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Carlitos alzó su copa de champán antes que nadie, pero sabe Dios qué diablos hizo que ésta salió disparada de su mano y se hizo añicos sobre las lajas de la terraza, después de haber volado unos segundos por el aire. Y nadie ahí supo decir si eso traía suerte o, a lo mejor, todo lo contrario.

– Yo no sé qué diablos trae esto -dijo el pobre, rogando que lo disculparan, y mirándolos a todos, francamente aterrado.

– Pues yo sí que lo sé, mi amor -lo tranquilizó Natalia, inmediatamente-. A mí, por lo pronto, me trae diversión asegurada para el resto de la vida.

– Si, certo -comentó Luigi, terminando de arreglarlo todo con su ronco risotón, y comentando-: Perchè il signor Carlitos diventerà un grand' oumo, ma no cambierà mai…

Y, en efecto, Carlitos pidió que le trajeran su Coca-Cola, con una gotita de champán, en lugar de vino, esta vez, por favor, y ya no volvió a pulverizar copa alguna, aquella noche, felizmente.

Un par de horas más tarde, Natalia sometió a Carlitos a la prueba definitiva del amor incondicional, del amor sin reparo alguno, del amor a cualquier costo. Agotada por el trajín incesante y sumamente tenso de su estadía en París, Londres y Roma, donde en esta ocasión no adquirió ni vendió antigüedad alguna, y sólo visitó abogados, banqueros, poderosos políticos, notarios, cónsules, consejeros de negocios, y alguno que otro amigo realmente fiel, a Natalia le bastó con sentarse en el avión que la llevaba de regreso a Lima para quedarse profundamente dormida, incluso durante las tres escalas que hubo en el largo trayecto desde París. Pero le ocultó este hecho a Carlitos, y, al acostarse, lo dejó al pobre con todas sus ganas de comérsela a besos y caricias, de dormirla de amor y sexo, y fingió que le hablaba desde el más profundo de los sueños y un total agotamiento, aunque la muy viva dejó un candil bastante bien encendido y ubicado, de manera tal que le permitiera observar de tanto en tanto las reacciones de su amante ante los hechos consumados que se disponía a contarle. Tumbado junto a ella, Carlitos la escuchaba extasiado, sin enterarse para nada de la perfecta puesta en escena preparada por Natalia, y sin que candil alguno lo estorbara en absoluto, por supuesto.

– Me habría gustado tanto contarte todo mi viaje con lujo de detalles, lo que he hecho día tras día, y lo que he logrado para nosotros, contártelo todo, de principio a fin, esta misma noche, mi amor… mi… mi…

Éstas fueron las últimas palabras que pronunció Natalia, antes de ser devorada por la teatralidad de su sueño, aunque la verdad es que estuvo a un pelo de contradecirse, de pegar un salto leonino, o divino, que para el caso daba lo mismo, y de saltarse íntegro el texto que traía preparado, cuando no sólo sintió que las manos de Carlitos la acariciaban con renovada sabiduría, sino que éste, a su vez, le decía, desconsolado, y, sin duda alguna, gravemente herido en su amor propio:

– Maldigo al inventor del sueño. Lo recontramaldigo. Pero bueno, para otra vez será, mi amor. Y tú te lo pierdes.

Controlándose al máximo, Natalia se limitó a observar a Carlitos por el rabillo de un ojo profundamente dormido. Perfecto. Ni cuenta se había dado del truco del candil. Y ahí estaba el pobrecito, iluminadísimo, furioso, y tan despierto que no se le iba a escapar ni una sola de las palabras que se disponía a decirle desde el fondo de un sueño profundo, y desde el fondo de su corazón. La gran prueba del amor acababa de comenzar, y, poco a poco, sin omitir detalle alguno, Natalia empezó a contarle que ya era oficial y documentariamente mayor de edad, que partían a Francia dentro de dos semanas, que viajarían por tierra hasta Guayaquil, por precaución, que había vendido hasta el último de sus bienes en el Perú, con excepción del huerto, que pasaría a manos de sus cinco empleados predilectos, que él y ella ya disponían de un precioso departamento en París, que ahora las cartas las tenía él todas entre sus manos, que era libre de acompañarla o de retornar a casa de sus padres, que, eso sí, el viaje que emprenderían no tenía retorno, y que tienes exactamente una semana para darme una respuesta afirmativa o mandarte cambiar, mi amor…

Se había ido quedando dormido tan profundamente feliz, Carlitos, a medida que avanzaba el relato de Natalia, que ella incluso se fue incorporando poco a poco e iluminándole cada vez más la cara, para gozar hasta el último detalle de su aceptación incondicional, sin reparos ni preguntas, y sólo con ese entrañable comentario, sonriente y despreocupado, cuando ella le explicó por qué era mejor partir por tierra hasta Guayaquil, una medida de precaución, mi amor, y de ahí tomar un avión a…

– Así hubiera sido por tierra hasta Groenlandia, Natalia. Y también por aire y por mar y por precaución…

Después siguió durmiendo tan tranquilo y con esa cara de alegre y total aceptación que Natalia decidió ir besuqueando, de menos a más, para irlo trayendo nuevamente hasta sus brazos, hasta sus labios, hasta sus senos y sus muslos. Pero nada. Porque era Carlitos el que ahora dormía el más profundo y complaciente de los sueños, y sólo muy de rato en rato, cuando ella, desesperada en su ardor, le aplicaba uno que otro pellizco bastante canalla, la verdad, por toda respuesta obtenía palabras como Guayaquil o París, más una sonrisa proveniente de aquellos lejanos lugares, sin duda alguna, porque ni hablar de despertar, Carlitos, de puro feliz y dormido y convencido que andaba, y porque, seguramente, la gran prueba del amor había dado un resultado tan sobresaliente que ni la pobre Natalia, que ya había encendido todas las luces de la alcoba, a ver si Carlitos regresaba aunque sea un momentito de Groenlandia, captaba lo que realmente estaba ocurriendo ante su vista y ardor. No. No captaba nada, aquella leona anhelante, y es que a quién se le iba a ocurrir que, sin recurrir a truco alguno, Carlitos se había quedado dormido por una semana, para despertarse sólo entonces y soltarle por fin la respuesta que ella le había pedido. ¿ O acaso ella no le había dicho que tenía una semana para darle su plena aceptación o mandarse cambiar? Y ahí seguía durmiendo Carlitos, obedientísimo y con la cara esa de nota sobresaliente y primero de la clase, mientras a su lado Natalia le repetía, desconsolada, y, sin duda alguna, muy herida, ahora ella, en su amor propio:

– Pues yo también maldigo al que inventó el sueño. Lo recontramaldigo. Pero, bueno, tú te lo pierdes, mi amor. Para otra vez será.

Y la otra vez fue exactamente dentro de una semana, para desesperación de Natalia, que realmente no entendía por qué andaba Carlitos hecho un sonámbulo satisfecho por el huerto, un solo de bostezos sonrientes y de siestas interminables, hasta que por fin al séptimo día despertó, le dio su plena aceptación, le dijo: «Vámonos», y se puso a esperarla doblemente. Mentalmente, la esperaba en el automóvil que debía conducirlos hasta Guayaquil, y, sobresalientemente, en la camota de la alcoba. Natalia era una mujer feliz, ahora que al fin había logrado entender hasta qué punto le había salido perfecta su arriesgada prueba de amor.

Y ahora, ¿qué les quedaba por hacer en Lima en los siete próximos días, los últimos que pasarían en esta ciudad? A Natalia, algunos arreglos más, la liquidación final de cinco asuntos de interés comercial, su firma estampada en mil y un documentos que la esperaban todos listos, la despedida de sus fieles empleados, y la entrega de las llaves del huerto. Y, a Carlitos, sabe Dios qué. ¿Ver a sus padres y hermanas, por última vez, sin que sospecharan nada? ¿Ver a los mellizos, por última vez, sin que se enteraran de nada? ¿Visitar a Melanie, con cualquier pretexto, menos el verdadero? Mañana, tal vez mañana. O tal vez pasado mañana. O, tal vez… ¿Tal vez ya nunca?

Finalmente, Carlitos optó por llamar un taxi y pedirle que lo llevara hasta la avenida Javier Prado, en San Isidro. Ahí se bajó, y por su casa pasó mil veces, aunque sin animarse a tocar el timbre y caminando siempre muy rápido, casi corriendo para que no lo fueran a ver. Y sólo se detuvo cuando vio a sus padres y hermanas saliendo juntos en el automóvil, su último miércoles, a eso de las seis de la tarde. Se acercó, como quien llega de visita, muy informalmente, y les preguntó adonde iban. Al cine. Iban al cine. Entonces les preguntó si podía ir él también. Le respondieron que sí, que subiera al carro y se sentara junto a Cristi y Marisol, en el asiento de atrás. La película resultó ser bastante mala y, en voz muy baja, todos estuvieron de acuerdo en salirse del cine antes de que terminara y en ir a comer a la calle. El doctor Roberto Alegre sugirió dar una vuelta antes, por el centro de Lima, porque aún era bastante temprano, y finalmente terminaron comiendo en el restaurante Donatello, del jirón Quilca, y luego tomando una copa en el hotel Crillón. Erik von Tait estaba sentado ante el órgano, pero no se acercó a saludar a Carlitos. Ni siquiera le hizo un adiós en la distancia, aunque no tardó en ponerse a cantar: «Cross the ocean on a silver plane…», mirando indiferente, mirando a cualquier parte menos a la mesa en que estaban él y su familia.

Erik era uno de los mejores amigos de Natalia. ¿Estaba al corriente de todo? Era probable, sí, aunque lo único cierto es que nunca nadie ha observado tanto de reojo a cuatro personas, casi al mismo tiempo, como Carlitos a sus padres y hermanas. No estaban al tanto de nada, ni tenían la más mínima sospecha. Y qué mejor prueba que el momento en que Carlitos sugirió bailar. Su madre se negó, Cristi y Marisol se negaron, y todos ahí le recordaron una vez más lo pésimamente mal que bailaba él.

– Siempre se me olvida -les dijo Carlitos.

En el órgano, Erik von Tait lo despidió de sus padres y hermanas, aquella noche en que él habría dado la vida por abrazarlos a todos, incluso a su padre, con el pretexto de un baile, de unos cuantos pisotones más, los últimos pisotones de mi vida, eso sí, se lo juro. Momentos después, Carlitos volvió con ellos hasta la casa de Javier Prado, conversó un momento con los mayordomos, se despidió como si nada, llamó un taxi, y regresó al huerto tranquilamente.

A la calle de la Amargura llegó en otro taxi, la mañana siguiente, su último jueves, y le hizo muchísima gracia que, precisamente ahora que disponían de veintiún teléfonos, los mellizos no lo hubieran llamado hace varios días ni hubieran mostrado la más mínima inquietud al no verlo aparecer últimamente por la Escuela de Medicina. Los mellizos, sin lugar a dudas, estaban colmados. Y la casona seguía tan fea y mal pintada, pero no tanto, la verdad, y seguía tan demolible y de quincha y vejestorio, pero no tanto, la verdad. ¿O era que él había terminado por acostumbrarse a todo aquello, por encariñarse con todo aquello? Y en la casona de la calle de la Amargura se quedaban para siempre la señora María Salinas, viuda dé Céspedes, y la pobre Consuelo de las más tristes palabras y gemidillos… Y también Colofón, por supuesto. Pero seguro que no para siempre, la verdad. Indudablemente, los mellizos se iban a encargar de arreglar todo aquello con creces, pero tampoco tanto, la verdad. ¿O, a lo mejor, sí? En fin, por ahora Arturo y Raúl vivían en un arcoiris y ya se vería con el tiempo. Aunque él, claro, de qué se iba a enterar ya… Conservaba la dirección, eso sí, pero, cuando Carlitos le pidió al taxista que lo llevara nuevamente a Surco y sacó el brazo para hacerle un ligero adiós a la casona de sus disparatados amigos, se dio cuenta de que también se estaba despidiendo para siempre de esa calle, de ese segundo piso, de ese número, en fin, de esa dirección y de todo. Y regresó al huerto tranquilamente.

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