Al día siguiente, viernes, su último viernes, Carlitos salió nuevamente en un taxi. Se recorrió íntegra la ciudad de Lima, desde los lugares que había frecuentado hasta aquellos en los que jamás había puesto un pie. Llevaba un plano de Lima, incluso, para pedirle al chofer que lo llevara de un lado a otro, aunque siguiendo determinados itinerarios. Pero la ciudad conocida y la desconocida le resultaban igualmente extrañas. Jamás había vivido en la avenida Javier Prado, jamás había estudiado en el colegio Markham, jamás había ingresado a la Escuela de San Fernando. ¿Un mecanismo de defensa totalmente inesperado, totalmente independiente de su voluntad? Para qué, si se sentía profundamente tranquilo y dueño de cada uno de sus actos. Aunque sí tenía que reconocer que algo muy extraño le estaba ocurriendo con los planos de las ciudades, por lo menos. El plano de la ciudad de París, que nunca antes había consultado y mirado atentamente, le resultaba cercano y familiar, mientras que el de Lima empezaba a resultarle tan ajeno como las calles y avenidas que en ese mismo instante recorría en ese taxi azul, aburrido ya, y con ganas de regresar al huerto tranquilamente. Se lo dijo al chofer, pero indicándole que emprendiera el camino de regreso pasando primero por la plaza Dos de Mayo, la avenida Alfonso Ugarte, la plaza Bolognesi, la Colmena, Wilson, el Campo de Marte, y enrumbando luego hacia San Isidro, para atravesar después los distritos de Miraflores, Barranco, y Chorrillos, cuando divisó a Melanie, a caballo, en la avenida Salaverry. Ella no lo vio, a pesar de que Carlitos le pidió al taxista que disminuyera mucho la velocidad para observarla detenidamente. Iba sola, como siempre, pero nada desgarbada, esta vez, y más bien todo lo contrario. Gorra negra, entallado saco negro de jinete -los mellizos dirían de amazona, por supuesto-, pantalón impecablemente blanco, botas relucientes, sus divertidas pecas de siempre, y la cola de cabello pelirroja que le colgaba sobre la espalda muy erguida y se agitaba con el trote de un precioso caballo blanco. Melanie iba serísima, totalmente ensimismada, y al mismo tiempo muy consciente de su dominio total sobre el caballo y, en general, sobre el arte todo de la equitación. A Carlitos le hizo tanta gracia verla así, que a punto estuvo de pedirle al taxista que se detuviera y de darle la voz. Pero sabe Dios qué cosa lo retuvo, qué lo hizo desistir, y regresó al huerto tranquilamente.
– ¿Y tú de dónde vienes? -le preguntó, sonriente, Natalia, que en ese momento acompañaba hasta la puerta de la casa a dos generales de la policía, y lo vio llegar.
– De haberlo visto todo -le respondió Carlitos.
– ¿Y qué tal, mi amor?
– Pues ya sólo me falta hacer mis maletas, creo.
– Tienes tiempo para eso hasta el lunes, Carlitos. O sea que cuéntame un poco qué has visto. Y perdona que te tenga tan olvidado, pero si supieras todo lo que me queda por hacer, en sólo tres días.
– He visto una ciudad abandonada y a Melanie Vélez Sarsfield a caballo, yo diría que también abandonada.
– Conque tu verdadera profe de francés, ¿eh? Felizmente que la pobrecita es tan feucona.
Pero a Carlitos, que últimamente andaba con su mejor expresión de quinceañero, estas palabras parece que le sentaron como un tiro, porque su rostro adquirió de golpe ese aire de cuarenta y cinco años que a Natalia le gustaba tanto, pero que al mismo tiempo era señal de disgusto y tristeza. Ella comprendió que realmente había metido la pata, al referirse de esa manera a la pobre Melanie, y le rogó que la perdonara.
– Estoy muy cansada con tanto trajín, mi amor, y a veces ya no sé ni lo que digo. ¿Y, además, no es lógico que una señora de mi edad le tenga celos a una chiquilla que te quiere tanto?
– No. No es lógico, Natalia -le dijo Carlitos, abrazándola y besándola hasta recuperar la expresión de quinceañero de los últimos días, y agregando-: Es lo más irracional que te he oído decir en mi vida, y punto final.
– Gracias, caballero. Un millón de gracias, y perdone si tengo que dejarlo solo un momento más, pero aún me queda tanto que hacer…
Carlitos decidió perderse un buen rato por el huerto, antes de ver nuevamente los patéticos rostros de Luigi y Marietta, de Molina, de Julia y de Cristóbal, los nuevos, infelices propietarios de esa florida joya. Y al pensar en ellos se dio cuenta de que había una persona más en Lima a la que su partida con Natalia también había afectado profundamente, ya. Sabe Dios cómo, pero Melanie seguro que se lo imaginaba todo, desde hace días. De puro intuitiva, sin lugar a dudas. O de puro miedo a perderlo a él del todo. Porque, ¿no era también patética la figura de Melanie, cabalgando tan ensimismada y erguida por la avenida Salaverry? Melanie… Era cierto: había sido su verdadera profesora de francés, pero de pura casualidad, y la única amiga que tuvo en Lima, pero también de pura casualidad… Carlitos pensó en ir a buscarla, realmente sintió ganas de ir a buscarla o, cuando menos, de llamarla por teléfono, aunque finalmente optó por seguir caminando tranquilamente por el huerto. Ya había sido un verdadero atrevimiento, una temeridad, y además un desastre, pensándolo bien, la despedida de sus padres y hermanas. Para qué ir a buscarle tres pies al gato, nuevamente.
Todo estuvo listo el día lunes al atardecer, incluyendo las despedidas, que fueron muy personales, eso sí. Luego se sirvió una apetitosa comida, como siempre ahí en el huerto, un buen rato antes de acostarse, y como si nadie se hubiera despedido de nadie, nunca. Y partieron en un automóvil de la policía, manejado por un capitán uniformado que se iba a turnar en el volante con un copiloto también uniformado. En la puerta del huerto no había un alma y la reja estaba abierta de par en par. Ésas eran las instrucciones. Al salir, Carlitos miró el letrero que decía «El huerto de mi amada» y Natalia le apretó fuertemente la mano. Era la madrugada del martes 24 de octubre de 1959.
El escándalo empezó una semana más tarde, a pesar de los esfuerzos por impedirlo del doctor Roberto Alegre. Empezó mientras Natalia y Carlitos almorzaban serenamente en un restaurancito cualquiera, completamente ajenos a todo. Ajenos, simple y llanamente ajenos a todo.
Claro que dicen que el cardiólogo argentino Dante Salieri visitó Lima, con este motivo, y se ofreció a lo que fuera, con tal de. Y cuentan que don Fortunato Quiroga juró, pistola en mano, que. Y aseguran que a los mellizos Céspedes Salinas les quedaron cortos miles de teléfonos colorinches para llamar a la familia Alegre di Lucca y ofrecerse a. Y afirman que a la entrada del huerto hay un letrero que. Se dicen tantas cosas, en fin, que se dice, también, que ya no saben qué decir. Pero a Natalia de Larrea y Carlitos Alegre la palabra que mejor los define es precisamente la palabra ajenos.