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– Parecen muertos -indicó Nieves Aguilar.

Quirós no se mostró de acuerdo. Había visto muchas veces la muerte y no era así. Pero no hubiese sabido establecer las diferencias, entre otras cosas porque no le importaba establecerlas.

La mujer vestía aquella mañana un conjunto azul oscuro con ovejitas bordadas en la solapa de la chaqueta. Se había atado el pelo con una goma. De vez en cuando Quirós la oía hablar.

– ¿Usted también escuchó la explosión? No hay luz en ninguna parte. Me ha dicho la señora del hostal que se ha debido, seguramente, a una sobrecarga al probar las bombillas… Me refiero a las que cuelgan de las farolas… Es que este sábado se celebra una fiesta. ¡Quizá se hayan fundido todas a la vez…!

Caminaban por un paseo embaldosado. A un lado se apiñaban las casitas azules; al otro, arena y olas. Un velero se mecía en el horizonte. A Quirós le pareció, durante un instante muy extraño, que se trataba del mismo velero del día anterior, situado en el mismo sitio, improbablemente atrapado por el mar. Los bañistas también semejaban haber sido atrapados por la arena. Nada se movía. Solo un perro correteaba en la orilla. Era blanco, pero no era Sueño, ni lo parecía.

Quirós apartó de una patada una lata de refresco. La lata golpeó el pretil y regresó dócilmente con un ruido de cadenilla. Quirós la pateó hacia otro lado. La mujer miraba arriba mientras caminaba, Quirós abajo.

– Este pueblo es una pena… Tiene cosas muy bonitas, como ese espigón, o esa torre de allá, que es muy antigua, de tiempos árabes. Pero el resto está destinado al turista… Fíjese en esos edificios en obras… Cuánta especulación. Parece un animal al que quitáramos la piel para hacernos abrigos… Y esas barcas en la arena, solo un decorado… Por lo visto, aquí no se pesca desde tiempos de san Pedro. Eso sí, quieren darle aires de gran ciudad y mantener, simultáneamente, el aspecto de aldea. Es lo que ha pasado con las bombillas: mucha iluminación, pero… Todo falso por dentro…

Habían llegado al grupo de rocas que la mujer llamaba «espigón». Las rocas se introducían en el mar como el casco de un barco varado. Una mano pequeña como una maqueta de mano aleteó frente a Quirós.

– El albergue es esa casa de allí. Hay que subir una cuesta.

Cuando la mujer callaba, el silencio era casi completo. Quirós hubiese jurado que ni siquiera sonaba el mar.

– Perdone la curiosidad. ¿Es usted detective privado?

– Sí -resopló Quirós.

– Por cierto, quería darle las gracias. Por dejarme acompañarle. Espero que no lo haya hecho por el espectáculo que di ayer… Me porté como una tonta, lo siento.

A Quirós se le antojó que tardaba una eternidad en llegar al albergue. No era que la compañía de la mujer le resultara pesada, al contrario. Más bien era su propio peso, su edad, algún tipo de ley física que le enlentecía los pasos.

El albergue no ostentaba letreros. Su fachada era una explosión de dibujos de aerosol. Había chicos de ambos sexos tumbados en el césped o sentados en las escaleras de la entrada. En el interior hacía calor, pese a que la puerta trasera se hallaba abierta, y olía a quemado. Las paredes estaban sucias, aunque encima habían colgado pinturas de personas que parecían dormidas y armoniosas fotografías de chavales que podían ser antiguos huéspedes.

– Míchigan. -La chica, que había salido de una puerta lateral o del mostrador (Quirós no la había visto aparecer), tenía la voz pastosa y masculina. Una densa bola gris se desperezó en un rincón y abrió ojos de piedra radioactiva al tiempo que maullaba-. Michi, malo. Michi, malo.

– Estoy buscando a esta persona -dijo Quirós y mostró una foto.

La chica no respondió. Ni miró a Quirós siquiera. Salió del mostrador alzando una tabla y recorrió el vestíbulo. Cuando se agachó, su larguísimo pelo castaño le cubrió el cuerpo. Al levantarse arrastró consigo más pelo en forma de borla gris y mórbida, y lo apretó contra la barbilla. El gato abrió una boca triangular, bostezó.

– Michi, Michi -canturreó Nieves Aguilar, acercándose-. Qué gordo está.

– Engordó. Lo castramos. Tuvimos. -O al menos eso fue lo que entendió Quirós. La niña hablaba sin ganas. Su camiseta era blanca como espuma de jabón. Iba descalza. Desapareció por una puerta y regresó sin el gato-. No hay luz -dijo-. Se asusta.

– Claro, el pobrecillo -dijo la mujer.

Quirós lo volvió a intentar. Mostró la foto. Esperó.

– Sí, Marisol -dijo la chica apartando una de las cortinas de cabello. Quirós la corrigió-. ¿Soledad? No sé. -Soltó una risita-. Yo la llamaba Marisol.

– ¿Cuándo se marchó?

– Eh… Una semana. No sé. No anotamos. Esto va así. Vienen, pagan según tiempo, pero no exacto. Y se van cuando más o menos.

Quirós no lograba rellenar las lagunas de aquel lenguaje esotérico. La mujer, en cambio, parecía comprender perfectamente, porque intercalaba asentimientos, incluso comentarios:

– Todo eso me lo explicó tu compañero cuando vine la otra vez. -La chica hizo ruidos de reunir un buen gargajo y prepararse para escupirlo, pero Quirós dedujo que tenía que ser un nombre, porque la mujer agregó-: Sí, Igg.

– Así que… -Quirós intentó una reflexión-…la gente se va… sin anunciar… ¿Y cómo sabéis que se van?

– Lo dicen. Dejan la llave.

– ¿Y qué hizo Soledad? O Marisol.

– No sé. No fui yo. No estaba. Fue… -De nuevo intentó escupir.

– Igg la vio marcharse -dijo la mujer.

– ¿Qué es eso de…? -Quirós hizo lo posible por escupir como ellas.

– Mi novio -dijo la chica-. Fundó esto.

– ¿El dueño?

– No. Aquí no hay dueños. De todos.

Quirós intuyó que la chica lo despreciaba. O puede que solo reflejara el desprecio que él le dedicaba.

– Así que tu novio la vio marcharse. Y ella no dijo a dónde iba, claro… ¿Podría hablar con tu novio?

– Ahora no. Dormido. A estas horas siempre. No puede.

– Solo un minuto -insistió Quirós.

– Es que no.

Por un instante, la chica y Quirós se miraron. La chica tenía las manos en la cintura, y quizá las piernas separadas, pero el mostrador no permitía verlo. Bajo sus ojos se extendía un antifaz rojizo, acaso debido a una alergia al sol. Sus facciones eran pronunciadas, de mandíbula angulosa y nariz partida, como si estuviese acostumbrada a recibir golpes.

– Son preciosos. -La voz de Nieves Aguilar, surgida de algún punto a espaldas de Quirós, tuvo la virtud de amansar el silencio-. Los cuadros.

– De mi hermano Luis. Yo soy Belén Blasco.

– Encantada -dijo Nieves Aguilar-. ¿Tu hermano es pintor?

– Era Murió. En moto.

– Lo siento.

– Hace años.

Detrás de la chica, un casillero de llaves colgaba torcido. Las llaves no tenían placas adosadas sino animalitos de peluche.

Era un lugar diminuto. Una buhardilla. La única buhardilla. Casi nadie escogía aquella habitación, había dicho la chica, porque en el albergue se llevaba más lo compartido, pero Soledad había pedido expresamente un cuarto individual. No habían vuelto a ocuparlo desde su partida, y la chica accedió a que Quirós lo inspeccionara. Quirós se limitó a mirar bajo la cama y el colchón y abrir el cajón de la mesilla, adornada con una sucia flor de plástico, y la puerta del pequeño armario. Encontró poco más que polvo. El papel de las paredes estaba arrancado en los zócalos. Había fechas y nombres arañados. Nada se refería a la muchacha.

Contempló la cama. Era pequeña, de colcha abullonada. Parecía ocultar un cuerpo deforme pero solo ocultaba alambres deformes. Recordó haber asesinado a un hombre en una cama similar. Se llamaba Bronconte. Era un tipo que acostumbraba vestir ropa femenina porque afirmaba que así el espectro de su madre podía poseerlo. Pero no le había bastado aquella idiotez: también se había follado a otra mujer, mucho menos espectral, propiedad absoluta de uno de los grandes señores de Quirós. Bronconte se ocultaba en un motel andrajoso de provincias. Quirós entró en la habitación mientras dormía. No fue un trabajo complicado: Bronconte roncaba y Quirós se limitó a cubrirle los ronquidos con las bragas de la mujer de su cliente, tal como este deseaba. Recordaba perfectamente el catre y hasta la flor de plástico de la mesilla: eran semejantes a los de aquel cuartucho.

La mujer y la chica parecían amigas de toda la vida. Habían estado hablando mientras Quirós registraba. La mujer dijo:

– ¿No ha terminado? Le espero abajo.

Quirós las siguió pero se detuvo en el segundo piso. Le habían dicho que el baño era compartido y quería verlo. Avanzó por un pasillo oscuro con paredes acribilladas de mensajes y dibujos. O no del todo: algunas puertas entreabiertas cortaban la penumbra como los rayos láser de ciertas películas que Quirós no veía desde hacía mucho tiempo. A través de las rendijas observó pies descalzos, piernas, muslos, una espalda, un bikini puesto a secar. Escuchó ronquidos. Allí se levantaban tarde, porque estaban de vacaciones y eran jóvenes; tenían todo el sueño por delante.

Aquel mundo se asemejaba al de los ricos, pensaba Quirós: era el de los hijos de los ricos, pero poseía idénticas contradicciones y misterios. Allí se iban los hijos de los ricos a… ¿A qué? A dormir en camas de colcha abullonada y alambres retorcidos. A respirar azufre. A sufrir los estragos del calor y el contacto físico. Los hijos de los ricos vivían en aquel subsuelo abonado por sus padres, reciclando los residuos paternos hasta que la edad les hacía volar por su cuenta y vivir en el aire acondicionado y el lujo de los áticos.

La puerta del baño estaba trabada, pero la venció de un empujón. Encontró a Jesucristo coronado de espinas y fumando canutos. Otro póster mostraba a un bicho muerto, quizá una comadreja, a quien alguien se aprestaba a arrancar la piel. «Qué cosas te suceden a causa de los átomos», rezaba el título de otro cuyas imágenes consistían en meros dibujos: latas de salchichas bicolores, animales mutantes, antenas verdes en la cabeza de la gente. No había luz eléctrica, pero la natural entraba desde un cristal esmerilado. Por lo demás, un baño bastante limpio, de ducha diminuta.

Regresó a la escalera. En el rellano se asomó a una ventana y observó el perfil del pueblo, la sierra sombría, motos aparcadas junto al albergue y un grupo de jóvenes sentados frente a frente en dos pequeños muros de un patio trasero. Se caló las gafas negras, bajó los últimos peldaños y salió por la puerta del patio. Los jóvenes no se movieron.

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