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Puede que tenga razón, esto es, quizá tenga razón en aquello que entiendo de lo que dice, más allá de todo ese palabrerío incomprensible y hermético con el que a menudo me abruma. Pero hay algo que me asusta de su actitud: ese desdén, esa frialdad para todo lo que no sea su magna empresa. Claro que tal vez tenga que ser así; tal vez los grandes hombres necesiten concentrarse en sus grandes obras para poder sacarlas adelante. Tal vez necesiten ser tan ardientes e implacables como el rayo, que ilumina el mundo pero reduce a cenizas cuanto le rodea. No en vano a los alquimistas se les llama phibsophi per ignem, filósofos por fuego… Tras conocer íntimamente a uno, sé bien que su cercanía abrasa.

Hemos dejado a Gastón en un pequeño cuartucho que tenemos alquilado en la posada, con sus atanores y sus crisoles, intentando obtener el liquor silicum, que, si no he entendido mal, se consigue fundiendo cantos puros de cuarzo con no sé qué otra cosa, hasta lograr un cristal transparente que debe derretirse con el aire, convirtiéndose en un líquido claro que tampoco sé bien para qué sirve: soy demasiado ignorante para un conocimiento tan profundo y complejo. Mientras él se afana en sus manejos herméticos, Nyneve y yo hemos venido a escuchar la prédica del afamado Doctor Angelical. Llevamos varios días en Montauban justamente esperando la llegada de este religioso, que se ha convertido en los últimos años en un personaje formidable. Dicen que por su boca habla el mismo Dios y que su verbo inflama el corazón. Este Doctor Angelical organiza enormes giras por la Francia entera, y acuden a escucharle numerosas personas. Nunca le hemos visto, aunque hemos oído hablar de él múltiples veces; por eso, cuando llegamos a Montauban y vimos que se anunciaba su visita, decidimos quedarnos a conocerle.

– ¿Te das cuenta, Leo? El Doctor Angelical es un fustigador del catarismo, pero puede venir sin ningún problema a soltar sus truenos teológicos a esta ciudad, que es mayoritariamente albigense, porque los Pobres de Cristo aceptan a todo el mundo… Mientras que ellos son perseguidos, torturados y silenciados por medio de la hoguera. Es una diferencia, ¿no te parece?

Sí, es una diferencia, pero no quiero escuchar las palabras de Nyneve, que van llenando de zozobrantes dudas mi alma cristiana. No se lo he confesado a mi amiga, pero deseo oír al Doctor Angelical para que me serene, para que me convenza. Para que el milagro de su santo verbo refuerce mí debilitada fe de pecadora.

Estamos en las afueras de la ciudad, en la gran explanada de la picota, que es donde se va a celebrar el acto porque es el único lugar lo suficientemente amplio para acoger a la multitud de fieles que siempre convoca el predicador. Hace ya varios días que llegó la avanzadilla del Doctor Angelical, una pequeña tropa de religiosos que construyeron eí elevado entarimado del escenario, las vallas para contener a la muchedumbre, unas cuantas gradas para los notables y una treintena o más de confesionarios alrededor de la plaza. Ayer se instalaron los consabidos buleros y numerosos fieles se dispusieron a dormir en la explanada para asegurarse buenos sitios, de manera que hoy, cuando hemos llegado, el lugar ya estaba abarrotado y hemos tenido que colocarnos en una esquina, cerca de los confesionarios. Aun así, el escenario se ve a la perfección: es alto y está bien hecho. Una gran cruz de madera y dos pendones de seda amarilla y blanca, los colores del Santo Padre, adornan bellamente el fondo del entarimado. De pronto siento un pequeño empujón a la altura de mi cadera, como si un niño intentara abrirse paso entre el gentío. Oigo una vocecita clara y fina:

– ¿Y ahora qué ves, madre?

– Nada nuevo, Violante. Cabezas y cabezas y cabezas. Y al fondo, el escenario con la cruz y los estandartes, como te he descrito.

Acaba de instalarse a nuestro lado una pareja singular. La madre es una dama de aspecto noble y digno que viste un sobrio traje negro de buen paño; tiene el pelo completamente blanco recogido en un sencillo rodete, la frente estrecha y alta, unos ojos grises y brillantes como perlas oscuras bajo unas cejas casi invisibles de tan claras, la nariz fina y arqueada como el pico de un ave. La hija es una desdichada criatura con un rostro de ángel y un cuerpo de endriago. Su cabeza posee una dimensión normal y se diría que corresponde a una muchacha de quince o dieciséis años, pero del cuello para abajo apenas abulta lo que un niño de cinco. De un tórax picudo y diminuto emergen unos brazos quebradizos, rematados por unas manitas transparentes. Viste un bonito traje de seda azul con bordados de flores y, como sus ojos quedan muy por debajo de las espaldas de la gente, la pobre no ve nada. Pero una viva sonrisa ilumina su bonito rostro y parece feliz. Eso es lo que más me extraña: su alegría insospechada, y también que se encuentren solas, sin la ayuda ni la compañía de servidumbre alguna, siendo como evidentemente son de elevada alcurnia.

– Ah, cariño, creo que ya viene… Y no viene soto. ¡Son muchísimos! ¿Les oyes cantar? Una procesión impresionante… Es decir, una procesión pensada para impresionar…

El comentario de la dama me resulta curioso, sobre todo porque creo que tiene razón. El Doctor Angelical está haciendo su entrada en el escenario. Viene en el centro de dos largas filas de monjes, todos altos, todos fuertes, todos jóvenes, como escogidos, efectivamente, para impresionar. Llegan cantando y se mueven en perfecta formación: más parecen guerreros que hombres de fe. Acaban de enconar su salmo sobre el escenario y ahora, como en una danza bien ensayada, cada una de las filas se dirige ordenadamente a uno de los lados del entarimado y se queda allí de pie. Al abrirse las hileras de monjes, en el centro del tablado ha aparecido el Doctor Angelical. También viste el hábito benedictino. También es alto y fuerte También… Me remuevo inquieta. Estamos muy lejos y apenas distingo sus rasgos: el cabello negro, la cabeza redonda, la apretada barba. Y, sin embargo…

El Doctor Angelical empieza a hablar; y entonces, al escuchar la cadencia de sus palabras, el tono vibrante de su verbo, tengo que reconocer que mi primera impresión es cierta: el Doctor Angelical es fray Angélico. En realidad no era tan difícil de intuir, ¿por qué no lo pensé antes? Nyneve me clava un codo en las costillas:

– ¿Has visto quién es?

Asiento silenciosamente con un movimiento de cabeza. No sé bien por qué me siento tan sobrecogida por el descubrimiento: tal vez porque me recuerda un tiempo pasado que aún duele por ahí dentro, o porque me pone en contacto con una Leola de la que me avergüenzo. Hago un esfuerzo por tranquilizarme y me concentro en escuchar el sermón. Las palabras de fray Angélico caen en mis oídos como plomo derretido. Palabras sedosas, azucaradas, cantarinas, que se alternan sabiamente con palabras hirvientes y afiladas, tan retumbantes como las trompetas del Apocalipsis. Sí, fray Angélico ha aprendido a predicar en estos años, pero toda su sabiduría de orador no puede disfrazar el chirrido discordante que emerge de su prédica, el regusto a falsedad, el filo amenazador. Habla el Doctor Angelical del pecado, de nuestra miseria esencial, de nuestra incapacidad para entender los designios divinos. Habla de la resignación cristiana, del pecado nefando del orgullo y de la virtud de la humildad; de la facilidad con la que el vulgo, siempre tan ignorante, cae en las garras del Maligno. Habla de los cátaros demoníacos, de las horrorosas llamas del infierno y las purificadoras llamas de las piras. Y cuanto más dice, más me espanta lo que dice, más aborrezco la dureza y estrechez de su pensamiento, más me asombra haberle admirado algún día y haberle creído inteligente. A nuestro alrededor muchos lloran, rezan, se postran de rodillas. No así la dama y su hija, que se mantienen serias y serenas.

El Doctor Angelical ha terminado su sermón. Ahora está pidiendo que se celebre una ceremonia de purificación que simbolice el compromiso de los creyentes con la fe. Quiere que los fieles traigan aquellos objetos pecaminosos que ponen en riesgo la salvación de sus almas; las ropas suntuosas, los afeites de mujer, los engaños de los que Sarán se vale para perdernos. La explanada entera entra en un paroxismo de agitación; aquellos que son de Montauban corren a sus casas a traer sus endemoniadas posesiones, y los que son de fuera se acercan a los monjes, que recorren la plaza recolectando objetos, para entregarles lo que pueden. En poco tiempo, ante el escenario, en el espacio protegido por las vallas, los religiosos han montado una enorme pira con ramas y leños embreados; y están arrojando sobre ella sombreros de mujer, zapatos de cordobán, justillos de seda, libros, almohadones de plumas. Ya están prendiendo los maderos, ya surgen las llamas y chisporrotea y restalla el fuego al subir por la pira, y aún sigue llegando gente y alimentando la hoguera con sus prendas. Un olor apestoso se extiende por la plaza y me trae a la memoria otra quema semejante, la que ordenó Dhuoda en Beauville con las vestimentas demasiado lujosas. La muchedumbre, o al menos buena parte de la muchedumbre, parece entusiasmada. Los religiosos se dirigen a los confesionarios y se forman grandes colas delante de cada uno de ellos. La explanada se va vaciando. Miro el escenario, a través de la cortina de llamas humeantes: el Doctor Angelical ha desaparecido.

En este momento, una mujer joven se acerca a la dama de negro y, para mi sorpresa, se inclina tres veces ante ella y dice:

– Buena Cristiana, la bendición de Dios y la vuestra. Y rogad a Dios por mí para que me conduzca a un buen fin.

Lo he contemplado otras veces y lo reconozco: ¡es e! melhorierl La salutación ritual con que los cátaros se dirigen a sus religiosos. La dama, en efecto, está bendiciendo a la joven, de maneta que no sólo es una creyente de la secta albigense, sino que es una Buena Mujer, una Perfecta, el equivalente a la monja o más bien al sacerdote de nuestra Iglesia.

– ¡Vosotras! ¡Vosotras! ¡Os hemos visto! ¡Demonios inmundos! ¿Qué hacéis aquí, espíritus del mal? ¡Vosotras también tenéis que ir a!a pira!

Dos jóvenes rudos de aspecto campesino han identificado también el melhorier y se acercan con aire amenazador a las mujeres. Pongo mi mano sobre la empuñadura de la espada y doy un paso hacia delante, interponiéndome en su camino. Los hombres se detienen, titubeantes. Fruncen el ceño con frustración e ira.

– Os creéis protegidas por el vizconde de Trencavel y por todos estos caballeros satánicos a los que Dios confunda… Pero va a duraros poco el santuario… El Sumo Pontífice ha declarado la Guerra Santa contra vosotros. Ha convocado una cruzada contra los cátaros y el ejército cristiano ya se está formando. ¿Oléis la hoguera? Esto es sólo el principio. Acabaréis todos achicharrados -gritan llenos de odio mientras se marchan.

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