.

– Te dejo, chico, y cálmate. Ésta es tu noche. Esta noche serás como el Rey de Suecia. En cuanto a lo de las elecciones anticipadas, tú ya sabes que yo formo parte del círculo de empresarios de confianza de Pujol y hace tiempo que se lo decíamos: manda a hacer puñetas a los socialistas, Jordi, que ya ni te sirven ni nos sirven para nada. Ésos son unos muertos y unos gafes. No saben ni hacer trampas.

Ya a solas, Conesal recupera el original y consigue sumergirse en una lectura sesgada, cada página leída en diagonal, deteniéndose cuando le sorprenden alguna situación o frase. Pero no están dispuestos a dejarle a solas y esta vez es la voz de Hormazábal la que le impone la necesidad de verle inmediatamente.

– ¿Por qué?

– Por razones obvias. Creo que todavía somos socios.

– Si tú lo dices… Sube.

Y Hormazábal se apodera del living y no le quita ojo al montón de folios que yace sobre una mesita de centro.

– ¿Todavía leyendo?

– Leer una novela es lo más previsible que hay. Lees página sí y página no hasta la cincuenta. Luego te lees el final y vas avanzando la lectura, dos páginas sí, dos páginas no, para retomar el final. Ya está.

– Toda una teoría. Pero no es de novelas de lo que quiero hablarte. Corren ya informaciones, más que rumores, sobre el batacazo que te va a dar el Banco de España. Creo que es una información que deberías compartir con tu socio.

– Sospecho que esa información la dominas mejor tú que yo. El gobernador se ha demostrado tan conocedor de mis actividades que sólo gente muy próxima a mí podría haberle informado.

– ¿He de ser yo, precisamente?

– ¿Por qué no? Regueiro Souza, por ejemplo, se cae conmigo y con los socialistas. Pero tú te has salvado a tiempo. ¿Qué te han dado? Tengo una gran curiosidad por conocer el precio de mi cabeza, ¿qué te han dado a cambio?

– Los trueques nunca son tan nítidos. Tu cabeza ya no le importa nada a nadie y tu capacidad de maniobra tú mismo la has autoanulado pasándote de listo. Creo que te has creído un hombre de negocios de película o de novela.

– ¿Te crees a salvo? En veinticuatro horas te puedo dejar para el arrastre.

Hormazábal ríe con discreta contención y prosigue el duelo de mordeduras visuales con Conesal.

– Si te refieres a tus famosos dossiers, los que pudieran afectarme, los tengo neutralizados.

Ahora es Conesal quien sonríe abiertamente, pero los ojos de Hormazábal no vacilan, presienten un farol.

– ¿Seguro?

– ¿Qué?

– ¿Que tienes mis dossiers neutralizados?

– Seguro.

– ¿También el asunto de la ruina de tu cuñado, del hermano de tu mujer? ¿Cómo le sentaría a Alicia la evidencia de que su propio marido envió a la mierda y al suicidio a su hermano?

Hormazábal ha puesto la cara impenetrable y piensa. De momento no necesita responder con rapidez, pero Conesal es consciente de que tiene un buen bocado entre los dientes.

– Y si no te importa la que pueda armarte Alicia, ¿qué pensarán tus hijos que idolatraban a su tío?

Es un suspiro a presión lo que Hormazábal deja en la habitación al iniciar la marcha, dar la espalda a su socio y de cara a la puerta preguntar:

– Mis hijos tienen la inteligencia fría. Todos los jóvenes inteligentes de hoy tienen la inteligencia fría. Es una hornada. Pero, en cualquier caso. ¿Es negociable?

– Hoy no. Mañana será otro día. En cualquier caso arréglate como puedas, pero en una semana quiero ver tu nombre borrado de todos los documentos que todavía nos unen.

– Lo de mi nombre es fácil. Tú lo tienes más difícil. ¿De cuántos documentos te gustaría borrar el nombre?

¿De cuántos documentos le gustaría borrar el nombre? De ninguno. Le gustaba asumir su condición de vencedor acorralado y finalmente triunfador cuando todo el mundo quedara salpicado y la venganza de Lázaro Conesal pasara a la historia de las catástrofes morales del país. Una firma en un documento le separaba de un proceso lógico que empezaba a parecerle anticuado, necesariamente sustituible por la agresividad sin retorno. Le habían forzado pero se sentía a gusto en el nuevo papel. La novela que tenía entre las manos se convertía en una entidad abstracta irreal y empezó a tomar notas sobre cosas por hacer, junto a otros referentes a pasajes de la lectura. Escribió Ouroboros y rodeó la palabra con un círculo, pero a la puerta llamaba cualquiera y ahora se presentaba escotada, arrugada, policrómica, encantadora, la señora Puig.

– Dos minutitos, Lázaro, dos minutitos.

Pero fue un cuarto de hora de explicación de las virtudes de la novela de su protegido, un tal Sagalés, una novela que no se podía leer en diagonal porque siempre te parecía estar en la misma secuencia.

– Es una novela en la que los personajes tardan veinte páginas en subir una escalera y cuando orinan parece como si tuvieran próstata literaria.

No le había gustado el comentario a la Sociedad Anónima de Puig y tal como vino se fue entre caracoleos, supuestas complicidades, afinidades compartidas. Decididamente no seguía leyendo la novela y la depositó otra vez en la caja fuerte antes de contestar al teléfono. ¿Andrés Manzaneque? ¿Y ése quién es? Pero la situación empezaba a divertirle y animó alegremente al recepcionista.

– Que suba y a partir de este momento, hasta las doce en punto de la noche, que suba quien lo pida.

Manzaneque iba disfrazado de un escritor que le sonaba, le sonaba como escritor y como maricón inglés paridor de frases oportunas: Lo más profundo del hombre es la piel, por ejemplo. Manzaneque era más cursi que un guante. Cursi garabateó sobre la hoja llena de anotaciones y bebió su segundo whisky doble al tiempo que le ofrecía algo al joven.

– Esta noche sólo podría beber ambrosía.

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