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Mi padre muerto. Lo suponía, pero la certidumbre escuece. Algo me aprieta el pecho. Suelto un suspiro. Me gustaría poder decir que el rostro de mi Jacques se ha ensombrecido, que muestra un atisbo de emoción al recordar a la antigua Leola, pero lo cierto es que ni siquiera me ha nombrado y que habla con toda tranquilidad, sin alterar el gesto, porque para él este pasado perdido es una realidad próxima y constante, aJgo tan habitual como la aparición del sol por las mañanas. Ay, Jacques, mí Jacques… Aquí sigues, viviendo en la misma casa en la que te conocí. ¿No te moviste de tu pequeño rincón del mundo, siervo atado a la tierra? Si hubiera venido a buscarte aquí, te habría encontrado… Lo cierto es que fui yo quien huyó, yo quien se escapó. Quien se perdió. Las manos de Jacques están sucias y agrietadas, las uñas partidas, el cuello lleno de costras. El niño se pone en pie y, con paso incierto, se agarra pedigüeño a sus piernas. Jacques se inclina y le coge en brazos. Advierto que, al agacharse, mantiene la cerviz rígida, la posición forzada. Se mueve mal y tiene la espalda anquilosada.

– Es mi nieto -dice.

Su nieto. Dios bendito.

– ¿Cómo se llama?

Jacques frunce el ceño:

– Todavía no tiene nombre… -contesta con expresión turbada.

No, claro que no: por si se muere. Mueren tantos niños en el campo, mueren tantos hijos de siervos, cuando son pequeños. Se me había olvidado la dureza extrema de esta vida.

– Es muy guapo -digo, azorada, mientras le acaricio.

– Gracias, mi Señora. Sí que lo es… -contesta Jacques.

Y estrecha al pequeño entre sus brazos con ternura.

Ay, mi Jacques, mi Jacques. Respiro hondo y alzo la cabeza. Soy una dama y tengo que comportarme como una dama.

– Está bien. Gracias por la información… y toma, para tu guapo nieto.

He rebuscado en mi magra faltriquera y le doy un par de sueldos. Los ojos de Jacques se iluminan:

– ¡Gracias, mí Señora! Que Dios os bendiga…

Me despido con una leve inclinación de cabeza: tengo la garganta tan apretada que no podría articular palabra. Jacques sigue dándome las gracias y haciendo agarrotadas reverencias con su nieto en brazos. Que no es un niño guapo, sino cabezón, famélico, mugriento. Huyo de Jacques y de su gratitud, huyo de su servidumbre y su inocencia, y casi corro hacia donde mis acompañantes me están esperando, los pies ligeros y asustados, feliz de volver a escaparme, feliz de irme otra vez y, al mismo tiempo, con el corazón pesado como un plomo, cargado de una extraña sensación de culpa y de vergüenza.

Desde que terminó sus pinturas murales habituales, los bellos trampantojos que iluminan la austeridad de las paredes de la torre con un mundo de magnificencia y fantasía, Nyneve está sumida en un mutismo y una pasividad tan poco comunes en ella que me siento bastante preocupada. Es verdad que, para no llamar la atención, procuramos salir poco de la fortaleza y de las tierras que la circundan. De cuando en cuando nos acercamos a la posada para recabar las últimas nuevas, pero, aparte de eso, apenas pisamos el pueblo más cercano, que dista algunas leguas de nosotros. De manera que, por primera vez en muchos años, Nyneve no ejerce sus funciones médicas de sabia sanadora, salvo para nuestra pequeña comunidad. Aun así, hay infinidad de cosas que hacer: recoger leña para el próximo invierno, fabricar velas, cuidar de los pocos animales del establo, trabajar en la huerta. Ella colabora en todo, pero con aire ausente; y, en cuanto puede, se sienta en una banqueta frente a sus pinturas y se pasa las horas mustia y quieta, con la mirada perdida en el hermoso castillo de Avalon, que ahora está en primer término y en mitad del paisaje, con sus airosas torretas redondas, sus estandartes de brillantes colores flameando al viento, dibujado tan grande y con tanto detalle que incluso se ven las ventanas labradas y las damas que se asoman a esas ventanas, lindos personajes de recamados trajes y rostros diminutos.

Desearía poder sacar a mi amiga de su ensimismamiento y de su acidia, pero no sé cómo hacerlo. Yo también siento, en ocasiones, la tentación de la tristura, sobre todo cuando me pongo a pensar en León. Me desespera no saber qué ha sido de él, y me tortura imaginar que los cruzados le hayan atrapado. Que le hayan quemado vivo con los otros Perfectos. Incluso es posible que le cogieran cuando intentó escapar y que ie arrojaran a la pira colosal de Montségur. Quizá le estaba viendo arder, le estaba viendo morir, sin yo saberlo, cuando contemplaba aquella hoguera atroz. Me mareo, me asfixio, la boca se me llena de la espesa saliva de la náusea. No, no puede ser. Tengo que sacarme esta pesadilla de la cabeza. Sé que León está vivo. No sé por qué lo sé, pero es así. Tengo que aterrarme a esa esperanza.

La torre perteneciente al feudo de Wilmelinda es una pequeña pero sólida fortificación almenada situada al pie de un monte. Cuando llegamos, un feudatario con su mujer e hijos guardaba la torre para la familia. Reconocieron a Wilmelinda y nos agasajaron y acogieron. Pero una mañana, pocos días después, nos levantamos y descubrimos que estábamos solos: el caballero y los suyos se habían marchado, sin duda temerosos de ser atrapados junto a las Buenas Mujeres.

– Corremos el peligro de que nos delaten -me preocupé.

– No creo -dijo Wilmelinda-. El caballero está atado a mi familia por el juramento de lealtad. Y, además, le conozco, es un buen hombre.

Como desde entonces han transcurrido varias semanas y no ha pasado nada, supongo que Wilmelinda está en lo cierto. Loado sea Dios.

Y loado sea también por esta tarde tan tibia y tan hermosa. Estamos a principios de verano y aquí, en la montaña, el aire es luminoso y huele a miel. Qué plácido, qué sereno parece el mundo aquí y ahora. Con las sayas arremangadas y sujetas al cinto, trabajo en nuestro huerto. Heme aquí, tantos años después, doblando de nuevo el espinazo sobre la tierra, arrancando malas hierbas, plantando cebollas y rizadas matas de guisantes, sintiendo cómo el sudor resbala por mis sienes y cae sobre los bancales. Mis conocimientos campesinos nos han venido muy bien y, para mi sorpresa, siento un extraño placer, una calma balsámica, al destripar terrones con mis manos y fatigar mi cuerpo en estas labores que antaño detestaba.

– ¿Sigues escribiendo tu libro de palabras?

La pregunta de Nyneve me sorprende. Me enderezo y la miro. Mi amiga, que también está trabajando en el huerto, descansa apoyada en la azada.

– Sí. ¿Por qué?

– Porque quería regalarte una palabra. La mejor de todas.

– ¿Ah, sí? ¿Cuál es?

– Compasión. Que, como sabes, es la capacidad de meterse en el pellejo del prójimo y de sentir con el otro lo que él siente.

– Sí, me gusta. Pero ¿por qué dices que es la mejor?

– Porque es la única de las grandes palabras por la que no se hiere, no se tortura, no se apresa y no se mata… Antes al contrario, evita todo esto. Hay otras palabras muy bellas: amor, libertad, honor, justicia… Pero todas ellas, absolutamente todas, pueden ser manipuladas, pueden ser utilizadas como arma arrojadiza y causar víctimas. Por amor a su Dios encienden los cruzados las piras, y por aberrante amor matan los amantes celosos a sus amadas. Los nobles maltratan y abusan bárbaramente de sus siervos en nombre de su supuesto honor; la libertad de unos puede suponer prisión y muerte para otros y, en cuanto a la justicia, todos creen tenerla de su parte, incluso los tiranos más atroces. Sólo la compasión impide estos excesos; es una idea que no puede imponerse a sangre y fuego sobre los otros, porque re obliga a hacer justamente lo contrarío, te obliga a acercarte a los demás, a sentirlos y entenderlos. La compasión es el núcleo de lo mejor que somos… Acuérdate de esta palabra, mi Leola. Y, cuando te acuerdes, piensa también un poco en mí.

Hoy es el primer día de verdadero calor y el sol del mediodía calcina la tierra. Cantan las cigarras su monótono canto y un cielo blanquecino y sofocante pende abrumador sobre nuestras cabezas. Compasión: capacidad para sentir el sufrimiento del otro, el miedo del otro, la necesidad del otro. Entendimiento profundo del dolor de los demás que sólo se consigue tras haber entendido el dolor propio.

Por eso León es como es.

Chirría la pluma sobre el pergamino, como una cigarra más, en el silencio de la temprana tarde. A mi lado, el basilisco se rebulle agitado en el interior de su velada jaula. Siento pena de él. Siento, justamente, una gran compasión. Todos los días le doy de comer y de beber, pasando las viandas por debajo del paño. Y todos los días llevo varias veces!a jaula al exterior y ¡a tumbo con cuidado sobre la tierra, para que la criatura pueda hacer sus necesidades a través de los barrotes sin tener que destaparle. Pero León le sacaba de la jaula todos los días, y ahora vive en un constante encierro, en la soledad de su penumbra eterna.

Gruñe el basilisco, o más bien gime. Hoy se encuentra especialmente nervioso. Debe de ser este calor. Estiro la mano y toco la jaula. La criatura se aquieta. Pobre bicho. Meto un dedo por debajo del lienzo, entre los barrotes. Algo cálido y suave se frota contra mí. Y una lengua rasposa lame mi piel. ¿Qué puede pasar si le dejo libre? ¿De verdad va a fulminarme con la mirada? León decía que ya le había extraído gran parte de su malignidad… Y, además, yo no sé si creo de verdad en la capacidad mortífera de los basiliscos.

El pequeño cerrojo de la jaula se abre con un sonido rechinante y leve. Dios mío, ¿qué he hecho? Mis dedos han actuado antes que mi cabeza. Retiro la mano y me quedo contemplando el bulto tapado de la jaula. Estamos muy quietos, el basilisco y yo. Ni un movimiento, ni un ruido. De pronto, un roce, un chasquido, un susurro. El paño se hincha y se mueve, empujado por la puerta de la jaula al abrirse. Y enseguida aparece un nuevo bulto, una protuberancia redondeada. Que debe de ser la cabeza del monstruo. Pero ¿qué he hecho? ¿Y si, después de todo, fuera cierto que el aojo mata, y si el basilisco es verdaderamente un ser maligno y me fulmina? El bulto va moviéndose por debajo del paño hacia su borde… Va a salir. Va a aparecer. El monstruo sacará a la luz su horrible cabeza y me aniquilará con la mirada.

Es blanco y rojo y marrón y negro. Tiene unos colores extrañísimos pero, por lo demás, a mí me parece que es igual que un gato. Clava en mí sus penetrantes ojos amarillos y yo me estremezco, porque los reconozco. Son como los de aquel enorme jabalí que encontré en mi primera noche a!a intemperie, unos ojos salvajes e indomables, una mirada sabia y montaraz que araña como las púas de los espinos y que trae un aroma a lluvia y a brezo. No temas, no voy a hacerte daño, me dicen estos ojos candentes: somos criaturas similares, seres anormales y perseguidos. Brinca de repente el basilisco o lo que sea, saliendo de su jaula y cruzando la estancia en un suspiro. En cuatro saltos se ha plantado sobre el poyete de la ventana abierta. Se detiene un instante, gira la cabeza y me mira de nuevo. León está vivo y me voy con él, pienso que me dice gracias por soltarme. Y desaparece en el vasto mundo, una mancha fugaz iluminada por la cegadora luz del sol, una brillante vibración de color rojo y marrón y blanco y negro.

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