Es necesario decir la verdad, aunque duela.
Tampoco se comportó como un dios cuando, tras morir los abuelos, su madre empezó a recibir hombres en casa. Eran altos como torres y se inclinaban para mirarle torciendo la cara con gestos aviesos. Aunque eran muchos, venían de uno en uno. Su madre los hacía pasar al dormitorio y él se quedaba fuera. Vete a tu cuarto, Cico. Él obedecía, pero llorando.
Por lo menos ya en aquella época tenía la caja de marfil.
Y el cine. El cine lo conmovía desde muy joven. Adoraba Un perro andaluz , quería ser director, tener una estrella en el Paseo de la Fama, marcar un hito en la historia del celuloide… No consiguió nada de eso.
Deja los platos sucios en la cocina (aún no ha enseñado al perro a fregar), entra en el baño, donde flota la bruma de una ducha reciente, llena un cubo de agua, coge otro limpio. Es necesario que no le falte nada, piensa. Sale por la puerta trasera y se dirige al cobertizo.
La mañana del martes es clara, muy limpia, pero el hombre ya ha oído el pronóstico: dentro de un par de días, centro de bajas presiones, una borrasca de despedida del verano, nubes como monstruos rodeando un ojo enorme, una diana celeste, el tragante del WC de Dios. En otras temporadas ya había terminado su labor para esas fechas. Últimos de agosto: hora de hacer el equipaje, cerrar la tienda y largarse hasta el año próximo, porque lo cierto es que el hombre vive en un piso de la capital, no en esa granja repugnante a la que solo acude los veranos. Pero esta vez se ha retrasado, lo cual achaca a diversas circunstancias: arreglos superficiales del tejado del cobertizo, compras imprevistas, quizá también…
¡Sí, las historias, que han removido capas y capas de fango, de lodo, dejándole un comprensible poso de inquietud!
¿Cómo puede ser que, siendo como somos palabras escritas, nuestra historia sea real?, piensa mientras su imagen, como un tizón en el fuego, se ennegrece, se consume, pierde forma, se vuelve cenizas, oscuridad…
Aquella mañana Quirós salió temprano. En las calles desiertas se agolpaban furiosos ladridos. Los siguió hasta la cima de la cuesta donde se encontraba la furgoneta. Había dos policías de chaleco fosforescente apoyados en la carrocería bebiendo café. Se asomó por la ventanilla trasera y vio a los perros.
– ¿Le gustan? -preguntó uno de los policías, muy joven, casi un niño-. Son los mejores. Pura raza. Adiestrados desde cachorros. Con un olfato capaz de detectar el olor de un calcetín en el espacio y el tiempo. Muy astutos también. Capaces de comunicarse con el ser humano mediante un sencillo lenguaje de símbolos. Dóciles, fieles, incansables… Una raza mejorada de pastor alemán.
Los perros ladraban erguidos sobre las patas traseras, las delanteras apoyadas en el enrejado. La ventana no era grande y Quirós solo podía distinguir a los primeros, los de atrás saltaban mostrando apenas un trozo del morro, y había formas aún más oscuras al fondo. Pero estaba bastante seguro de que ninguno de ellos era blanco.
– En realidad, no soy policía -dijo el joven. Se quitó la gorra y Quirós se dio cuenta de que tampoco era un hombre. Era una chica de pelo corto y castaño y semblante con granitos y huellas de fatiga. Sobre la placa prendida a su chaleco leyó: «M.C. Carnicero»-. Estoy de prácticas. Este es mi primer ejercicio real.
– Muy bien -dijo Quirós por decir algo.
El otro policía entró en un bar. La chica se dirigió a los perros haciendo un ruido como de entrechocar los dientes. Los ladridos se redujeron. Luego M.C. Carnicero dijo:
– Estamos esperando a que regrese de la sierra el primer grupo. Son hembras vírgenes, siempre van delante. Tenemos que esperarlas porque si las juntamos con estos machos pueden saltar chispas.
– Ya -dijo Quirós pensando que, sin embargo, parecían igualmente nerviosos.
– Están nerviosos porque esta mañana encontraron algo. -M.C. Carnicero parecía telépata, como sus perros.
– ¿Qué?
– No tengo ni idea. De hecho, ni siquiera sé qué es lo que buscamos. Yo tan solo me ocupo de cuidarlos, darles alimento y viajar con ellos. Pero tiene que haber sido algo importante. ¿No se ha fijado en los helicópteros y las furgonetas que han llegado al pueblo?
Quirós iba a responder cuando vio al barbudo y las pelirrojas pasar junto a él. Se despidió de M.C. Carnicero, que pareció contrariada de no tener a nadie a quien hablarle de sus perros, y los siguió.
Caminaban deprisa, sabían adónde se dirigían. Quirós tenía que mantener un buen ritmo para no perderlos. De repente echaron a correr, y Quirós también. A punto estuvo de estrellarse contra alguien que corría en dirección contraria, una mujer que se sopló las puntas del cabello, lo miró con odio y siguió corriendo. Decidió proseguir más despacio. Al llegar al paseo vio a las pelirrojas en la arena, camino del espigón. Llevaban el equipo de buceo. El barbudo las seguía con aire satisfecho.
Los helicópteros rasgaban el aire. Al mar, sin embargo, no parecía importarle: estaba sereno, las olas flácidas, la espuma frágil como un vestido de papel.
– Brindo por la libertad. -Marta alzó la copa-. Fui yo quien le pedí la separación, y no me arrepiento.
Apenas tenía apetito, porque no comía cuando trabajaba, pero no quería desairarla y probaba algunos bocados. Había decidido aceptar su invitación, y ahora ya no podía echarse atrás.
Una hora antes, mientras cogía aquel pisapapeles con forma de ángel, la había oído llorar (comprendió que estaba algo borracha -las caipirinhas -). Ella le explicó que, aunque se alegraba de romper con Aldobrando, no podía evitar sentirse sola. ¿Le importaría quedarse a cenar con ella? La vio freír filetes, poner un mantel, encender velas, servir vino. Eran casi las doce de la noche. Tenía que haber terminado su trabajo mucho antes, pero seguía en aquella casa del acantilado, con la mujer, escuchando el mar, escuchándola.
– Me enamoré de Humberto porque me gustaban sus poemas. Era joven y virgen, también algo idiota. Virum non conosco . -Parecía estar hablándole a la copa, y seguro que la copa (pensaba Quirós) la entendía más que él-. Y él era rico, guapo y poeta. Aunque no me creas, fue lo de poeta lo que más me atrajo. Ser poeta lo convertía, a mis ojos, en un príncipe de cuento. Además, se le notaba entusiasmo. Me decía que quería escribir lo que de verdad tenía por dentro. Por dentro era otro, decía. Y tenía razón. No me dejaba ir nunca a aquella casa en el campo. Un día que él no estaba, me entró curiosidad. Hallé un sótano. Encontré las cámaras, los focos, el escenario, el suelo manchado… Luego descubrí las cintas de vídeo. Al salir llamé a mi abogado y pedí el divorcio. -Bebió al mismo tiempo que lloraba, de manera que a Quirós le pareció que las lágrimas caían en la copa y regresaban, sin pausa, hacia sus ojos-. Hijo de puta. No solo había adolescentes: a veces niñas de corta edad… Eso era lo que tenía por dentro. -Miró a Quirós-. ¿Por qué trabaja usted para él? ¿Por qué trabaja para gente así? Parece usted buena persona. Emana de su mirada una autoridad bondadosa. ¿Por qué trabaja para degenerados como Aldobrando?
Quirós, que no esperaba tener que hablar, se trabucó.
– Si le soy totalmente honesto…
– Le pagan, ya lo sé -interrumpió ella-, pero ¿no ha hecho nunca nada gratis, señor Quirós? Perdone mi impertinencia, creo que me ha sentado mal la bebida. ¿Quiere algo de postre? -Quirós no quería. Marta lo miró sonriendo-. ¿Ha terminado ya con la lista de las pertenencias del cabrón de mi ex marido? ¿Falta algo?
– Falta una cosa-dijo Quirós-, pero puede esperar.
Hizo esfuerzos por no recordar, intentó bloquear alguna puerta, pero en la cabeza no tenía puertas. O bien todas se habían abierto de golpe y el pasado, como la brisa, lo traspasaba.
La pelirroja más joven, de pie en un extremo del espigón, se había quitado la ropa; no solo la blusa y los pantalones cortos: estaba desnuda, podía verle la línea de las nalgas. Alzaba los brazos mientras el barbudo la señalaba con un palo, quizá era el snorkel Las otras dos preparaban algo, podía ser el traje de buceo.
Pensó: Habrá que esperar a que se quede solo. Dio media vuelta y se dirigió al hostal. Se oían sirenas, aspas de helicópteros, coches de policía con las luces parpadeantes. Por el camino su teléfono repicó.
La camarera morena estaba en recepción. Quirós aprovechó para darle más dinero. La chica se negaba a aceptarlo. «Te lo debo, por cuidarla como la cuidas», insistió él. Le preguntó cómo estaba.
– Muy bien. Se ha pasado toda la mañana leyendo esos libros nuevos. ¿Va usted a subir? Le dará una alegría.
Tengo la extraña impresión de que escondo algo terrible.
A veces quisiera escribir sobre eso, pero no soy libre para hacerlo. Nadie lo es. Quien escribiese sobre lo que realmente es, sobre lo que oculta, haría una historia que no podría ser publicada. ¿Cómo hundirme en mí mismo, cómo desnudarme el alma para escribir con absoluta sinceridad? No vale la pena ensuciar un papel si no descendemos a esa mina. Creo que todos los escritores mienten. Los hay que narran sus duras experiencias y los que inventan, los que pretenden contar las cosas «como sucedieron» y los que deciden imaginarlas, pero ¿quién escribe lo que tiene en su corazón? Sería horrible hacerlo, es cierto, solo Dios sabe lo que anida en el mío. Pero en ocasiones desearía, aunque me arrepintiera mil veces, hundir la pluma en este pecho, hurgar, mojarla con lo que encuentre…
Las letras goteaban de sus ojos. Dejó de leer. Se quedó pensativa. Desde la borrosa foto de la solapa de La granada de Proserpina , Manuel Guerín parecía leerla a ella. A juzgar por aquella imagen, había sido feo, de ralo pelo canoso, nariz de berenjena y ojos hundidos bajo un tupido techo de cejas. Y no era más atractivo como escritor. Tenía muchas ínfulas, eso sí. Cierta breve estancia en París, cierta ventaja mental sobre sus paisanos y el combustible de su amor por Carmela Cruz (todos los libros estaban dedicados a ella) le habían hecho añorar la inmortalidad literaria, eso se notaba. Pero no lo había logrado. Era mediocre. A la muchacha podían haberle gustado aquellos cuentos mal estructurados y de final absurdo, pero la muchacha era una adolescente. Ella, en cambio, dotada de sabiduría y de mayor edad, los juzgaba como fantasías de un viejo nostálgico y un pasado irrepetible.