Cuentan que, envejecida y consumida por la amargura y el odio, y temiendo fallecer antes de haber podido cumplir su juramento de venganza, la Dama Negra retó a su hermano Pierre a un combate singular que pusiera fin a su larga historia de aborrecimiento mutuo. Y cuentan que el Barón, bastante mayor que Dhuoda e instalado ya en los primeros años de su ancianidad, aceptó sin embargo el reto, exasperado por la feroz persecución de la Du quesa y preocupado por pacificar y ordenar el feudo antes de transmitírselo a su primogénito. Además, Pierre había sido un notable guerrero y aún se mantenía, o creía mantenerse, en buena forma. Sus espías le habían informado de la decadencia mental y física de su hermana, y de todos modos nunca creyó que una mujer pudiera ser un contrincante peligroso.
Las negociaciones para la celebración del combate se prolongaron durante cerca de dos meses. Tenían que designar padrinos y jueces, escoger un terreno neutral, acordar armas, fecha, normas de lucha e incluso el número de guerreros y soldados que conformarían la comitiva de cada contendiente. Después de mucho discutir, los delegados de la Duquesa y el Barón convinieron que el encuentro sería en Beauville, antigua ciudad del feudo de Puño de Hierro pero ahora villa libre, justamente el lugar en el que Pierre intentó asesinar a su hermana, muchos años antes, por medio de una capa emponzoñada. Se enviaron emisarios a Beauville, se acordó un sustancioso pago a la ciudad por los inconvenientes y se fijó la fecha. Y luego sólo hubo que esperar a que llegara el día, mientras se bruñían los escudos, se engrasaban las cotas, se ajustaban los yelmos y se afilaban los odios y las armas.
El combate debía comenzar al despuntar el sol; era una lucha a muerte, por supuesto, y se celebraba en la intimidad. Los regidores de Beauvílle habían levantado un cercado de madera en la Plaza Nueva para evitar miradas indiscretas. Dhuoda y Pierre llegaron a la ciudad la tarde anterior, pero se las arreglaron para no verse. En la madrugada del día señalado, cuando el último soplo de la noche todavía inundaba el aire de negrura, los dos hermanos y sus acompañantes se dirigieron a la plaza. Cuentan que el silencio era opresivo, cuentan que sólo se escuchaba el restallar de la tierra escarchada bajo sus duros pasos. Llegaron al rectángulo de madera, donde ya les estaba esperando la corporación municipal. Dentro del vallado sólo pasaron los combatientes y sus padrinos, junto con el juez de la liza y los regidores de Beauville, que actuaban como notarios del enfrentamiento. Dhuoda y Pierre se situaron en sus posiciones, en el centro del cercado, y esperaron, porque la noche aún no había rendido su oscuridad al asedio del sol. La agitada luz de un par de hachones ponía reflejos de fuego sobre las armaduras, sobre el negro metal de la extraña coraza de la Duquesa, sobre el bruñido acero del Barón. Eran dos guerreros muy poco comunes, empezando por las lúgubres faldas de Dhuoda, que pendían por encima de sus calzas metálicas, y siguiendo por la escasa estatura de ambos, pues Pierre siempre había sido un hombre bajo y ahora la edad le había ido encorvando y menguando. Pero sus espadones desnudos tenían la medida justa de la muerte y eran tan grandes y temibles como el mandoble del caballero más fiero.
De pronto, un alboroto estalló en el aire helado: era el griterío de los pájaros, su frenética alabanza cotidiana al renacer del día. Cuentan que los hermanos se estremecieron, golpeados por la tensión y la inminencia del combate. Las sombras se retiraban rápidamente, como agua vertida que la tierra absorbe, y la luz se iba fortaleciendo por momentos. Unos instantes después, un resplandor rosado iluminó las casas de la plaza, cuyos pisos superiores asomaban por encima del cercado. Los padrinos apagaron los hachones. Y el juez ordenó que la justa empezara.
Se embistieron como carneros ciegos, tajando, amagando, golpeando, hendiendo. Eran buenos guerreros o lo habían sido, y durante largo rato pelearon con potencia y bravura, llenando el aire de un estruendo de golpes, de chasquidos de hierro y roncos bramidos de coraje y esfuerzo. A ratos la suerte parecía acompañar a Pierre, a ratos ¡a victoria coqueteaba con Dhuoda, pero ni uno ni otra conseguían rematar sus rabiosos ataques. El tiempo pasaba, el sol avanzaba por el gélido cielo y los combatientes se cansaban. Empezó a costarles levantar la pesada espada y sus movimientos se fueron haciendo cada vez más lentos, cada vez más torpes. Sin embargo, siguieron peleando. Cuentan que al empezar la tarde estaban ya tan agotados y tan debilitados por las heridas que no podían ocultar lo que eran: un caballero anciano y una mujer madura y enferma. Tropezaban, caían de rodillas con tintineo de lata, se ponían de pie con agónico esfuerzo apoyándose en la cruz de sus espadas. La sangre rezumaba de sus muchos cortes, formando un sucio barrillo bajo sus pies, y angustiaba escuchar el sonido acezante de sus respiraciones. Por encima del vallado, desde las ventanas de las casas de la plaza, racimos de vecinos atisbaban el enfrentamiento. Tal vez Brodel, el rebelde regidor Brodel, siga ocupando un puesto de responsabilidad en Beauville; tal vez fue él quien convenció a los demás para que el combate se celebrara en la ciudad. Tal vez quiso ofrecer a sus convecinos ese espectáculo ejemplar por lo absurdo y patético, dos viejos nobles envenenados de odio y matándose mutuamente poco a poco, sin elegancia ni épica, con toscos y extenuados mandobles.
Llegó un momento en el que ambos contendientes estaban tan exhaustos y respiraban con tantas dificultades que parecían a punto de colapsarse. Se detuvieron, una vez más, clavando la punta de sus espadas en la arena y apoyándose, tambaleantes, en las empuñaduras. Se contemplaron en silencio durante largo rato; y después, al unísono, arrojaron las armas al suelo y se aproximaron con andares lentos y precarios.
Cuentan que ambos combatientes, Dhuoda y el Barón, vestían armaduras hechas a la manera bretona, con el ristre afilado hasta convertirlo en un temible punzón, un aguijón de alacrán que les salía del pecho, por encima de la tetilla derecha. Y cuentan que, cuando arrojaron las espadas al suelo y se acercaron renqueando, Fierre se inclinó un poco, para que la altura de su ristre coincidiera con el busto de la Duquesa. Entonces se tomaron de los brazos y se estrecharon fraternalmente, quizá como nunca lo habían hecho. Y apretaron y apretaron, cada vez más juntos, cada vez más cerca, mientras los duros pinchos agujereaban las corazas, y traspasaban los coseletes de cuero, y rasgaban las camisas y después las carnes blandas y marchitas, los dos hermanos aferrados con desesperada ansia el uno al otro, los dos empujando, los dos resoplando, los dos partiéndose mutuamente el corazón en el definitivo abrazo de la muerte.
Ya están aquí. Primero llegaron los conejos y las liebres de patas ligeras, los zorros silenciosos, las bulliciosas aves, las torpes perdices de pesado cuerpo, todas las criaturas salvajes que huían del asolador avance de las tropas. Después vimos el polvo, como una nube baja de color parduzco pegada a la línea del horizonte. Luego oímos el ruido, un creciente rumor de mar o de tormenta, un sordo retumbar que acabó convirtiéndose en fragor. Y al cabo, cuando nuestros ojos ya lloraban y ardían de tanto contemplar el paisaje con ansiosa fijeza, el ejército enemigo apareció, como una lengua oscura, por encima del lomo de los montes, y se desparramó frente a nosotros, y eran en verdad millares, una masa negra y pavorosa iluminada por las manchas carmesíes de los estandartes y el chisporroteo de las armas al sol. Tomaron las alturas y se detuvieron, y comenzaron a redoblar tambores, a tocar las trompetas, a golpear los escudos con el puño de sus innumerables espadas, a gritar con toda la fuerza de sus pulmones, para amedrentarnos con el ruido. Y el estruendo resultaba ensordecedor. Pero cuando callaron de repente, y entre ellos y nosotros sólo quedó el tenue y afilado silbido del viento, el silencio fue mucho más amenazador y más angustioso.
Ahora es de noche, pero pronto amanecerá y suponemos que los cruzados atacarán con las primeras luces. Frente a nosotros, agujereando la oscuridad, brillan los centenares de hogueras del campamento enemigo. He acostado a Guy y le he cantado una nana hasta que se ha dormido, aunque he tenido que prometerle que le daré una espada. Y lo haré, cuando los cruzados rompan nuestras defensas: a fin de cuentas el gigante inocente es un hombre muy fuerte y sabe luchar. Aparte de los niños, nadie duerme hoy en Montségur. Revisamos los parapetos y las provisiones, repasamos los planes defensivos. Los Perfectos rezan. Los guerreros nos preparamos. Después de haber pasado tantos años eludiendo el combate y sin comprometerme de manera directa en la larga guerra entre los cruzados y los occitanos, al fin entro en la líza. Dhuoda ha muerto, liberándome de mi juramento de fidelidad feudal. Y, además, quiero luchar con mis compañeros de Montségur, porque ahora no me cabe la menor duda de que mi sitio es éste. Como Aquiles, el héroe cuya historia cuenta la piel pintarrajeada de Filippo, me preparo lentamente para la batalla. En el sitiado castro no dispongo de una armadura completa, y tampoco sé si deseo vestirme nuevamente de hombre. De manera que, sobre mis ropas de mujer, me coloco un viejo peto de cuero, reforzado con grandes placas de acero. Me ciño el cinto con la espada y luego recojo el pico de las faldas y lo engancho por debajo del cinturón, para acortar la longitud y el vuelo y permitir mejor los movimientos. Embrazo el escudo y me dirijo a la zona de la atalaya que me han asignado. Dejo a mi lado, a mano, una larga pica, que puede serme muy útil si los enemigos llegan con escalas, y, sobre todo, el fuerte arco y una abundante reserva de saetas. Cubro mi cabeza con el pesado yelmo, en el que, a diferencia del yelmo del guerrero griego, no ondean las crines de ningún caballo. Así ataviada, a medio camino entre las sayas y los hierros, debo de parecerme un poco a la vieja Dhuoda. A mi izquierda se encuentra Nyneve, también con un arco, y a mi derecha León, armado con una maza, una pica y su honda. Entre sus pies, un montón de pedruscos. Acurrucada junto a nosotros está Violante, que se niega a separarse de su adorado León y que nos subirá más piedras y más flechas si las necesitamos. Filippo se ha quedado cuidando de Guy, mientras que Alina servirá de mensajera entre los defensores de la muralla. Doy la mano a Nyneve y luego a León, que estruja mis dedos con su palma callosa. Me alegra y consuela estar junto a ellos. Los guerreros nos hemos ido distribuyendo por grupos de familia y amistad a lo largo del perímetro de Montségur, porque de todos es sabido que combatir codo con codo con los seres que aprecias refuerza el valor de los soldados.