Un abejorro, una borla sonora, un pequeño y erizado pedazo de sol, tiembla en el dintel de la ventana. El hombre lo ignora. El abejorro duda, zumba, zigzaguea, se va. En la pantalla del televisor desfilan imágenes mudas. El salón es puro silencio.
El silencio está sentado en el sofá, junto al hombre, y tiene rostro de ángel. Se oye ladrar a un perro (uaur, uaur), pero jamás un perro ha podido perturbar el silencio de un ángel.
El ángel sostiene la caja de marfil.
Es bueno comprobarlo.
No es que el hombre tema otra cosa, pero siempre resulta tranquilizador asegurarse.
– ¿Y por qué no dijiste nada cuando viste la foto? -preguntó Quirós de mal modo.
La chica de pelo teñido de naranja se encogió de hombros. Hacía lo mismo con cada frase, como si tuviera que darles impulso con el cuerpo.
– No me acordaba bien -dijo sin dar muestras de que Quirós la amedrentara, y siguió secándose con la toalla.
Por un instante Quirós intentó comprender su aspecto como si se tratara de un jeroglífico. Su pelo cortado casi al rape, las sobras pintadas de naranja. Los metales que perforaban sus orejas, de las que pendían cosas retorcidas como moluscos. Los alfileres hundidos en su aleta nasal y en la lengua y el mentón. El collar de caracolas. La serpiente verde tatuada bajo el cuello. La piel lechosa, de una blancura que parecía ausencia de algo en vez de color. El bikini negro. Era un poco cargada de espaldas y algo gordita. Se equilibraba sobre zapatos de plataforma. Estaba chorreando (se había dado un chapuzón antes de venir, seguro, olía a sal) y traía una toalla colgada al cuello y calcetines de arena hasta los tobillos. De la riñonera atada a la cintura sobresalían cables y una cajetilla de tabaco. No tendría más de quince años.
– Bueno, no importa. -Nieves Aguilar miró a Quirós al tiempo que apoyaba una mano en la espalda de la chica-. Lo que importa es que has venido, Tina. Has dicho que te llamas Tina, ¿verdad?
– Tina Serrano.
– ¿Has comido ya? ¿Damos un paseo?
Salieron del hostal y bajaron a la playa. La chica y la mujer iban delante. Quirós se retrasaba porque de repente todo se había puesto a girar a su alrededor. Tina Serrano, pensó. La chica lo había mirado como si estuviera contemplando un culo bajo el esfuerzo de los pujos. A eso lo condenaba. ¿Qué era él para aquella niña cubierta de quincallas? Pero ¿y qué era ella para él? ¿Qué clase de cosa extraña y retorcida era ella? Tina Serrano, volvió a pensar.
La playa se agobiaba con un rebullir de cuerpos, pero bajo la escueta sombra de las casitas azules pendía algo así como un sopor del aire. Nieves Aguilar escogió aquel flanco. Aún apoyaba la mano en la espalda de la chica. Las piernas de Quirós zanqueaban y estaba sudando bajo el sombrero y la chaqueta. Además, tenía ganas de orinar. Siempre le entraban después de comer. El líquido acumulado en su vejiga le daba calor, y debía expulsarlo cuanto antes porque la próstata se le estaba empezando a resentir. Le hubiese gustado, igualmente, echar la siesta. Pero no veía el momento oportuno para hacer nada de eso. Se dedicaba, tan solo, a mirar a la chica mientras caminaba. Estaba absorto en su contemplación, como si se tratara de una figura prodigiosa que hubiese aparecido por sorpresa en el aire o el agua.
– Nos veíamos todas las mañanas allí, al final de las rocas -dijo Tina.
– ¿En el espigón? -preguntó Nieves Aguilar.
– Sí, yo también iba. Bueno, sigo yendo.
– ¿Y os poníais a mirar el mar?
– Sí. Bueno, yo oigo música. Ella siempre andaba con papel y lápiz. Le pregunté qué estaba estudiando. Me dijo que escribía cuentos. -El tono de la chica era de burla.
– ¿Os hicisteis amigas?
– Ni de coña. Era un poco… Muy cortada, vamos. Me dio mal rollo. Tenía unos ojos muy verdes.
– Como los tuyos.
– Sí. Bueno, los míos no tanto.
– ¿De qué más hablasteis?
– Me preguntó qué estaba oyendo. Le dije que a D. R., y que también me molaba Tribu Rombo. Me contó que había conocido a D. R. en persona durante una fiesta a la que habían invitado a su padre… Yo flipé, de verdad. Dijo que D. R. tiene los ojos más verdes que los suyos y los míos. Luego dijo… Le dije… Ah, sí, que llevaba un colgante muy bonito, uno en forma de estrella…
La mujer se detuvo.
– ¿Uno de color zafiro? Lo conozco. Se lo regalé por su cumpleaños.
– ¿Usted es esa profesora amiga suya? -«Tutéame, por favor», le pidió la mujer. La chica se encogió de hombros-. Pues me habló bien de usted… de ti. Me dijo que eras su amiga, que no se iba del colegio porque estabas tú… Del colegio echaba pestes, perdona que te lo diga.
– ¿Qué decía? -La chica respondió con los hombros. Nieves Aguilar insistió-: No importa, dímelo.
– Que tenía un guía o algo así, y que estaba harta…
– A mí me contó algo parecido.
– Y que casi todos los profesores y las monjas eran unos soplapollas. -Tina miró a la mujer-. Lo siento, pero me dijo eso. Y yo la comprendí. Bueno, seguro que no todos son iguales. Los profesores y las monjas, me refiero.
Una familia sucia de playa empujaba un cochecito de bebé en dirección contraria. La mujer, la chica y Quirós se apartaron.
– ¿Hablasteis sobre algo más?
– Ese día no. Y los siguientes tampoco. Es que a veces no iba a las rocas. Y la verdad es que como siempre andaba con mogollón de libros de un lado a otro…
– ¿Te fijaste en ellos? ¿Qué libros eran?
– Yo qué sé. Eran del albergue. De la biblioteca del albergue, eso me dijo.
– ¿Te suena el nombre de Manuel Guerín?
La chica volvió a alzar los hombros, pero enseguida hizo un gesto distinto, como si los dejara caer más de lo que ya caían.
– Me parece que vi ese nombre en uno de los libros…
Un joven de pelo pincho atormentaba una guitarra en la acera del paseo, frente al espigón. Había congregado a cierto público, incluso los hacía seguirle hacia las rocas. La chica, que parecía aburrida, cruzó la calle y empezó a bailar.
– ¿Y qué más recuerdas, Tina? -preguntó la mujer alcanzándola.
– Te están preguntando -dijo Quirós. Tina murmuró una sílaba incomprensible, se encogió de hombros y siguió bailando. Quirós se plantó entre la música y ella-. Oye, esa no es forma de responder…
– No sé más, ¿vale? -exclamó la chica sin dejar de bailar, mientras sacaba el paquete de cigarrillos. Quirós se lo quitó de un manotazo-. ¡Eh! ¿Qué coño haces?
Quirós se alejó hacia una papelera rebosante de envoltorios de helados y hundió el paquete entre los desperdicios. La chica lo siguió vociferando insultos.
– Tina -dijo la mujer-. Señor Quirós…
Quirós miraba. Tina gritaba con la voz rota:
– ¿De qué vas tú, con esa pinta de chulo de mierda con sombrero? ¡No te tengo miedo! ¿Me oyes? ¡Me vas a pagar esos cigarrillos! ¡El paquete era nuevo…!
Quirós no cesaba de mirar aquel rostro enrojecido, cuajado de clavos que parecían ir a estallárselo, con otro clavo brillándole en los ojos.
– Si tus padres te vieran… -murmuró.
– Si mis padres me vieran, ¿qué? ¡Y no tengo padres! ¿Te enteras, capullo? ¡La palmaron…!
– Lo sentimos mucho -dijo la mujer-. ¿Cuándo sucedió…?
– Cuando nací. Un accidente. -La chica intentaba coleccionar los cigarrillos, pero Quirós los había roto. Al final desistió musitando maldiciones.
– ¿Con quién vives, Tina? -preguntó la mujer arqueando las cejas.
– Con mis tíos. Mi tío es arqueólogo. Saca estatuas y barcos del mar. -Al decir eso, la chica se puso a mirar el mar.
Lo que Quirós sentía nada tenía que ver con lo que le rodeaba. Se encontraba en otro mundo que no era aquel de arena cálida, olor a bronceadores, niños en salvavidas yendo y viniendo y nubes de nieve quietas en el cielo azul. Reconoció que estaba furioso, pero ignoraba contra qué. Apenas pudo barbotar sus siguientes palabras.
– ¿Saben tus tíos que… te juntas con esos… rapados en vacaciones?
La mujer comenzó a decir algo pero la chica la interrumpió. Su ira también era inmensa, pero, a diferencia de Quirós, ella la descargaba, la vaciaba con las palabras.
– ¡Me junto con quien me da la gana! ¡Y te vas a enterar por haber golpeado a Borja! ¡Sus amigos te van a…!
– A qué -dijo Quirós.
– ¡Tina! -dijo la mujer.
Un llanto. Una pausa. En la playa, unas nalgas pequeñas enrojecían bajo una mano adulta. El delito era un helado de vainilla que, sin duda, el niño había dejado caer, y que ahora lo salpicaba a él así como a la mujer que le zurraba. La mujer zarandeó al niño después de la zurra. A Quirós le entraron ganas de golpear a aquella mujer.
– Tina, escúchame -decía Nieves Aguilar-. Amenazas, ni una, ¿de acuerdo? Y usted, señor Quirós, cálmese… Vamos, calma los dos…
Quirós, que había llegado a un trato fáustico con su vejiga (dame tiempo y luego seré tuyo), miraba el mar. El mar también era rojo. Miró la acera. Hacía calor. La mujer hablaba febrilmente. Lecciones de psicología para niñas buenas. El guitarrista se había alejado lo bastante para su oído, pero no para sus deseos. Ocurría igual con el resto del mundo.
– … es importante, compréndelo, por favor. Esa chica se ha perdido, no sabemos dónde está. Por eso queremos que nos digas todo lo que recuerdas…
– He venido a decir lo que recuerdo.
– Lo sé, y te lo agradecemos mucho. -La mujer lanzaba súplicas con la mirada hacia Quirós-. Ahora que todos estamos más tranquilos, me gustaría proseguir. ¿Recuerdas otra cosa?
– Es que dejó de ir a las rocas y ya no nos vimos… Bueno, un día nos tocó fregar juntas los platos y le pregunté dónde se metía. Porque nunca la veías en las fiestas de la playa, o en el pub La Sirena… Me dijo que no le gustaba nada de eso: bailar, divertirse… Al principio pensé que le había cogido manía a los skins . Con los skins siempre se confunde la gente. Le expliqué que los verdaderos skins no son esos racistas que van por ahí hostiando negros. Esos son los boneheads . Los verdaderos skins vienen de los inmigrantes jamaicanos en Inglaterra…
Quirós tomó aire y se apartó de ellas. Se puso a mirar el paisaje. No sabía ninguna canción y no podía tararear nada. En cambio, empezó a tararear con las imágenes. Divisó el albergue en lo alto de la cuesta. Se fijó en personas que iban y venían: un anciano con la cara rígida, una joven de bañador rojo, un negro en la acera. El negro estaba quieto, en cuclillas. Quirós ya había visto a varios negros en el pueblo, y también moros. Aquel vestía solo unos pantalones cortos y vendía muñecos que exhibía en una alfombra verde. Los muñecos formaban un pequeño y negligente ejército de reyes. Quizá pertenecían a una de esas películas que Quirós ya no veía. Se agachó para examinarlos. No parecían reyes pero sí, ciertamente, nobles, con sus capas y gorras, sus espadas al cinto y sus joyas. Estaban entregados a la indolencia del plástico, como si con ellos no fuera el bullicio que estallaba alrededor. El negro empezó a hablar, pero lo interrumpió un chasquido. Alguien estaba haciendo fotos, un gordito con bermudas estampadas. A Quirós le resultó conocido. Cayó en la cuenta: era el tipo que la tarde anterior fotografiaba al guitarrista.