– ¡Guy! Ánimo… Ya falta poco… Estoy aquí.
Aparece ante mí atado como un fardo y con una acongojada cara de enfado. Me echo a reír: deben de ser los nervios los que me provocan esta hilaridad fuera de sitio, pero mi risa actúa como un bálsamo con Guy, que también sonríe y se tranquiliza.
– Te dije que era como un juego…
Le ayudo a desprenderse del arnés y a entrar en el corredor, que ocupa entero con su enorme cuerpo. Aguardamos unos momentos más, hasta que la siguiente Buena Cristiana es descendida, y entonces echo a caminar por el pasadizo, agarrada a la soga que hay prendida a la pared para no perderme. Detrás de mí, muy cerca, Guy resopla y refunfuña.
El camino baja y baja, en empinada cuesta, por una senda a veces de roca viva, a veces arenosa, que discurre entre grutas y cavernas naturales. El pasadizo es, en general, bastante amplio, mucho menos agobiante de lo que imaginaba, y en un par de ocasiones salimos a cuevas tan grandes que los sonidos reverberan y la luz de las velas limita con una negrura interminable; como en estos tramos las paredes se pierden, la soga va clavada al suelo. También tenemos que atravesar estrechos pasos, escollos que León ensanchó con esforzado acierto, porque Guy apenas consigue salvarlos tal y como están. Llevamos un buen rato bajando, pero ahora el suelo parece empezar a nivelarse. Según contó Violante, esto quiere decir que debemos de estar cerca de la salida.
– ¡Ssshhh! No hables alto… Y apaga esa candela.
Es León, que ha aparecido de repente entre las sombras. Apago la llama, como él me dice. Van llegando detrás de nosotros los demás, y a todos se les pide que extingan sus velas. Mis ojos empiezan a acostumbrarse a la oscuridad, o más bien a la penumbra, porque advierto que aún queda una bujía encendida en un rincón. A su débil resplandor compruebo que nos encontramos agrupados en lo que parece ser una gruta natural de mediano tamaño. Ahora llega Nyneve. Sí, estamos todos.
– Este es el final del pasadizo -susurra León-. Mirad esa pared de enfrente…, ese talud de arena que asciende hacia aquel agujero…, ¿lo veis? Ese hueco es la salida al exterior. Está tapado por un espeso matorral de retama… Pero de noche alguien podría ver desde fuera el resplandor de las velas.
Ahora observo que el hueco ai que se refiere León destella muy débilmente en la penumbra, con una especie de halo dífuminado y frío. Es la luz de la luna, sin lugar a dudas. Está casi llena, aunque por fortuna hay pasajeras nubes que apagan su fulgor.
– Ahora viene la parte más difícil -dice León-. Saldremos de uno en uno, en el orden que hemos acordado, todo lo deprisa que podamos… Enseguida, ya sabéis, os encontraréis en la pequeña plataforma de tierra… Cuidado con avanzar de frente, caeríais al precipicio. Recordad: hacia la derecha está el sendero que va por medía ladera y sube hacia la cresta del monte que hay detrás de Montségur… Según nos han dicho, es una ascensión difícil y muy peligrosa, prácticamente imposible en mitad de la noche. Hacia la izquierda está el sendero que desciende ladera abajo hacia el valle. Iremos por ahí. Pero mucho cuidado, no os equivoquéis, porque por la izquierda también se llega a la explanada donde está acampado el enemigo… Tenéis que tomar el sendero inmediatamente, nada más salir de aquí. Corred todo lo que podáis… No esperéis a nadie… Y no hagáis ruido.
– Espera -le digo-. Creo que sería mejor que todos echáramos antes un vistazo por el agujero de uno en uno, para tener una idea de la situación.
Menos León, Nyneve y Violante, que ya lo conocen, y Guy, en cuyo sigilo no confío, los demás subimos de modo sucesivo por el talud de arena y reptamos cautelosamente, con la barriga en el suelo, a través del agujero, hasta asomar la cara entre las ramas del matorral. Cuando me toca el turno siento el frío de la noche en las mejillas y mi vista se pierde en el profundo azul del valle frente a mí. Quisiera poder ser un gavilán para escapar volando sobre el abismo. La salida está en una pared casi vertical. Habrá que dar un salto o dejarse deslizar hasta el suelo. Un poco más allá, a la izquierda, algo que podría ser un sendero reluce con una blancura distinta entre las sombras. Por lo demás, no se ve nada, no se escucha nada. Regreso a la cueva.
– ¿Ya estamos todos? -pregunta León al cabo.
Nadie contesta.
– Está bien -digo en un susurro-. Vamonos. Que Dios nos acompañe.
Tengo la boca seca y un zumbido de sangre en los oídos. Esto es peor que un combate a muerte. Apagamos la bujía que nos quedaba y nos acercamos a tientas hacia la boca de la cueva. También a tientas, palpamos a los demás y nos ordenamos de acuerdo con el plan previsto. Veo el sólido cuerpo de León interponerse en el pálido fulgor de la entrada. Una sombra, un siseo de ropas y de ramas y luego nada. Ya ha salido. Luego, el pequeño bulto de Violante. Filippo. Alina. Una joven Perfecta. Vamos atravesando el agujero deprisa y fácilmente y ya me toca a mí. Asomo de nuevo la cabeza al gran vacío azul, pero ahora hay que seguir. Retiro las cimbreantes matas con cuidado y me dejo resbalar por la pared de roca hasta llegar al suelo. Los cuarzos me arañan la palma de las manos. El cátaro que me ha precedido está desapareciendo a todo correr por el sendero… y ahí, a la entrada del camino, descubro a León agazapado, esperando a que salgamos todos. El, que dijo que no había que esperar a nadie. A su lado, casi oculta por el corpachón del herrero, veo a Violante. En vez de ir hacia ellos, me vuelvo para ayudar a Guy. Que ya está en el agujero.
– ¡No puedo! -gime sonoramente.
– Ssshhh, calía-Dios mío, se ha encajado. Mi pobre gigante, asustado y patoso, se ha quedado trabado en la salida. Empieza a manotear y gimotear.
– No hagas ruido -le susurro angustiada-. Ahora te libero…
Pero él se retuerce como un cerdo en manos del matarife. León se levanta y corre hacia nosotros.
– ¡Alto! ¿Quién anda ahí? ¡Ayuda, por aquí! -grita alguien muy cerca, entre las sombras.
Las tripas se me aprietan. Nos han descubierto.
De un empellón, León vuelve a meter a Guy dentro de la cueva, y luego me alza y empuja a mí también por el agujero:
– Quedaos aquí y no os mováis.
Su mirada choca con la mía, se aferra a la mía. Veo destellar sus ojos en la penumbra, esos ojos grises y punzantes, insoportablemente intensos. Se escucha un tumulto de pasos y de voces, un entrechocar de armas y armaduras. Y León ya no está. Atisbo sus espaldas mientras se aleja: al pasar, alza a Violante de un manotón, la arroja como un fardo sobre sus hombros y desaparece a toda velocidad sendero abajo. E inmediatamente tengo que echarme hacia atrás, ahogar una exclamación, extender las retamas por delante de mí: la pequeña plataforma se ha llenado de soldados que llevan antorchas crepitantes. Sus cabezas están casi a la altura de la boca de la cueva. Gritan, dan órdenes confusas y unos cuantos se lanzan por el camino en persecución de León y los demás.
Muy lentamente, procurando no hacer el menor ruido, voy descendiendo por el terraplén hacia el interior de la cueva, donde mis compañeros me esperan espantados.
– Pero ¿de dónde han salido? -oigo decir a los cruzados.
– Explorad todo esto -ordena alguien.
Nyneve acaricia suavemente a Guy, que, por fortuna, permanece quieto y callado. Yo saco mi espada de su funda también muy despacio, para evitar el ruido; tendrán que pagar un alto precio de sangre para atraparnos, porque la entrada al pasadizo es tan angosta que sólo podrán franquearla de uno en uno. No hablamos, no nos movemos, apenas respiramos, agrupados en el interior de la cueva, mientras el tiempo va pasando y escuchamos el ruido de los pesados pies en el exterior, el golpe del metal contra las rocas, los gruñidos y resoplidos de los soldados. Es una espera agónica e interminable; no sé cuánto llevamos así, pero tengo todo el cuerpo agarrotado.
– No hemos encontrado nada, mi Señor… Han debido de descender por el risco desde Montségur.
– Tendrían que ser cabras para haber hecho eso.
– El Gran Macho Cabrío Satanás puede haber socorrido a sus servidores.
– Bien dices, Bertrand… Con los herejes nunca se sabe. Que Dios nos proteja de sus malas artes. Aun así, dejad vigilancia.
– Sí, mi Señor.
No nos han descubierto. Bendito sea Dios. Mis músculos están rígidos y helados y el cuerpo me duele como si me hubieran manteado. Me dejo caer al suelo con sumo cuidado para no hacer ruido; los demás siguen mi ejemplo y también se sientan. Vamos a dejar pasar un poco de tiempo, vamos a serenarnos y a permitir que el enemigo se tranquilice y se descuide, vamos a pensar qué podemos hacer. Hago señas a los demás: esperemos un poco. Ahora que me doy cuenta, advierto que veo mejor el rostro de los otros…, sus manos…, sus cuerpos…, los perfiles de la cueva. ¡Está amaneciendo! Una luz triste y lechosa penetra por el agujero y resbala por encima de las cosas. Sí, está amaneciendo… Probablemente tendremos que esperar aquí hasta que caiga de nuevo la noche. ¿Qué habrá sido de León y de los demás? Gritaría de preocupación y pena, pero debo controlarme y dar ejemplo. Aprieto las mandíbulas y mis muelas chirrían de tal modo que temo que los centinelas puedan oírme.
La luz se ha fortalecido lo suficiente como para permitirme ver el techo de la cueva, tiznado por una gruesa capa de hollín. La gruta ha debido de estar habitada en algún momento. Muchas hogueras han tenido que arder aquí dentro para manchar la piedra de ese modo. Vuelvo a sentir que me falta la respiración, que el corazón se me sale del cuerpo. Este techo me pesa, este techo me aplasta. Esta cueva es un sepulcro, es una tumba. La montaña nos ha devorado y ahora estamos todos atrapados dentro de sus entrañas minerales.
Un tenue gañido me sobresalta. Nos contemplamos los unos a los otros, intentando dilucidar quién ha sido. Vuelve a repetirse la queja ligerísima. Miro hacia la boca de la gruta, que es el lugar de donde proviene el ruido. A un lado, en la rampa de arena, hay un bulto oscuro, ahora claramente visible en la sucia penumbra. Asciendo con sigilo por el terraplén hasta llegar a él: por todos los santos, es el basilisco. O debe de serlo. Al menos es su jaula, cubierta por el paño habitual. León debió de arrojarla dentro de la cueva cuando me empujó para salvarme. Cubierto por su trapo, el basilisco gorjea suavemente. Me enternezco: sé bien lo que León aprecia a este pequeño monstruo. Rasco por encima de la jaula con mi dedo y el bicho enmudece.
Un estruendoso trompeteo rasga el aire y reverbera entre las montañas. Siento un escalofrío: es la señal de la rendición. El comienzo del fin. Las tropas cruzadas se disponen a entrar en Montségur. Estoy junto a la boca de la cueva y me arrastro un poco más por el talud hasta asomarme: en la plataforma sólo hay dos soldados. Les veo mirar hacia la explanada con curiosidad y desasosiego: