Vuelvo a ponerme en posición, a la espera de que se levante. Pero el guerrero continúa tumbado sobre e! suelo, con los brazos y las piernas abiertas en aspa, boca abajo. Sus hombros descomunales empiezan a moverse de una manera extraña; su espalda se sacude y escucho un sonido incomprensible, una especie de gañido, cada vez más alto y más agudo. El Maestro se arrodilla junto al hombretón.
– Guy, Guy, tranquilo, Guy, no pasa nada…
El asombro me paraliza. Roland vuelve dificultosamente boca arriba al guerrero y le quita el yelmo y el almófar. Está llorando. El Caballero Oscuro solloza como un niño.
– Me ha hecho daño… -balbucea entre lágrimas.
– No, no ha podido hacerte mucho daño… Sólo estás asustado por haberte caído. Pero esto no es nada…
Su cabezota cuadrada posee una piel blanca y delicada, totalmente lampiña. Sus ojos están demasiado juntos sobre la nariz; su boca retorcida por los pucheros es demasiado pequeña y de labios rosados. Es el rostro de un niño, de un niño avejentado y monstruoso.
– A ver, incorpórate… ¿Ves como no te duele nada?
El Maestro le alisa desmañadamente el escaso y mal cortado pelo pajizo, te quita las manoplas, le limpia las mejillas del barrillo que el polvo ha formado con las lágrimas. El gigantón se restriega los ojos con unos puños tan grandes como roscas de pan. Su poderoso pecho todavía se agita de cuando en cuando, pero ya se le ve más sosegado.
– Lo he hecho mal, lo siento… -murmura.
– No pasa nada. Sólo has tropezado. Y no te preocupes por haber hablado o porque te hayan visto… Son personas amigas. Ven a sentarte en el árbol quemado.
El Maestro coge de la mano al gigante y lo lleva al tocón. Luego se vuelve hacia nosotras, con el rostro tan lleno de emociones que parece más desnudo que cuando le vi sin ropas bajo la luna llena.
– Es mi hijo. Por eso dejé de ser un faydit. Porque me necesitaba. Es un inocente. No quiero que se sepa: podrían hacerle daño. Ésa es la razón de su disfraz de caballero. Le enseñé a pelear, aunque el pobre no es demasiado bueno. Sin embargo, le gusta, y su presencia aterroriza tanto que siempre es una prueba de fuego para los aprendices. Nunca pensé que lo podrías derribar. Nadie lo ha hecho. Como mucho, han conseguido esquivar sus golpes. Y alguno incluso ha salido malparado, porque Guy no controla sus fuerzas y, cuando pega, lo hace muy duro.
– Lo lamento… -digo con torpeza.
– ¿Qué es lo que lamentas? ¿Haber combatido bien? No te preocupes. Sólo se ha asustado… y creo que también le ha dolido perder. Es muy grande por fuera, pero su alma es tan pequeña como la de una criatura.
No sé qué decir. Me siento aliviada, pero también defraudada. ¡Yo que estaba tan orgullosa de haber derribado al Caballero Oscuro y resulta que no es más que un pobre imbécil! Resoplo, algo irritada. Nyneve se acerca y mete su mano dentro de la mano del Maestro. El hombre se estremece y la aprieta con fuerza. Está atardeciendo y, por encima de nuestras cabezas, docenas de pájaros pían y alborotan mientras se preparan para dormir. Otro día hermoso que se acaba, deben de estar diciéndose los unos a los otros; otro día que hemos sobrevivido en este mundo tan repleto de cosas extraordinarias.
– Entonces, ¿puedo hablar? -pregunta Guy desde el tocón, donde sigue sentado modosamente.
– Sí, claro que sí -responde el Maestro.
– Tengo hambre.
El Maestro ríe, enseñando la ausencia de sus dientes.
– Por supuesto. Es hora de comer. Venid a nuestra cabaña. Esta noche compartiremos el guiso.
Nyneve regresó ayer de Millau con una nueva inquietante:
– Las murallas de la ciudad van a ser clausuradas durante varios días. Los campesinos están claveteando las puertas y las ventanas de las casas extramuros, y han metido sus cerdos, sus vacas y sus gallinas dentro de la iglesia para protegerlos… Se espera la llegada de la Cruzada de los Niños. Son muchísimos y van arrasando todo en su camino. Se dirigen al Sureste, camino de Marsella, donde piensan embarcar hacia Tierra Santa, y me temo que pasarán cerca de nosotros.
Un pastorcillo de Vendóme de verbo iluminado empezó a predicar la Santa Cruzada hace algunos meses. Su elocuencia es grande, y su fe en la reconquista de Jerusalén es sólo comparable a su odio a los infieles. Está seguro de contar con el apoyo divino y ha conseguido arrastrar detrás de él a millares de cristianos inocentes y generosos. Algunos son adultos, hombres y mujeres, pero sobre todo v an con él muchísimos niños, emocionados adolescentes que lo han dejado todo para ir en pos de la salvación eterna a los Santos Lugares. A medida que avanzan va aumentando la tropa, como arenilla que el agua va arrastrando: dicen que ya son cerca de treinta mil. Salieron de sus casas con lo puesto, abandonando el arado, la soga con la que sacaban agua del pozo, el pan quemándose en el horno; y a su paso van depredando el mundo, porque necesitan comer y beber y se creen autorizados por Dios para coger todo aquello que encuentran. Son tan devastadores como un ejército invasor y, como éste, van amparados por estandartes de cruces.
El Maestro frunció el ceño al oír la noticia:
– Está bien…, ya hemos soportado el paso de otras hordas y otras cruzadas…
– Pero esta vez son más, Roland. Muchísimos más.
– ¿A cuánto están de aquí?
– A lo sumo, a un par de días.
En el entretanto, nosotros hemos seguido con nuestra vida normal. Por la mañana, a primera hora, entrenamiento con el estafermo, al que el Maestro ha colgado dos cadenas con sendas bolas de hierro en cada uno de los brazos, bolas que debo evitar, cosa que no siempre logro, cuando le embisto con mi lanza a caballo. Luego, un rato de justas con el Maestro, él montado en el bridón castaño, yo en el animal más viejo, el tordo de canosas barbas, un caballo prudente y filosófico que me mira con resignación cada vez que lo ensillo: tal vez eche de menos su juventud guerrera, la furia y el frenesí de la batalla, el olor de la sangre. Por las tardes juego a combatir a pie con Guy el Gigantón, y nos divertimos. Luego un poco de arco y, cerca ya de vísperas, las clases de lectura y escritura.
Hoy estamos leyendo la batalla final de Arturo contra su hijo Mordred. Un hijo incestuoso habido con su hermana, con quien yació ignorante del vínculo que les unía.
– Este es el gran terror de todos los nobles… Nuestros caballeros tienen la bragueta tan fácil que llenan la tierra de bastardos, y luego siempre temen caer en el incesto… -dice Nyneve.
Me pregunto cómo se las arreglará Nyneve para recibir todas las noches los jugos de Roland sin que se le abulte la cintura… Estuve sin madre desde muy pequeña y desconozco los saberes de las mujeres. Claro que Nyneve es maga, o eso dice.
– ¡Venga, sigue leyendo! ¿En qué bobería estás pensando? -gruñe mi amiga.
El gran Arturo ha recibido una herida fatal y los Caballeros de la Mesa Redonda han sucumbido en una horrible carnicería: «Allí murió ia hermosa juventud», dice Wace. Y a través de sus palabras yo ahora veo en verdad hermosos a esos hombres de hierro que antes tanto temía y tanto odiaba, a esos caballeros capaces de dejarse desmembrar por amor a su Rey.
– No quiero que muera Arturo -digo, acongojada.
– Pero si no muere…
– Sí, míralo, ahí lo pone. Está agonizando. Su herida es mortal.
– No, tonta. Eso es lo que parece. Ya te he dicho que la verdad tiene muchas caras. Mira lo que dice aquí: «Maese Wace, que hizo este libro, no quiere decir nada más sobre su final de lo que dicen las profecías de Merlín. Merlín dijo de Arturo, y tuvo razón, que su muerte sería dudosa. Dijo verdad el profeta; desde entonces siempre se dudó, y siempre, creo yo, se dudará, si está muerto o vivo». Yo sé bien lo que sucedió con el Rey, Leola. Arturo, herido, fue llevado a la isla de Avalon. Y allí sigue todavía, porque Avalon es un lugar feliz donde la muerte no penetra.
¡Avalon! En nuestro último encuentro, Jacques me habló de la existencia de esa bienaventurada isla de mujeres. Yo creía que era un cuento de juglar.
– Pero, entonces, ¿Avalon es real?
– Claro que sí. Yo he estado allí, y algún día volveré. Quizá muy pronto.
El tema me fascina, pero antes de poder preguntar nada más veo con sorpresa que el Maestro está cruzando la explanada en dirección a nosotras. Lleva puesta la armadura entera, lo cual no es habitual en él salvo cuando vamos a justar. Antes de que llegue he adivinado lo que nos va a decir.
– Ya vienen. Ármate, Leo. Y coge la espada verdadera.
Corremos a prepararnos. Me pongo los guanteletes, la cofia, el almófar, el yelmo. Al empuñar mi espada, me asombra su increíble ligereza: llevaba meses sin sacarla de la vaina y estoy acostumbrada a las armas con plomo. Nyneve se ajusta el coselete de cuero endurecido que ha adquirido para su disfraz de escudero y agarra el arco y las flechas. Regresamos junto al Maestro y el Caballero Oscuro, que se encuentran en el borde de la explanada, a la vera del tocón, contemplando la vaguada que hay a sus pies. Allí, a un par de tiros de arco de distancia, vienen los cruzados, engullendo el sendero con su desparramado avance, cubriendo el estrecho valle de una ladera a la otra, en-Vueltos en una neblina polvorienta, como un animal de treinta mil cabezas, un río de carne. Se escucha el golpeteo sordo de sus pasos, el chasquido de los matorrales que van desgajando. Su masa amedrenta y maravilla: nunca había visto antes tantas personas juntas.
Súbitamente, comienzan a cantar. Canta la muchedumbre con una sola voz, una especie de lamento ensordecedor e incomprensible.
– Son salmos en latín -dice Nyneve.
Es una música muy hermosa y muy triste, maravillosas palabras que les unen. Ya están llegando a nuestra altura; intento descubrir al pastorcillo de Vendóme, pero no consigo identificarlo entre los que marchan en cabeza. Vienen todos muy pegados unos a otros, enarbolando sucios y desgarrados estandartes con la cruz, aunque algunos tan sólo llevan simples palos con un trapo blanco atado en la punta. Ahora que me fijo, veo entre ellos unos cuantos soldados y un puñado de individuos con una traza inquietante e incluso ruin, tipos extraños de apariencia malencarada y peligrosa: tal vez sean antiguos criminales redimidos por la luz de la fe. Pero la inmensa mayoría son campesinos, lo sé, les reconozco, una muchedumbre de gentes paupérrimas, descalzas, desarrapadas, agotadas. Muchachas adolescentes que cargan niños pequeños en sus brazos, chiquillos de diez años arrastrando los pies. Casi todos los cruzados, es cierto, son muy jóvenes: apenas han rebasado la pubertad. Están cubiertos de polvo y extenuados, pero todos cantan, todos sonríen, todos parecen arder de una emoción divina. Mientras pasan por debajo, algunos nos miran y nos llaman: