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– Te estaré esperando -dijo-. Ya sabes que aquí queda elixir suficiente para todos.

Destapó el pomo. Por la estancia se esparció un extraño olor a violetas y a fuego de encina. Se llevó la panzuda botella a la boca, dando un pequeño trago.

– Con un sorbo basta.

Volvió a cerrar el frasco y me lo dio. Echó su capa sobre el suelo, frente a la chimenea encendida, y se sentó sobre ella. Se abrazó las piernas y apoyó el mentón sobre las rodillas.

– Se está bien aquí -dijo, soñadoramente, contemplando el fuego-. Os echaré de menos. Gracias por estar a mi lado. Antes y ahora.

Enseguida pareció adormilarse. Se inclinó hacia atrás, tumbándose sobre el suelo cuan larga era:

– Es un viaje muy dulce… -murmuró. Fue lo último que dijo. Después se durmió, o se murió, o se fue. He permanecido junto a ella durante horas. Sin llorar. Escuchando el zumbido del interior de mis oídos. Ahora, a la caída de la tarde, para no llamar la atención, las Buenas Mujeres, Guy y yo hemos salido para arrojar el cuerpo, o la cáscara vacía de Nyneve, al río que pasa por detrás de la torre, al pie de la colina. Mi pequeño gigante ha acarreado con facilidad a mi amiga. O al espejismo de mi amiga. Un espejismo que pesa, sin embargo. Y que empieza a ponerse rígido. Ahora estamos en la ribera y Nyneve yace sobre el suelo, a mis píes. Cae la tarde con la abrupta rapidez de los primeros días del invierno y el aire está tan gris como el agua del río. Por aquí la corriente es rápida y profunda; unas cuantas rocas, junto a la orilla contraria, crean pequeños remolinos espumosos. La vida: un relámpago de luz en la eternidad de las tinieblas. Niños ciegos jugando a perseguirse alrededor de un pozo. Aprieto por última vez la mano yerta de Nyneve y luego envuelvo el cuerpo en la capa. Ayudada por las Buenas Cristianas, arrojo el bulto, la cáscara vacía, la apariencia de mi amiga, a la corriente tumultuosa. Al caer, salpica. El agua está helada. El cuerpo da unos cuantos tumbos, se hunde, vuelve a emerger, desaparece flotando cauce abajo. Rugen las aguas bravas, truena el río al estrellarse contra las rocas de la orilla opuesta. Hace tanto ruido que me impide escuchar el ale-gre bisbiseo de las palabras de Nyneve en Avalon.

Una hilacha de claridad entra por la tronera de la torre. El tiempo se me acaba: está amaneciendo. La pluma chirría sobre el pergamino y casi he terminado el pocillo de tinta. Me arrebujo en la manta de pelo de cabra: el fuego se ha apagado y hace frío, aunque el antiguo laboratorio de Nyneve, que es el lugar en el que me encuentro, esté orientado hacia el Sur y sea uno de los cuartos más abrigados de la fortaleza. Estiro la mano y rozo con la punta de los dedos el airoso caballito de hierro que me hizo León. Aparte de mis armas y de mi libro de todas las palabras, fue lo único que me llevé de Montségur. Las patas del animal se mueven y tintinean con un ruido ligero como de vidrios rotos. Mi amado León: estoy tan aliviada de saberte vivo. Hace una semana llegó hasta nuestra torre un faydit. Venía disfrazado de monje y, de primeras, nos dio un buen susto. Pero cuando aparecieron las Perfectas, el hombre las saludó con el melhorier cátaro. Le acogimos en nuestra fortaleza y pasó con nosotros un par de días; bajo los hábitos llevaba una espada resplandeciente, una armadura entera. Era un caballero vasallo del antiguo vizconde de Trencavel; venía buscando a su mujer y sus hijas, a quienes había perdido durante la guerra y la represión de la posguerra. Había oído hablar de nuestro refugio, y se acercó para ver si aquí encontraba a su familia. Para eso y para advertirnos:

– Vuestra existencia es demasiado notoria… Me topé con un contingente de cruzados como a tres o cuatro jornadas de aquí. Están limpiando la zona, y me temo que vendrán hasta este baluarte… Debéis iros cuanto antes.

Lo intentamos, Dios sabe bien que lo intentamos; pero una de las Buenas Mujeres estaba enferma y tuvimos que esperar a que se repusiera. Cuando quisimos partir, resonaban ya. los atabales de guerra; casi nos dimos de bruces con los cruzados, que habían establecido un amplio cordón en torno a la torre, de modo que tuvimos que regresar a todo correr a la fortaleza. Y aquí estamos ahora, como ratones atrapados en la ratonera. En el final de todo.

Antes de marcharse, sin embargo, el faydit me hizo el mejor regalo de mi vida. En su empeño por encontrar a los suyos, el hombre había estado recabando información por todas partes y tenía más o menos localizadas diversas comunidades de vencidos, pequeños nidos clandestinos de faydits o de cátaros, como el nuestro.

– Sé que unos cuantos han buscado asilo en el Reino de Navarra… -explicó-. Tengo noticias de un grupo de occitanos y Perfectos que llegaron al valle de Baztán… Les conducía un tipo grande y fuerte que llevaba a una enana sentada sobre los hombros. Era una comitiva un tanto extraña: me han dicho que entre ellos también iba un hombrecillo feo como un demonio con todo el cuerpo dibujado con tinta. Pero eran bastante numerosos, y quizá mi familia esté con ellos… Si no las encuentro antes, iré hasta Navarra, hasta el Baztán. Allí han acogido bien a los cátaros, a quienes conocen con el nombre de agotes.

De manera que León se ha salvado. Él, y también Violante, y Filippo, y espero que Alina y los demás. Me sentí muy feliz al saber que está vivo y en lugar seguro, pero esa alegría fue enseguida devorada por el desasosiego, por la necesidad que mis manos tienen de tocarle y mis labios de besarle. Qué extraños somos los seres humanos: en cuanto logramos aquello que tanto ansiábamos, aquello por lo que hubiéramos dado nuestra vida entera, ese objetivo deja de sernos suficiente y pasamos a anhelar otra cosa más. Ahora yo moriría por poder volver a abrazar a León. Y sé que es imposible.

La débil luz del día se va colando por el estrecho tajo de la tronera como un reguero de agua sucia que va inundando el aposento poco a poco. La mayor parte de las velas se han consumido y apenas quedan tres o cuatro mechas aún encendidas haciendo bailar sus sombras en las paredes. Tengo miedo de la oscuridad, pero tengo más miedo de la luz. Porque con ella volverán los cruzados. Durante toda la noche, los cantos y los rezos de las Buenas Mujeres me han acompañado desde la estancia contigua. Les he ofrecido el Elixir Ambarino, pero han decidido no tomarlo. Quieten dar testimonio de su fe y prefieren el martirio. Ellas creen en su Dios; yo, que el Señor me perdone, prefiero creer en la dulce Avalon. En una isla de gozo en un mar de tormentas.

No he dormido en toda la noche, pero estoy más despierta, más alerta que nunca. La premura del tiempo que se acaba llena de intensidad estos instantes, hasta el punto de que me siento mareada, como borracha, embriagada por la aguda conciencia de estar viva. Tengo cuarenta años; soy mayor que mi madre cuando murió, mayor que mi abuela, mayor que la mayoría de los hombres y mujeres de este mundo que ya han regresado al polvo del que salieron. ¿Por qué cuesta tanto morir, si no cuesta nacer? He visto cosas maravillosas. He hecho cosas maravillosas. Los días se han deshecho entre mis manos como copos de nieve. Qué poco dura el sueño de la vida. En la clarividencia de esta madrugada, me parece sentir el agitado y amontonado aliento de todos los que vinieron antes y a los que nadie recuerda. El estruendo de los antiguos imperios al derrumbarse no resulta hoy mayor que el crujido de este pergamino sobre el que estoy escribiendo.

Acabo de darle el elixir a Guy. Dado su tamaño sobrehumano, le he hecho tomar tres sorbos. Estaba durmiendo y le he despertado. Canoso y calvo, con el rostro abotargado y estragado por la edad, mostraba sin embargo, en la somnolencia del duermevela, una inocencia puramente infantil. Este viejo es un niño, era mi niño. Es lo más cercano a un hijo que he tenido, como yo debo de haber sido lo más cercano a una hija que ha tenido Nyneve. Le desperté y le llevé mi caballo de hierro.

– Te lo dejo un rato para que juegues, pero tienes que tomarte esta medicina.

Se tragó el elixir sin rechistar. Siempre fue muy bueno. Medio dormido aún, empezó a jugar con el caballo, que le encantaba. No preguntó por qué le levantaba tan de noche, por qué tenía que beberse la pócima, por qué me quedaba junto a él. Nunca preguntaba nada, mi manso grandullón. Al poco, se recostó en el lecho y cerró los ojos. El caballito cayó al suelo y resonó como una campana sobre la fría piedra. Un redoble de despedida.

Me parece que oigo algo. Un rumor opresivo de cascos y de pasos, un vaivén de voces, el pesado chirrido de las máquinas de guerra. Ya están aquí. Los vellos se me erizan y un anillo de plomo me cierra el estómago. Un tumulto de ideas se aprieta vertiginosa y desordenadamente en mi cabeza: no tendré tiempo para despedirme de Wilmelinda y las demás Perfectas, hoy no será necesario sacar agua del pozo, no veré florecer las lilas que planté con tanto cuidado en la linde del huerto, no conoceré jamás la historia completa del Rey Transparente,…, aunque tal vez me la cuenten en Avalon. Lamento sobre todo no haber sido capaz de terminar mi libro de todas las palabras. Pero aún puedo añadir una más. La última:

Felicidad.

No me puedo creer que vengamos a este mundo para ser desdichados.

Soy mujer y escribo. Soy plebeya y sé leer. Nací sierva y soy libre. ¿No es hermoso todo lo que la vida me ha dado? Me siento en paz dentro de mis ropas de mujer y de mi pellejo recosido por cicatrices. Esto es lo que soy, y no está mal. Miro a través de la estrecha abertura de la tronera y veo las ramas del árbol pelado que Nyneve me mostró antes de marcharse. Pero ahora su corteza reseca y rugosa como piel de lagarto se hincha y aprieta con el tenaz empuje de las hojas nuevas. ¡Dios mío! Un puño de hierro golpea en el portón. Ásperas palabras nos conminan a rendirnos. Rechinan los hombres metálicos a nuestros pies, preparando el ariete. Súbitamente, una algarabía ensordecedora: los pájaros cantando al sol que se eleva. Pronto se marcharán las aves, huirán de las proximidades de la torre en cuanto comience la violencia y retumbe la puerta bajo los golpes. Pero no importa, volverán. Esto es sólo el invierno de nuestra historia.

Cantan las Buenas Mujeres sus salmos consoladores y yo me dispongo a tomar el elixir. Vuelvo a olfatear, al destaparlo, su aroma a flor y fuego. Brilla como una joya y sabe a leche dulce. Tal vez sepa así la leche materna. Contemplo el fabuloso castillo de Avalon dibujado por mi amiga en la pared. Estés donde estés, palacio de la felicidad, hacia allá voy. Pero un momento… ¡Un momento! Me parece que hay algo diferente en la pintura, algo que antes no estaba… Me inclino sobre el trampantojo, arrimo el último cabo encendido de la última vela… Sí, ahí está, claramente visible, inconfundible, asomada a la ventana principal del castillo mágico, destacándose entre las demás bellas damas de la corte, sonriendo y agitando una mano, como si saludara o me llamara. Ahí está Nyneve, una Nyneve joven y delgada de cabellera llameante. Un grato sopor cierra mis ojos; me parece sentir sobre los párpados los ligeros besos con los que León me ayudaba a dormir en las noches inquietas. Me marcho a la Isla de las Manzanas, me voy con Nyneve, y con Morgana le Fay, la bella y sabia bruja. Con Arturo, el buen Rey, que allí se repone eternamente de sus heridas; con la Hermosa Ju ventud, rescatada de la derrota y de la muerte. Pero no nos iremos muy lejos. Estaremos en las sombras que se deshacen cuando las miras de frente; en la inesperada brisa fría que, en verano, acaricia tu espalda sudorosa; en el poderoso zumbido de la vida que se escucha dentro del silencio de nuestras cabezas, en lo más profundo de lo que somos. Y regresaremos, y seremos millones.

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