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– Averígualo tú, que para eso eres policía.

– ¿Estás cabrón?

– No sé. Es que no quiero meterme en esto…, pero a la vez sí quiero meterme.

– Mira, métete hasta donde quieras y cuando quieras te paras. Total, todo esto no tiene mucho sentido. Son casi cuarenta años…

– No sé por qué cono te dije que sí… Después, aunque quiera, no puedo parar.

El Conde se recriminó y, para autoflagelarse, terminó el trago de un golpe. Ocho años fuera de la policía pueden ser muchos años y nunca había imaginado que resultara tan fácil sentirse atraído por volver al redil. En los últimos tiempos, mientras dedicaba algunas horas a escribir, o cuando menos a tratar de escribir, el resto del día lo empleaba en buscar y comprar libros viejos por toda la ciudad para surtir el quiosco de un vendedor amigo, del cual recibía el cincuenta por ciento de las ganancias. Aunque el dinero producido por el negocio casi siempre era poco, el Conde disfrutaba con aquella ocupación de traficante de libros viejos por sus variadas ventajas: desde las historias personales y familiares agazapadas tras la decisión de deshacerse de una biblioteca, quizás formada durante tres o cuatro generaciones, hasta la flexibilidad del tiempo existente entre la compra y la venta, que él podía manejar libremente para leer todo lo interesante que pasaba por sus manos antes de ser llevado al mercado. La falla esencial de la operación comercial, sin embargo, brotaba cuando el Conde sufría, como si fueran heridas en la piel, al encontrar viejos y buenos libros maltratados por la desidia y la ignorancia, a veces irrecuperables, o cuando, en lugar de llevar ciertos ejemplares valiosos al puesto de su amigo, decidía retenerlos en su propio librero, como reacción primaria de la incurable enfermedad de la bibliofilia. Pero aquella mañana, cuando su antiguo colega de sus días policiales le telefoneó y le sirvió en bandeja la historia de! cadáver aparecido en Finca Vigía, y le ofreció entregarle extraoficialmente la investigación, un reclamo selvático lo obligó a mirar con dolor la hoja en blanco presa bajo el rodillo de su prehistórica Underwood, y decir que sí, apenas oídos los primeros detalles.

Aquella tormenta veraniega también había azotado con fuerza el barrio del Conde. A diferencia de los huracanes, las trombas estivales de agua, vientos y rayos llegaban sin previo aviso, a cualquier hora de la tarde, y ejecutaban una danza macabra y veloz sobre algún pedazo de la isla. Su fuerza, capaz de arrasar platanales y tupir alcantarillas, raras veces llegaba a males mayores, pero aquel preciso vendaval se había ensañado con la Finca Vigía, la antigua casa habanera de Hemingway, y puso a volar algunas de las tejas del techo, arrancó parte del tendido eléctrico, derribó un tramo de la verja del patio y, como si ése fuera su propósito celestial, provocó la caída de una manga centenaria y enferma de muerte, seguramente nacida allí antes de la construcción de la casa en el año remoto de 1905: y con las raíces del árbol habían salido a la luz los primeros huesos de lo que los peritos identificaron como un hombre, caucásico, de unos sesenta años, con principio de artrosis y una vieja fractura de la rótula mal soldada, muerto entre 1957 y 1960 a causa de dos disparos: uno de los impactos lo había recibido en el pecho, presumiblemente por el costado derecho, y, además de atravesarle varios órganos vitales, le había partido el esternón y la columna vertebral. El otro parecía haberle penetrado por el abdomen, pues le fracturó una costilla de la región dorsal. Dos disparos ejecutados por un arma al parecer potente, sin duda a corta distancia, los cuales provocaron la muerte de aquel hombre que, por el momento, sólo era una bolsa llena de huesos carcomidos.

– ¿Sabes por qué dijiste que sí? -le preguntó Manolo y lo miró complacido y fijamente. Entonces su ojo derecho bizqueó hacia el tabique nasal-. Porque un hijo de puta siempre será un hijo de puta, por más que se confiese y hasta vaya a la iglesia. Y un jodido tipo que fue policía es policía para siempre. Por eso, Conde.

– ¿Y por qué en vez de hablar toda esa mierda no me dices algo interesante? Con lo que sé, no puedo ni empezar a…

– Es que no hay más nada ni creo que lo haya. Hace cuarenta años, Conde.

– Dime la verdad, Manolo… ¿A quién le interesa este caso?

– ¿La verdad-verdad? Por ahora a ti, al muerto, a Hemingway y creo que a más nadie… Mira, para mí todo está superclaro. Hemingway tenía malas pulgas. Un día alguien lo jodió demasiado y él le sopló dos tiros. Después lo enterró. Después nadie se preocupó por el muerto. Después Hemingway se metió un tiro en la cabeza y ahí se acabó la historia… Te llamé porque sabía que te iba a interesar y quiero dar un tiempo antes de cerrar el caso. Cuando lo cierre y se conozca la noticia, entonces sí que la historia de ese muerto enterrado en la casa de Hemingway le va a interesar a mucha gente y se va a publicar en medio mundo…

– Y por supuesto, les va a encantar decir que Hemingway lo mató. ¿Y si no fue él quien lo mató?

– Eso es lo que tú vas a averiguar. Si puedes… Mira, Conde, yo estoy hasta aquí de trabajo -e indicó a la altura de las cejas-. Esto se está poniendo cabrón: cada día hay más robos, malversaciones, asaltos, prostitución, drogas, pornografía…

– Lástima que ya no soy policía. Tú sabes que me encanta la pornografía.

– No jodas, Conde: pornografía con niños.

– Esto es el principio, Manolo. Agárrate para lo que nos viene arriba…

– Por eso mismo, Conde, ¿tú crees que con toda esa mierda en el ambiente yo tengo tiempo de meterme en la vida de Hemingway, que se voló la cabeza hace mil años, para saber si mató o no a un tipo que no se sabe ni quién coño es?

El Conde sonrió y miró hacia el mar. La caleta, en otros tiempos repleta de botes de pescadores, era ahora un piélago desierto y refulgente.

– ¿Sabes una cosa, Manolo?… -hizo una pausa y probó su trago-. A mí me encantaría descubrir que fue Hemingway el que mató a ese tipo. Desde hace años el cabrón me cae como una patada en los cojones. Pero a la vez me jode pensar que le echen arriba un muerto que no es suyo. Por eso voy a averiguar un poco, y cuando digo un poco es un poco… ¿Ya registraron bien toda la parte donde apareció el muerto?

– No, pero mañana van para allá Crespo y el Greco. Ese trabajo no lo podía hacer cualquier abrehuecos.

– Y tú ¿qué vas a hacer?

– Seguir en lo mío y dentro de una semana, cuando me digas lo que sabes, cierro el caso y me olvido de esta historia. Y que le caiga la mierda arriba a quien le caiga.

El Conde volvió a mirar hacia el mar. Sabía que el teniente Palacios tenía razón, pero una extraña incomodidad se le había instalado en la conciencia. ¿Será por culpa del mar o porque fui policía demasiado tiempo?, pensó. ¿O será porque ahora trato de ser escritor?, también pensó, para no relegar su mayor ambición.

– Ven acá, quiero que veas una cosa -le pidió a su amigo y se puso de pie.

Sin esperar a Manolo cruzó la calle y avanzó entre los troncos de las casuarinas hacia el pequeño parque con una glorieta sin techo, dentro de la cual estaba el pedestal de mampostería con el busto de bronce. La luz del sol, oblicua y decadente, entregaba sus últimos beneficios todavía tórridos al rostro verde y casi sonriente del hombre allí inmortalizado.

– Cuando empecé a escribir, yo también lo hacía como él. Este tipo fue muy importante para mí -dijo el Conde, con los ojos clavados en la escultura.

De todos los homenajes, utilizaciones y rememoraciones del nombre y la figura de Hemingway existentes en Cuba, sólo aquel busto le parecía sentido y verdadero, como una de las simples oraciones afirmativas que Hemingway aprendió a escribir en sus viejos días de reportero novato del Kansas City Star. En verdad, al Conde siempre le sonaba excesivo y hasta poco literario que sobreviviera un torneo de pesca de agujas, inventado por el mismo escritor y perpetuado después de su muerte, todavía patentizado con su nombre. Le resultaba falso y de mal gusto -en realidad de mal sabor- aquel daiquirí «Papa Doble» que una vez, atentando contra su pobre bolsillo, había bebido en la barra del Floridita, para encontrarse con una poción desleída a la cual Hemingway le había negado -por prescripción facultativa, para colmo de males-la gracia salvadora de la cucharadita de azúcar capaz de marcar la diferencia entre un buen cóctel y un ron mal aguado. Más que turbia, le parecía insultante la invención de una glamurosa Marina Hemingway para que los ricos y hermosos burgueses del mundo y ningún zarrapastroso cubano de la isla (por la simple condición de ser cubano y todavía vivir en la isla) disfrutaran de yates, playas, bebidas, comidas, putas complacientes y mucho sol, pero de ese sol que da un bello color en la piel, y no del otro, que te quema hasta los sesos en un campo de caña. Incluso el museo de Finca Vigía, donde Conde había dejado de ir tantos años atrás, le sabía a escenografía calculada en vida para cuando llegara la muerte… Al final, sólo la carcomida y desolada plazoleta de Cojímar, con aquel busto de bronce empotrado en un bloque de concreto roído por el salitre, decía algo simple y verdadero: era el primer homenaje postumo que se le rindió al escritor en todo el mundo, era el que siempre olvidaban sus biógrafos, pero era el único sincero, pues lo habían levantado con sus propios dineros los pobres pescadores de Cojímar, luego de recoger por toda La Habana los trozos de bronce necesarios para el trabajo del escultor, quien tampoco cobró por su obra. Aquellos pescadores, a los que en los malos tiempos Hemingway les regaló las capturas hechas por él en aguas propicias, a los que consiguió trabajo durante la filmación de El viejo y el mar, exigiendo además que se les pagara a precio justo, unos hombres con quienes bebió cervezas y rones comprados por él, y a los cuales, en silencio, les escuchó hablar de peces enormes, plateados y viriles, capturados en las aguas cálidas del gran río azul, solamente ellos sentían lo que nadie en el mundo podía sentir: para los pescadores de Cojímar había muerto un camarada, algo que Hemingway no fue ni para los escritores, ni para los periodistas, ni para los toreros o los cazadores blancos del África, ni siquiera para los milicianos españoles o para aquellos maquis franceses, al frente de los cuales entró en París para ejecutar la etílica y feliz liberación del hotel Ritz del dominio nazi… Frente a aquel pedazo de bronce se derrumbaba toda la falsedad espectacular de la vida de Hemingway, vencida por una de las verdades más limpias de su mito, y el Conde admiraba el tributo no por el escritor, que nunca lo sabría, sino por los hombres capaces de engendrarlo, con un sentimiento de verdad que no suele existir en el mundo.

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