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Kitty Cannell, aquella amiga de Hadley, su primera mujer, se lo había gritado una vez en la cara: le asqueaba su capacidad para revolverse contra quienes lo ayudaban, con rencor, con egoísmo, con malignidad y crueldad. Kitty debía de tener razón. Para evocar París y los años de hambre y trabajo y felicidad no tenía que atacar a Gertrude Stein, aunque la vieja insidiosa y marimacho se lo mereciera. Y mucho menos al pobre Scott, aunque tanto le molestara aquella fragilidad suya, su incapacidad para vivir y actuar como un hombre, siempre preocupado por las malas opiniones de la arpía demente de Zelda Fitzgerald sobre el tamaño de su pene. Y ya ni sabía bien por qué había atacado a la vieja Dorothy Parker, al olvidado Louis Bloomfield, al imbécil de Ford Maddox Ford. Sin embargo, bien que se había callado la historia de cómo terminó su amistad con Sherwood Anderson, después que éste le diera las cartas, referencias y direcciones capaces de tenderle puentes hacia aquel París de la posguerra que, precisamente, él necesitaba conocer. Haber escrito aquella mala parodia del viejo maestro, sólo para librarse de los editores de Anderson con quienes había comprometido sus nuevos libros, fue un acto mezquino, aunque bien pagado por sus nuevos editores. Luego, su decisión de que jamás se reeditara Los torrentes de la primavera ya no pudo cerrar la herida que, en la espalda, le había causado a un hombre que fue bueno y desinteresado con él.

Diez años atrás, cuando había rechazado el nombramiento como miembro de la Academia America na de Artes y Letras, su personaje había crecido. Se habló de su rebeldía de siempre, de su iconoclastia perpetua, de su modo natural de vivir y escribir, lejos de las academias y cenáculos, entre una finca de La Habana y una guerra en Europa. Cosas así lo salvaron del tuego macartista al cual quiso lanzarlo el FBI y su jefazo, el abominable Hoover. Lo que nadie imaginó fue que su negativa se debió a la incapacidad que ya sufría de alternar con otros escritores y la imposibilidad de resistir, cerca de él, a hombres como Dos Passos y, sobre todo, a Faulkner. El engreído patriarca del sur lo había agredido sin piedad, por un costado doloroso, pues lo había tildado de cobarde: elegante y displicentemente lo había calificado como el menos fracasado de los escritores americanos modernos, pero la razón de su menor fracaso se debía, había dicho el hijo de puta, a su mayor cobardía artística. ¿El, que había librado el lenguaje americano de toda la retórica eufemística y se había atrevido a hablar de cojones, cuando la palabra exacta era cojones? ¿Y la cobardía de Scott Fitzgerald, por qué no la mencionaba? ¿Y la de Dos…? Huir de España y de las filas republicanas cuando más lo necesitaba la causa fue el más cobarde de los actos en el terreno donde se prueban los hombres: la guerra. Aquello de colocar la vida de una persona por encima de los intereses de todo un pueblo era una locura, como lo era asegurar que la muerte del traductor Robles era obra de los largos tentáculos de Stalin. Cierto es que Stalin, en nombre de una revolución proletaria de la que se había adueñado, terminó pactando con los nazis, invadió Finlandia y parte de Polonia, mató a generales, científicos y escritores, a miles de campesinos y obreros, envió a los gulags de Siberia a cualquiera que no se plegó a sus designios o simplemente porque no había aplaudido con suficiente vehemencia en cierta ocasión en que se mencionó el nombre del Líder, y también parecía ser tristemente cierto que se había quedado con el oro del tesoro español y con los dineros que muchos -como él mismo- habían ofrendado en todo el mundo para la República española…, pero ¿matar a un insignificante traductor como Robles? La mente febril de aquellos escritores le asqueaba, y por eso había preferido sustituirlos por hombres más simples y verdaderos: pescadores, cazadores, toreros, guerrilleros, con quienes sí se podía hablar de valor y coraje. Además, algo en su interior le impedía reconciliarse sinceramente con los que habían sido sus amigos y luego habían dejado de serlo: por más que tratara, ni su mente ni su corazón se lo permitían, y esa incapacidad de reconciliación era como un castigo a su prepotencia y su fundamentalismo machista en muchos aspectos de la vida.

De cualquier modo, a su lado no quería ni a escritores ni a políticos. Y por eso se negaba, cada vez más, a hablar de literatura. SÍ alguien le preguntaba sobre sus trabajos apenas decía: «Estoy trabajando bien», o si acaso: «Hoy escribí cuatrocientas palabras». Lo demás no tenía sentido, pues sabía que cuanto más lejos va uno cuando escribe, más solo se queda. Y al final uno aprende que es mejor así y que debe defender esa soledad: hablar de literatura es perder el tiempo, y si uno está solo es mucho mejor, porque así es como se debe trabajar, y porque el tiempo para trabajar resulta cada vez más corto, y si uno lo desperdicia siente que ha cometido un pecado para el cual no hay perdón.

Por eso se había negado a viajar hasta Estocolmo para asistir a una ceremonia tan insulsa y gastada como la de recibir el Premio Nobel. Era una lástima que aquel premio se concediera sin uno solicitarlo y que rechazarlo pudiera considerarse una pose de mal gusto y exagerada: pero fue lo que deseó hacer, pues aparte de los treinta y seis mil dólares tan bienvenidos, no le importaba demasiado tener un galardón que exhibían gentes como Sinclair Lewis y Faulkner, y de haberlo rechazado su aureola de rebelde habría tocado las estrellas. La única satisfacción de aquel premio era contar con los dedos los otros autores que no lo habían recibido: Wolfe, Dos, Caldwell, el pobre Scott, la invertida de Carson McCu-llers, esa hiperbólica sureña capaz de exhibir sus preferencias sexuales bajo una gorra de jugador de béisbol. Y también, claro está, el placer de saber que como escritor uno ha tenido la razón. Pero de ahí a comprar un traje de etiqueta y viajar medio mundo nada más que para lanzar un discurso, había un abismo que él no podía saltar. Adujo problemas de salud, debidos a los desastres aéreos sufridos en África, y cuando recibió el cheque y la medalla de oro, pagó deudas, le envió algún dinero a Ezra Pound, recién salido del manicomio, y entregó la medalla a un periodista cubano para que la depositara en la capilla de los Milagros de la Virgen de la Caridad del Cobre: era un buen gesto, ai cual se le dio excelente publicidad, y que lo mejoraba con los cubanos, tan noveleros y sentimentales, y también con el más allá, todo de un solo golpe.

– Fue un buen tiro, ¿no es verdad, Black Dog?

El perro movió la cola, pero no lo miró. Se tomaba muy en serio su papel de vigilante eficaz. Ahora su atención estaba destinada a una lechuza, que desde lo alto de una palma real lanzaba sus graznidos a la noche. Para los cubanos era un pájaro de mal agüero y él lamentó que fuera tan tarde: con una ráfaga de la Thompson hubieran desaparecido de un golpe todos los augurios posibles, especialmente los malos, y quizás hasta se podría librar de algún intruso del FBI. ¿Qué andarían buscando ahora los hijos de puta aquellos que ya se atrevían a meterse en su propiedad?

Al final del atajo arbolado ya se escuchaba la música. Calixto se hacía acompañar por una radio y por los otros dos perros de la casa durante su guardia nocturna. No entendía aquella capacidad de los cubanos de pasarse horas y horas escuchando música, en especial aquellos boleros lacrimógenos y las rancheras mexicanas que tanto le gustaban a Calixto. En realidad eran muchas las cosas que no entendía de los cubanos.

La vio cuando ya estaba en el borde de la piscina. Vestía una bata fresca y floreada, y llevaba el pelo suelto, caído sobre los hombros. Descubrió que el pelo de la mujer parecía más claro de lo que él recordaba y disfrutó otra vez la belleza perfecta de su cara. Ella dijo algo y él no pudo escuchar o no entendió, quizás por el ruido que hacían sus propios brazos en el agua. Los movía para no hundirse, y los sentía pesados y casi ajenos. Entonces ella se quitó la bata. Debajo no llevaba traje de baño, sino un ajustador y un blúmer, negros, cubiertos de encajes reveladores. La copa del ajustador era provocativa, y él pudo ver, a través del encaje, la aureola rosada del pezón. La erección que sobrevino fue inmediata, inesperada: ya nunca le ocurría de ese modo repentino y vertical, y disfrutó la sensación de rotunda potencia. Ella lo miraba y movía sus labios, pero él seguía sin escucharla. Ahora no le pesaban los brazos y sólo le importaba ver los actos de la mujer y gozar la turgencia de su pene, que apuntaba a su blanco, como un pez espada cargado de malas intenciones: porque estaba desnudo, en el agua. Ella se llevó las manos a la espalda y con admirable habilidad femenina, desenganchó las tiras del sostén y dejó al descubierto sus senos: eran redondos y llenos, coronados con unos pezones de un rosa profundo. Su pene, alborozado, le advirtió a gritos de la prisa que lo desvelaba, y aunque él trató, no pudo llamarla: algo se lo impedía. Logró, sin embargo, apartar la vista de los senos y fijarse en cómo, a través del tejido negro y leve del blúmer, se entreveía una oscuridad más alarmante. Ella ya tenía las manos en las caderas, sus dedos comenzaban a correr hacia abajo la fina tela, los vellos púbicos de la mujer se asomaron, negrísimos y rutilantes, como la cresta de un torbellino que nacía en el ombligo y explotaba entre las piernas, y él no pudo ver más: a pesar de su esfuerzo por contenerse, sintió que se derramaba, a chorros, y percibió el calor de su semen y su olor de un falso dulzor.

– Ay, coño -dijo al fin, y una inesperada conciencia le previno de que todos sus esfuerzos resultarían baldíos, y dejó brotar, soberanamente, los restos de su incontinencia. Al fin abrió los ojos y miró al techo donde giraba el ventilador: pero en su retina conservaba la desnudez de Ava Gardner en el instante de mostrar la avanzada de su monte de Venus. Con pereza bajó la mano para palpar los resultados de aquel viaje a los cielos del deseo: sus dedos encontraron su miembro, todavía endurecido, cubierto por la lava de su erupción, y para completar la satisfacción física que lo embargaba, puso a correr su mano, cubierta del néctar de la vida, sobre la piel tirante del pene, que se arqueó, agradecido como un perro sato, y lanzó al aire un par de disparos más.

– Ay, coño -volvió a decir. El Conde sonrió, relajado. Aquel sueño había sido tan satisfactorio y veraz como un acto de amor bien consumado y no había nada de qué lamentarse, salvo de su brevedad. Porque le hubiera gustado prolongar un par de minutos más aquella orgía y conocer cómo era templarse a Ava Gardner, de pie, contra el borde de una piscina y oírla susurrar a su oído: «Sigue, Papa, sigue», mientras sus manos la aferraban por las nalgas y uno de sus dedos, el más aguerrido y audaz, penetraba por la puerta trasera de aquel castillo encantado.

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