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EL SILENCIO DE DIOS

Creo que esto no se acostumbra: dejar cartas abiertas sobre la mesa para que Dios las lea.

Perseguido por días veloces, acosado por ideas tenaces, he venido a parar en esta noche como a una punta de callejón sombrío. Noche puesta a mis espaldas como un muro y abierta frente a mí como una pregunta inagotable.

Las circunstancias me piden un acto desesperado y pongo esta carta delante de los ojos que lo ven todo. He retrocedido desde la infancia, aplazando siempre esta hora en que caigo por fin. No trato de aparecer ante nadie como el más atribulado de los hombres. Nada de eso. Cerca o lejos debe haber otros que también han sido acorralados en noches como ésta. Pero yo pregunto: ¿cómo han hecho para seguir viviendo? ¿Han salido siquiera con vida de la travesía?

Necesito hablar y confiarme; no tengo destinatario para mi mensaje de náufrago. Quiero creer que alguien va a recogerlo, que mi carta no flotará en el vacío, abierta y sola, como sobre un mar inexorable.

¿Es poco un alma que se pierde? Millares caen sin cesar, faltas de apoyo, desde el día en que se alzan para pedir las claves de la vida. Pero yo no quiero saberlas, no pretendo que caigan en mis manos las razones del universo. No voy a buscar en esta hora de sombra lo que no hallaron en espacios de luz los sabios y los santos. Mi necesidad es breve y personal.

Quiero ser bueno y solicito unos informes. Eso es todo. Estoy balanceado en un vértigo de incertidumbre, y mi mano, que sale por último a la superficie, no encuentra una brizna para detenerse. Y es poco lo que me falta, sencillo el dato que necesito.

Desde hace algún tiempo he venido dando un cierto rumbo a mis acciones, una orientación que me ha parecido razonable, y estoy alarmado. Temo ser víctima de una equivocación, porque todo, hasta la fecha, me ha salido muy mal.

Me siento sumamente defraudado al comprobar que mis fórmulas de bondad producen siempre un resultado explosivo. Mis balanzas funcionan mal. Hay algo que me impide elegir con claridad los ingredientes del bien. Siempre se adhiere una partícula maligna y el producto estalla en mis manos.

¿Es que estoy incapacitado para la elaboración del bien? Me dolería reconocerlo, pero soy capaz de aprendizaje

No sé si a todos les sucede lo mismo. Yo paso la vida cortejado por un afable demonio que delicadamente me sugiere maldades. No sé si tiene una autorización divina: lo cierto es que no me deja en paz ni un momento. Sabe dar a la tentación atractivos insuperables. Es agudo y oportuno. Como un prestidigitador, saca cosas horribles de los objetos más inocentes y está siempre provisto de extensas series de malos pensamientos que proyecta en la imaginación como rollos de película. Lo digo con toda sinceridad: nunca voy al mal con pasos deliberados; él facilita los trayectos, pone todos los caminos en declive. Es el saboteador de mi vida.

Por si a alguien le interesa, consigno aquí el primer dato de mi biografía moral: un día en la escuela, en los primeros años, la vida me puso en contacto con unos niños que sabían cosas secretas, atrayentes, que participaban con misterio.

Naturalmente, no me cuento entre los niños felices. Un alma infantil que guarda pesados secretos es algo que vuela mal, es un ángel lastrado que no puede tomar altura. Mis días de niño, que decoraron suaves paisajes, ostentan a menudo manchas deplorables. El maligno, con apariciones puntuales de fantasma, daba a mis sueños un giro de pesadilla y puso en los recuerdos pueriles un sabor punzante y criminoso.

Cuando supe que Dios miraba todos mis actos traté de esconderle los malos por oscuros rincones. Pero al fin, siguiendo la indicación de personas mayores, mostré abiertos mis secretos para que fueran examinados en tribunal. Supe que entre Dios y yo había intermediarios, y durante mucho tiempo tramité por su conducto mis asuntos, hasta que un mal día, pasada la niñez, pretendí atenderlos personalmente.

Entonces se suscitaron problemas cuyo examen fue siempre aplazado. Empecé a retroceder ante ellos, a huir de su amenaza, a vivir días y días cerrando los ojos, dejando al bien y al mal que hicieran conjuntamente su trabajo. Hasta que una vez, volviendo a mirar, tomé el partido de uno de los dos trabados contendientes.

Con ánimo caballeresco, me puse al lado del más débil. Aquí está el resultado de nuestra alianza:

Hemos perdido todas las batallas. De todos los encuentros con el enemigo salimos invariablemente apaleados y aquí estamos, batiéndonos otra vez en retirada durante esta noche memorable.

¿Por qué es el bien tan indefenso? ¿Por qué tan pronto se derrumba? Apenas se elaboran cuidadosamente unas horas de fortaleza, cuando el golpe de un minuto viene a echar abajo toda la estructura. Cada noche me encuentro aplastado por los escombros de un día destruido, de un día que fue bello y amorosamente edificado.

Siento que una vez no me levantaré más, que decidiré vivir entre ruinas, como una lagartija. Ahora, por ejemplo, mis manos están cansadas para el trabajo de mañana. Y si no viene el sueño, siquiera el sueño como una pequeña muerte para saldar la cuenta pesarosa de este día, en vano esperaré mi resurrección. Dejaré que fuerzas oscuras vivan en mi alma y la empujen, en barrena, hacia una caída acelerada.

Pero también pregunto: ¿se puede vivir para el mal? ¿Cómo se consuelan los malos de no sentir en su corazón el ansia tumultuosa del bien? Y si detrás de cada acto malévolo se esconde un ejército de castigo, ¿cómo hacen para defenderse? Por mi parte, he perdido siempre esa lucha, y bandas de remordimiento me persiguen como espadachines hasta el callejón de esta noche.

Muchas veces he revistado con satisfacción un cierto grupo de actos bien disciplinados y casi victoriosos, y ha bastado el menor recuerdo enemigo para ponerlos en fuga. Me veo precisado a reconocer que muchas veces soy bueno sólo porque me faltan oportunidades aceptables de ser malo, y recuerdo con amargura hasta dónde pude llegar en las ocasiones en que el mal puso todos sus atractivos a mi alcance.

Entonces, para conducir el alma que me ha sido otorgada, pido, con la voz más urgente, un dato, un signo, una brújula.

El espectáculo del mundo me ha desorientado. Sobre él desemboca al azar y lo confunde todo. No hay lugar para recoger una serie de hechos y confrontarlos. La experiencia va brotando siempre detrás de nuestros actos, inútil como una moraleja.

Veo a los hombres en torno de mí, llevando vidas ocultas, inexplicables. Veo a los niños que beben voces contaminadas, y a la vida como nodriza criminal que los alimenta de venenos. Veo pueblos que disputan las palabras eternas, que se dicen predilectos y elegidos. A través de los siglos, se ven hordas de sanguinarios y de imbéciles; y de pronto, aquí y allá, un alma que parece señalada con un sello divino.

Miro a los animales que soportan dulcemente su destino y que viven bajo normas distintas; a los vegetales que se consumen después de una vida misteriosa y pujante, y a los minerales duros y silenciosos.

Enigmas sin cesar caen en mi corazón, cerrados como semillas que una savia interior hace crecer.

De cada una de las huellas que la mano de Dios ha dejado sobre la tierra, distingo y sigo el rastro. Pongo agudamente el oído en el rumor informe de la noche, me inclino al silencio que se abre de pronto y que un sonido interrumpe. Espío y trato de ir hasta el fondo, de embarcarme al conjunto, de sumarme en el todo. Pero quedo siempre aislado; ignorante, individual, siempre a la orilla.

Desde la orilla entonces, desde el embarcadero, dirijo esta carta que va a perderse en el silencio…

Efectivamente, tu carta ha ido a dar al silencio. Pero sucede que yo me encontraba allí en tales momentos. Las galerías del silencio son muy extensas y hacía mucho que no las visitaba.

Desde el principio del mundo vienen a parar aquí todas esas cosas. Hay una legión de ángeles especializados que se ocupan en trasmitir los mensajes de la tierra. Después de que son cuidadosamente clasificados, se guardan en unos ficheros dispuestos a lo largo del silencio.

No te sorprendas porque contesto una carta que según la costumbre debería quedar archivada para siempre. Como tú mismo has pedido, no voy a poner en tus manos los secretos del universo, sino a darte unas cuantas indicaciones de provecho. Creo que serás lo suficientemente sensato para no juzgar que me tienes de tu parte, ni hay razón alguna para que vayas a conducirte desde mañana como un iluminado.

Por lo demás, mi carta va escrita con palabras. Material evidentemente humano, mi intervención no deja en ellas rastro; acostumbrado al manejo de cosas más espaciosas, estos pequeños signos, resbaladizos como guijarros, resultan poco adecuados para mí. Para expresarme adecuadamente, debería emplear un lenguaje condicionado a mi sustancia. Pero volveríamos a nuestras eternas posiciones y tú quedarías sin entenderme. Así pues, no busques en mis frases atributos excelsos: son tus propias palabras, incoloras y naturalmente humildes que yo ejercito sin experiencia.

Hay en tu carta un acento que me gusta. Acostumbrado a oír solamente recriminaciones o plegarias, tu voz tiene un timbre de novedad. El contenido es viejo, pero hay en ella sinceridad, una lamentación de hijo doliente y una falta de altanería.

Comprende que los hombres se dirigen a mí de dos modos: bien el éxtasis del santo, bien las blasfemias del ateo. La mayoría utiliza también para llegar hasta aquí un lenguaje sistematizado en oraciones mecánicas que generalmente dan en el vacío, excepto cuando el alma conmovida las reviste de nueva emoción.

Tú hablas tranquilamente y sólo te podría reprochar el que hayas dicho con tanta formalidad que tu carta iba a dar al silencio, como si lo supieras de antemano. Fue una casualidad que yo me encontrara allí cuando acababas de escribir. Si retardo un poco mi visita, cuando leyera tus apasionadas palabras tal vez ya no existiría sobre la tierra ni el polvo de tus huesos.

Quiero que veas al mundo tal cual yo lo contemplo: como un grandioso experimento. Hasta ahora los resultados no son muy claros, y confieso que los hombres han destruido mucho más de lo que yo había presupuesto. Pienso que no sería difícil que acabaran con todo. Y esto, gracias a un poco de libertad mal empleada.

Tú apenas rozas problemas que yo examino a fondo con amargura. Hay el dolor de todos los hombres, el de los niños, el de los animales que se les parecen tanto en su pureza. Veo sufrir a los niños y me gustaría salvarlos para siempre: evitar que lleguen a ser hombres. Pero debo esperar todavía un poco más, y espero confiadamente.

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