Más tarde me enteré por mi hermana de que tomaba tranquilizantes, y un día en que pasaba a visitar a mi madre, mientras iba subiendo las escaleras, oí que Berta, excedida, aullaba de indignación: Me tiene harta con su dichoso fotón polarizado. Yo me casé con un hombre, o con un fotón polarizado. No habla de otra cosa. Ah. aquí está
Carlitos. ¿No tengo razón, Carlitos? ¿Viste en qué se ha convertido mi marido? Mi hermana, paciente, sacudía la cabeza y trataba de calmarla mientras Berta, que había agarrado la costumbre de cruzarse todos los atardeceres a tomar el aperitivo, volvía a servirse un poco de whisky y unos cubitos de hielo, haciéndolos repiquetear en el vaso con sacudidas nerviosas. Desde luego, lo del fotón polarizado era un ejemplo entre muchos otros, un detalle adverso que le servía para desvalorizar a la vez al mundo y a su propia persona. Cada uno de esos detalles, deduje de los reproches exasperados de Berta, le confirmaba a Mauricio, o a lo que estaba empezando a quedar de él, la futilidad sórdida y al mismo tiempo enigmática de las cosas. Desde luego, al tiempo dejó de trabajar, y de no haber sido por Berta, que tenía una perfumería, hubiesen terminado en la miseria. Al anochecer, después de cerrar el negocio, y de comprobar que todo estaba en orden en su casa -que "Mauricio" no se había suicidado por ejemplo, o no había provocado un incendio en un momento de depresión- Berta se cruzaba a casa de mi madre para tomar un par de whiskies con mi hermana y tenernos al tanto de la evolución de Mauricio. Lo que iba quedando de "Mauricio" ya casi ni salía a la calle y, peor todavía, ni siquiera se lavaba ni se vestía; apenas si lograba salir de la cama a media mañana para pasearse por la casa en pijama, chancletas y una barba de cinco o seis días, suspirando y sacudiendo la cabeza con desaliento, espiando la calle por la franjita vertical de vidrio desnudo que quedaba entre el marco y la cortina blanca un poco más angosta que la ventana. Da lo mismo ser gordo o flaco, joven o viejo, lindo o feo, hombre o mujer, accidentes que no tienen la menor importancia, pero una tarde iba por San Martín hace dos o tres años, y me topé con un gordo todo sucio, bastante pelado, y con una barba de por lo menos cinco días, que llevaba en la mano un portafolio raído y que me encaraba en la vereda con movimientos indecisos y lentos, y una sonrisa apagada en los ojitos enterrados en grasa. Demoré un buen rato en darme cuenta de que tenía ante mí lo que quedaba de Mauricio, y que las capas adiposas que lo envolvían parecían la acumulación malsana de las substancias mortales que, desintegrándose, su propio ser secretaba. Con una voz que se había vuelto aflautada y muchos movimientos injustificados de entrecejo, me largó durante diez minutos una serie de incoherencias y sobreentendidos, un naufragio de conversación del que quedaron flotando, igual que astillas inconexas de sentido, expresiones tales como fotón polarizado, principio de identidad, relación causa-efecto, organización superior nouménica en oposición a la ilusión fenoménica, materia y antimateria, complementaridad de contrarios, protocolo experimental, conjuntos borrosos, que a veces subrayaba con un golpecito al portafolio raído, para sugerir que en el interior se encontraban las pruebas de sus afirmaciones. Lo más molesto no eran sus incoherencias, sino los sobreentendidos que las acompañaban, las frases entrecortadas que nunca llegaban al final y de las que el predicado parecía ser la mirada de connivencia ansiosa que me dirigía. Cuando por fin decidió irse me quedé un momento parado en la vereda, un poco perplejo por su aparición extraña, de la que todavía quedaba como un residuo impalpable en la vereda vacía, tratando de reconstruir, por debajo de su obesidad actual, espesa y diforme, debida a la acumulación sebácea que sin duda se infiltraba también por los intersticios de su cerebro, el "Mauricio" que creía conocer y que, sin dudar un segundo de que el puente del Carcarañá estaría en su lugar cuando el colectivo verde de Rosario tuviese que pasar por encima, se calaba en su asiento con el café dulce y caliente en una mano y la novela de Chandler en la otra. Que tenía como se dice una baldosa floja no presentaba la menor duda, aunque una vez más habría que ponerse de acuerdo sobre el vocabulario, ya que en todo caso entre "Mauricio" y lo que quedaba de él había cierta continuidad, cierta persistencia en el orden de sus preocupaciones, que lo volvía un poco más respetable que tantos otros que, en este mismo momento, consideran como enemigos públicos o como adscriptos al no ser a los que no usan pañuelos de Cacharel o no son capaces, para que a nadie le quepa la menor duda de que han sido ellos, de hacerle un collar de quemaduras de cigarrillos a una mujer embarazada, antes de violarla y tirarla viva al río desde un helicóptero. Lo cierto es que unos meses más tarde "lo que quedaba de Mauricio" empezó sus temporadas en el manicomio. Berta, a la hora del aperitivo, que duraba cada vez más y que al cabo de un tiempo terminó obligándola a una cura de desintoxicación, le iba contando los detalles a mi hermana que, cuando yo iba a visitarla, me los transmitía. Berta le había dicho, me dijo mi hermana, que con Mauricio en el manicomio se sentía más tranquila por los chicos, y que durante años no se había dado cuenta de nada, aparte de que siempre estaba preocupado y melancólico y tenía ideas fijas, como la del fotón polarizado o la de los conjuntos borrosos por ejemplo, o había que obligarlo a afeitarse y a bañarse y a salir a la calle -que me cuelguen si no conozco el problema. Nada iba como Berta hubiese deseado que fuera cuando se casó con él, y ya jugar al ajedrez con cuatro adversarios a la vez era una rareza según mi hermana; qué necesidad tenía de andar demostrando que era tan inteligente, me dijo, y cuando le contesté que Mauricio lo hacía tal vez con intenciones pedagógicas, para enseñarle el juego a los que lo dominaban menos que él, mi hermana no pareció demasiado convencida de que se trataba de eso; nada iba como debía andar, según ella, pero Berta decidió hacerlo internar cuando se enteró de lo más grave: Mauricio pretendía que ciertos personajes de las series televisivas americanas le hablaban directamente a él, con un código secreto.
Si hay algo en este mundo que nunca despertó el menor interés en Mauricio, ese algo es el cine y más tarde la televisión; cuando éramos chicos, no había forma de hacerlo ir al cine, y las veces que lo lográbamos debíamos soportar sus resoplidos impacientes y sus comentarios escépticos durante toda la proyección -él, que leía montones de novelas de aventuras, policiales y de cowboys, no aguantaba las mismas peripecias en versión cinematográfica. Todo el mundo conocía su aversión por las imágenes y Berta más que nadie que, si quena ir al cine de tanto en tanto, tenía que venir a pedirle a mi hermana que la acompañara, y que tuvo que comprar ella misma, contra la oposición obstinada de Mauricio, un televisor para ella y los chicos, de modo que cuando empezó a notar que Mauricio se interesaba de manera evidente por dos o tres series americanas se alegró, pensando que el interés de Mauricio por el mundo renacía -Berta, igual que muchos otros, es incapaz de hacer una distinción clara entre el mundo y la televisión. La impaciencia con que Mauricio esperaba sus series americanas, consultando todo el tiempo el reloj y agitándose por temor de perdérselas o de agarrarlas empezadas, acrecentó en Berta la esperanza de que Mauricio volviese a la normalidad según mi hermana, y cuando observó que miraba las series con un lápiz y un cuaderno en el que hacía anotaciones misteriosas, pensó que la inteligencia de Mauricio, siempre atenta a las cosas más diversas e inesperadas y que pasaban desapercibidas para el resto de los mortales, estaba otra vez en funcionamiento, como cuando ella lo había conocido. Una de las series que miraba con mayor interés pasaba en una comisaría de Nueva York, según mi hermana, una comisaría en la que había policías blancos y negros que se querían mucho entre ellos y se hacían bromas todo el tiempo -a los que fabrican esas series les importa un rábano que revienten todos los negros, si son blancos, y todos los blancos, si son negros, o la humanidad entera sea cual fuere su color si su existencia podría impedirle a ellos llenarse los bolsillos, pero si hay al mismo tiempo negros y blancos en una serie tienen la posibilidad de duplicar el número de consumidores- y a Berta, según mi hermana, empezó a intrigarla el hecho de que Mauricio prestaba mucha atención y anotaba con cuidado lo que decían dos personajes secundarios, uno blanco y otro negro, del tipo "de los que discuten siempre y se llevan mal en apariencia pero en el fondo se quieren mucho y estarían dispuestos a sacrificarlo todo uno por el otro". Según mi hermana Berta pensó al principio que Mauricio, o lo que iba quedando más bien, que en los tiempos en que era todavía "Mauricio" tenía mucha habilidad manual y admiraba a los inventores, estaba trabajando en algún proyecto destinado a mejorar desde un punto de vista técnico los televisores, pero un día en que Mauricio dormía la siesta y ella estaba limpiando el escritorio, se topó con el cuaderno guardado en un cajón y no pudo abstenerse de echarle una ojeada, esperando encontrarse con anotaciones de orden técnico o con ecuaciones, pero únicamente halló un montón de frases inconexas, de lo más banales, que poco a poco empezó a reconocer como las réplicas clásicas de los personajes de la serie, que usaban siempre fórmulas estereotipadas para diferenciarse unos de otros, algunas de las cuales se habían hecho célebres y todo el mundo las conocía y las repetía y que, sometidas en el cuaderno de Mauricio a una serie de marcas, cortes, divisiones silábicas, eran después transpuestas entre paréntesis y analizadas en largos desarrollos explicativos, perfectamente incomprensibles, de los que sobresalían, de tanto en tanto, el sempiterno fotón polarizado, la organización superior nouménica en oposición a la ilusión fenoménica, y los conjuntos borrosos. Igual de furiosa que si hubiese descubierto en su bolsillo una serie de postales pornográficas, me contó mi hermana, Berta fue derecho a sacudir a Mauricio para pedirle explicaciones, obligándolo a despertarse y a salir de la cama, lo cual no debe haber sido fácil si se tiene en cuenta la cantidad de somníferos y tranquilizantes que Mauricio, o lo que quedaba de él, venía tomando desde hacía años. Me dijo mi hermana que Mauricio, antes de contestar a las preguntas de Berta, fue a la ventana -viven en una planta alta- que da a la calle, miró un poco los alrededores y después fue hacia la puerta del dormitorio que daba a un pasillo y luego de verificar que nadie escuchaba la cerró y le contó a Berta, en voz baja y haciéndole prometer que guardaría su secreto, que los dos personajes de la serie recibían instrucciones secretas de Nicolás Bournaki, una asociación secreta francesa con ramificaciones internacionales y que, habiendo elaborado un código hecho de frases aparentemente banales, transmitían a los especialistas del mundo entero los últimos descubrimientos relativos a los principios fundamentales del universo, tales como la relación causa-efecto, los conjuntos borrosos, la materia y la antimateria y, sobre todo, me dijo mi hermana que le dijo Berta, en razón del comportamiento extraño de los fotones polarizados, de la organización superior nouménica en oposición a la ilusión fenoménica. Estas revelaciones son las que llevaron a lo que quedaba de Mauricio a la primera de una larga serie de temporadas en el manicomio, lo que hizo sentir a Berta, según mi hermana, más tranquila por los chicos.