Durante años relacioné mi estómago delicado con mi mal sueño, y puse en práctica una serie de experiencias pero, el comprobar que incluso las noches que no cenaba sufría pesadillas, deseché esta idea. Pensé, entonces, en la influencia del hígado y, a lo largo de medio año, me sometí a un régimen vegetariano, muy rígido a la hora de la cena, pero las cosas no variaron. En vista de mis fracasos, inicié un tratamiento con tranquilizantes y, después, con somníferos, pero todo continuó igual. En realidad, insomnios, lo que se dice insomnios, no padezco, luego el tratamiento con somníferos no procedía. Yo suelo coger el sueño sobre las dos de la madrugada, después de leer un rato, pero se trata de un falso sueño, un sueño superficial, una larga pesadilla. Tampoco es exacto hablar de pesadillas en sentido lato, es decir, por ponerle a usted un ejemplo, las que me asaltaban de chico: pretender huir y no poder mover las piernas, encontrarme prisionero en una angostura que me impide rebullir y casi respirar, etc. Mi pesadilla actual es muy distinta: sueño que estoy despierto, o bien, estoy despierto y pienso que estoy dormido. No lo sé, todavía no he acertado a dilucidarlo. Lo incontestable es que yo puedo retornar a la vigilia tan pronto me lo proponga. En ocasiones, desazonado en mi duermevela, cuento corderos imaginarios o sigo mentalmente el itinerario de un tendón desde un dedo del pie hasta la ingle, pero no me duermo, o, si lo hago, sueño que cuento corderos o que sigo el itinerario de un tendón hasta la ingle. ¿He estado, en realidad, contando corderos o siguiendo tendones sin conciliar el sueño, o he soñado que contaba corderos y seguía tendones durante toda la noche? Lo ignoro y de ahí mi drama.
Llegado a este punto, comienza la pugna por conseguir la inconsciencia plena, un sueño profundo, la desconexión total de las neuronas. Empeño vano. Cuanto mayor es la voluntad de dormir más fácilmente se impone la vigilia. Y ya, en esta tesitura, uno aboca, como último recurso, a los remedios neuróticos: gotas en la nariz, tapones para los oídos, el antifaz… Entre todos ellos, hay uno verdaderamente ingenioso: los tapones. ¡Qué manera tan simple de eludir el mundo! Con los tapones le da usted al sentido del oído, tan maltratado el pobre, unas prudentes vacaciones. El aislamiento que procuran angustia un poco al principio pero, tan pronto uno se habitúa, encuentra la paz: no existen motores, televisión en el piso vecino, transistores, ni frenazos… Si siente usted la tentación de probarlos, rehúse los tapones de goma y ensaye los de cera, cera blanda, maleable, que se adaptan perfectamente a los orificios de los oídos (apenas escrito esto me asalta la sospecha de que los tapones puedan ser la causa de mis pesadillas al dejar prisioneras las ideas dentro de la cabeza, bordoneando dentro del cráneo, como moscas en un fanal; habré de someterme a nuevas experiencias).
Naturalmente, señora, he leído a Freud. Juzgo sus libros estimables como teoría pero nada más. No creo en el psicoanálisis como terapéutica ni en los sueños como realización de deseoso liberación de represiones. Si esto fuera así, mis sueños, creo yo, tendrían otro carácter. Pero soñar una y otra vez que estoy en vela,¿qué significado tiene dentro del mundo onírico freudiano de la libido y la represión?
Mi amigo y contertulio el doctor Romero me recomendó un día permanecer menos tiempo en cama. Su razonamiento era discreto: sueño más breve, sueño más profundo. A partir de los cuarenta, me dijo, carece de sentido el viejo esquema de los tres ochos. Ensayé, pero el remedio fue aún peor que la enfermedad. De noche, la pesadilla subsistía y por el día vagaba de un sitio a otro como una sombra, tronzado, incapaz de concentrarme, de lo que deduje que permanecer ocho horas en cama, despierto o soñando que lo estaba, me era imprescindible.
Después de largas reflexiones he concluido que esto mío es una enfermedad profesional. El periodismo, que nos hace trabajar de noche y dormir de día, invierte el orden natural para el que el hombre ha sido construido. Se produce así una desacomodación. El sueño de día, no repara, y el trabajo de noche se consigue a base de excitantes y estímulos artificiales (la misma profesión lo es). Durante los casi cuarenta años que permanecí en activo rara vez me acosté antes de las cuatro de la madrugada y, con frecuencia, me retiraba a descansar estando el sol en el cielo. Argüirá usted que hay muchos periodistas que duermen como lirones, pero esto no es argumento. La silicosis es mal de mineros y son muchos los mineros que no la padecen. En suma, yo, así viva mil años, nunca podré adaptarme al horario de los trabajadores normales. Soy un enfermo incurable.
Pero me temo, amiga mía, que en estas cartas primeras le hablo demasiado de mi, aunque, bien mirado nuestra correspondencia se inició con la finalidad de conocernos y, en buena lógica, no sería honrado silenciar los aspectos de mi persona que me parecen fundamentales. Mis líneas de hoy responden a su afirmación deque mis cartas le comunican una apacible sensación de serenidad. Tratar de aparentarla ante sus ojos sería una hipocresía. No soy hombre sereno, ni mucho menos imperturbable, aunque haya logrado un cierto dominio sobre mí mismo. En lo que atañe a las suyas, a sus cartas quiero decir, responden a una lógica cartesiana. No hay gratuidad en ellas, unas cosas se apoyan en otras, están machihembradas como una primorosa obra de carpintería.
Creo que se equivocó usted al abandonar sus estudios de Letras tras aprobar los Comunes. Admito los celos de su marido, entonces su novio, ya que hace ocho lustros las muchachas no hacían número en la Universidad y las relaciones hombre-mujer se entendían de otra manera. Pero nunca es tarde. Le hablaba en días pasados de las madres maduras americanas, de su vuelta a los estudios una vez que sus hijos adquieren vuelo propio, no las necesitan. ¿Porqué no se matricula usted? El estudiante ideal sería aquel que dispusiera de las facultades de los veinte años y la experiencia de los cincuenta. A nuestros universitarios les falta lo segundo; a usted, lo primero. El problema estriba en descifrar cuál es más importante.
Con afecto y respeto,
E. S.
26 de mayo
Estimada amiga:
Me llega la suya en el momento de salir para el pueblo. Ando metido en obras allí, independizando el desagüe del baño del de la cocina que resultaba insuficiente. Tengo la casa patas arriba. Como el Ramón Nonato está enfermo, con un lumbago que lo tiene paralizado, he contratado a un albañil de aquí, de la ciudad. ¿Sabe lo que me lleva por jornada? Cuatro mil pesetas y mantenido.¿Sabe lo que cuesta un kilo de filetes de novilla en Cremanes? Setecientas pesetas. Más que aquí, en la capital cuando la capital se abastece de reses de allí. ¿Hay quien entienda esto? ¿Le parece a usted serio que el gobierno nos diga que la vida subió un 0,8 por 100 el pasado abril? Una consulta, señora: el enlosetado de cocina y baño. ¿Baldosas o gres? Los amigos me recomiendan esto último. ¿No cree usted que pueda resultar un poco fúnebre? La escribiré con calma. Saludos afectuosos,
E.S.
28 de mayo
Estimada amiga:
Se interesa usted en su última por la forma en que llegué al periodismo, cómo sin estudios previos, pude alcanzar el cargo de redactor. Bien mirado, aquello fue fruto de una serie de circunstancias que ni aún hoy, al cabo de los años, resulta fácil explicar. Le hablé en su día de mi presentación a don Juan Guereña, el gerente, la buena impresión que me produjo. A partir de entonces empecé a trabajar en el periódico, en principio un poco de comodín, pues lo mismo echaba una mano en la sección de fotograbado, que atendía a la centralita, que desempeñaba el papel de ordenanza de redacción. Esto último, que venía a ser un enlace entre la redacción y el taller, era lo que más me agradaba. Aquello era ya periodismo, puesto que manejaba informaciones, que, clasificadas en secciones y en letras de molde, aparecerían en el diario a la mañana siguiente. Al cabo de pocos meses quedé fijo en esta sección. Por aquel tiempo, los redactores, aparte la información local, se dedicaban a hinchar los escuetos telegramas que se recibían de Madrid, noticias políticas, principalmente, sí que también sucesos y acontecimientos internacionales. Una verdadera labor de creación. El redactor no disponía sino del núcleo argumental, que aderezaba, mediante pocos libros y mucha imaginación, con circunstancias de lugar y de tiempo. En el trayecto hasta las linotipias, en las escaleras y, sobre todo, en el túnel, yo leía apasionadamente las informaciones de que era portador ya que siempre sentí una viva curiosidad hacia los papeles impresos. De esta manera inicié mi formación periodística. Hoy puedo afirmar sin jactancia que el trayecto de la redacción al taller (el largo pasillo, el tramo de escalera de hierro y el húmedo túnel de acceso) fue mi Universidad.
Al cabo de dos años se produjo en el diario una importante novedad: la instalación del primer teletipo. ¿Puede usted imaginar, amiga mía, lo que supondría la incorporación de un ingenio que por si solo reproducía en caracteres tipográficos lo que otra persona tecleaba en Madrid? ¡Una máquina que escribía sola! ¡Una auténtica revolución! Con su advenimiento cesaron los telegramas pero también, ¡ay!, se acabó la imaginación. El volumen de noticias era ahora excesivo, algunas noches abrumador. Se hacía indispensable seleccionar. El redactor ya no precisaba hinchar, sino, al contrario, desembarazarse de ganga, extractar, ya que en aquellos años se tiraba un periódico de seis páginas y la información del teletipo rebasaba lo que cabía en ellas. La esencia del oficio se invirtió, pues. El quehacer, sin embargo, continuaba siendo fascinante y yo acechaba a toda hora el rodillo del teletipo, donde iba surgiendo, letra a letra, la historia de cada día. A intervalos, cortaba en tiras el rollo sin fin, troceaba cada tira y pegaba las noticias en cuartillas antes de pasarlas a redacción. Después, en el túnel, observaba lo suprimido y lo realzado en los titulares y de este modo iba aprendiendo a separar el grano de la paja, a apreciar la síntesis como ejercicio intelectual.
Redactores y linotipistas me habían acogido bien y todos, incluso Hilario Diego, el regente, que después moriría absurdamente de una caída, desnucado en plena calle, y era hombre de carácter difícil, me estimaban. Al poco tiempo, don Juan Guereña, a petición mía, me asignó la plaza de ordenanza de noche, lo que me permitía asistir a la consumación de un proceso que desde el primer momento me había deslumbrado. Fui conociendo así el ajuste, la estereotipia, la confección de tejas y cartones, y, finalmente, ya de madrugada, el momento culminante, la tirada del periódico. Noche tras noche asistía, literalmente transportado, a aquella ceremonia y los domingos, que descansábamos, se diría que me faltaba algo. Yo necesitaba, como del aire, del olor a tinta fresca, del rodar de las bobinas, del bum-bum de la rotativa, de las timbradas intermitentes, de la excitación, en fin, que acompaña cada noche al alumbramiento. Hacia las cuatro de la madrugada me retiraba a casa con el periódico del día, la tinta aún fresca y olorosa, entre las manos. Pero, pese a las altas horas, mi difunta hermana Eloína me aguardaba levantada y, aunque ya no era yo ningún chiquito, me tomaba en brazos, me acunaba y me hacia contarle con pelos y señales las novedades del día.