Leves camisones de luz de luna desmayados sobre las torres de la villa, rumor de oleaje, soledad e impunidad completas al término de 65 kilómetros. Lo demás era incierto. Ella: probablemente desvelada, pero no esperándole. Lugar: (presuntamente escogido por madame Moreau) une chambre royale pour le Pijoaparté sur la Mediterranée. Hora: las doce o cosa así.
Sería todo igual a siempre excepto el rumor del mar (creciendo, amenazante). Avanzaría sigilosamente bajo los grandes eucaliptos del jardín, pisaría el lecho de hojas junto a la red metálica de la pista de tenis, se acercaría a la pared cubierta de hiedra, al pie de la terraza. Primer temblor orgástico en las manos (tranquilo, chaval) al tantear la frondosa y esmaltada catarata verde bañada por la luna, las hojas frías y húmedas de la hiedra, mientras buscaba en su interior el oculto canalón y algún tallo lo bastante grueso para ayudarse a subir. Se inmovilizó, dudó, hizo una rápida finta para evitar una mariposa de alas fúnebres, una mariposa de cementerio, y, por una mala pasada de esas que juega el recuerdo, vio el rostro de Maruja suspendido sobre la almohada, anunciando a su vez la inminente caída (distinguió en el retrovisor a la pasmada monja caminando hacia atrás, con los brazos en alto y seguramente chillando, hundiéndose extrañamente en el asfalto como en las arenas movedizas) pero tocaría al fin con la mano el nervio rugoso de la hiedra y empezaría a trepar. En cada hoja bruñida había un destello de luna. Saltó a la terraza. Un parasol, una mesita y dos hamacas (roja una, la otra amarilla) bostezando frente a los cabrilleos del mar. La luna se deslizó con él, a su lado, ayudándole a abrirse paso a través de una insólita constelación de amenazas e insultos (rostros indignados y asombrados que se asomaban todavía a las ventanillas de los coches vociferando) mientras avanzaba hacia la puerta de cristales con celosías blancas del cuarto de Teresa. Un gran tiesto, con una planta que derramaba florecillas blancas semejantes a copos de nieve, hacía guardia en la misma entrada. Dentro, un azulado paisaje lunar donde destacaba, al fondo, arrimada a la pared, la dulce cordillera de la sábana cubriendo un cuerpo femenino. Empujó el cristal, que al ceder recogió parte de la terraza con las dos hamacas (¿por qué reflejaba también un lejanísimo faro de motocicleta?) ¡Vanau!, hizo una ola al romperse en el embarcadero, y un soplo de brisa apartó los cabellos caídos sobre su frente, y el cristal crujió. Pero él ya estaba dentro. Una oleada de somnolencia por bienvenida. Se sentía ligero y siniestro como un murciélago. Cuatro pasos sobre parquet, dos sobre alfombra, dos más sobre parquet y alunizaje en la blanca cordillera del lecho. Final de trayecto.
Vestiría: un camisón imperio color malva (por favor) y una banda de terciopelo negro en los rubios cabellos. Estaba decididamente, francamente dormida en una pequeña cama-librería, de lado, dándole la espalda, casi bocabajo. La sábana la cubría hasta poco más arriba de la cintura y su posición en el lecho recordaba vagamente su manera de nadar, aquel braceo feliz y confiado en aguas poco profundas y cálidas, con un brazo doblado en torno a su cabeza y el otro rozándole la cadera, el perfil graciosamente erguido, bebiendo un sol imaginario. Con las alas humildemente recogidas, maravillado y respetuoso, el sombrío murciélago se inclinó sobre ella atraído por el fulgor broncíneo de sus hombros, observó la valerosa, intrépida vida que \latía en su cuello de corza incluso estando dormida y le envolvió de pronto el flujo rosado del sueño: un fragante mediodía de cerezo en flor. ¡Y cuán débil, cuán indefensa y niña parecía! Viendo su perfil virginal, limpiamente recortado sobre el blanco de la almohada, resultaba fácil suponer la severa vigilancia materna a la que era sometida durante el día (incluso ahora, la delicada presencia de la señora Serrat parecía flotar en alguna parte del dormitorio) al cerco familiar de suspicacias y temores que debía inspirar el atrevimiento de estos labios rubios y brumosos, mohínos, casi impúdicos por su infantil enojo y por el lenguaje antiburgués que había brotado de ellos. Y coñas aparte: ¿en qué ala de la Villa debían dormir sus padres y los invitados? ¿Cerca o lejos de la hija que les salió rana?, pensó recordando la carta. Este gran supuesto de atenciones que rondaba el sueño de la muchacha, esta posible proximidad física de la catalana parentela tenía su importancia (aparte de que el moreno y guapo tenista que él había visto esta misma mañana en el jardín, el primo de Madrid, podía estar despierto, ultimando Dios sabe qué detalles acerca del nuevo saque que deseaba enseñarle a su prima) pero no precisamente por temor a que pudieran oírles (¿gimen de placer las vírgenes politizadas? Al final, seguro, como todas) sino en razón de determinado arropamiento o ternura familiar malograda en la niñez, y que, de alguna manera, en el Pijoaparte debía favorecer la eyaculación. Porque era agradable imaginar a sus padres durmiendo en su gran lecho (a ser posible con mosquiteras amarillas) mientras él se ocupaba delicadamente, con un gran sentido de la responsabilidad, como por encargo de la familia, en convertir a la niña en mujer para bien de todos. En este momento, Teresa movió una rodilla. Ahora (él había dejado la puerta de la terraza entornada) la celosía arrojaba listones de luna en su cadera. Su respiración se alteró y agitó desasosegadamente la rubia cabeza despeinada, solicitó del sueño alguna playa menos solitaria y aburrida, más popular, y a juzgar por su sonrisa le fue concedida. ¡Ay Teresina, feliz tú, que si dulce es tu sueño más dulce será tu despertar!, pensó el experto en pesadillas, huérfano murciélago, contemplándola con tierno afecto. Teresa emitió un gemido. Rozando la cadera, su mano de nadadora, con los dedos desmayados, seguían requiriendo la amistad y la protección de su amigo en medio de este mundo de locos, y entonces Manolo cogió delicadamente esa mano entre las suyas al tiempo que hincaba la rodilla junto al lecho y una luz le cegaba (lo mismo que ante el segundo frenazo del maldito Seat, antes de llegar al puente, él fuera de la carretera y con el paso cerrado, la Ducati intacta -loado sea Dios- y en la ventanilla los rostros descompuestos del perro lobo, del tío y de la sobrina, en cuyas hermosas rodillas aún descansaba la mano asesina). Esto le hizo pensar que no debía andarse con chiquitas y desnudarse y meterse en la cama y abrazar a Teresa… El de la joven universitaria seria sin duda un delicioso despertar, sin sobresaltos, prolongado a lo largo de un viaje de bodas hacia el Sur. Pero ¿y si me rechaza?, pensó. Manolo, quién te ha visto y quién te ve. Nuevo chirrido de neumáticos, viniendo ya de muy lejos, y una oscura oración (¡Tere mía, rosa de abril, princesa de los murcianos, guíame hacia la catalana parentela!), mientras besaba dulcemente sus cabellos. Su mano ardía. Antes de proceder a despertarla convenía tal vez sujetar un poco los demonios verdes, asegurarse de no meter mano antes de tiempo (quién te ha visto y quién te ve) para no sobresaltarla. Teresa estaba sola en este cuarto y la villa entera dormía encastillada, confiada y engolfada en su altísima nube: en consecuencia él no tenía nada que temer… excepto a sí mismo. Alrededor, un desorden agradablemente pueril: prendas de ropa, revistas y discos por el suelo, un osito de felpa cuyos ojos de cristal brillaban en la penumbra, una muñeca, un par de zapatillas de tenis. Apoyó la otra rodilla sobre la boca endiabladamente roja de Marilyn Monroe (un novísimo y fulgurante ejemplar de Elle, cuyo horóscopo Teresa había sin duda consultado esa noche), pero prefirió fijar la mirada en el fino jarrón con cinco rosas que había sobre la mesita de noche. Un detalle encantador, las rosas, encantador. ¿Condicionaban el sueño, lo encuadraban en alguna determinada primavera? No resistió el deseo de olerlas antes de hacer suya a Teresa, y al aspirar su fragancia los sentidos se le llenaron a rebosar de una solemnidad catedralicia, de una prenupcial consagración (Teresa de Reyes vestida de blanco, y alegremente, descaradamente encinta al pie del altar) y entonces se desató un demonio verde y pretendió abrazar a la novia (Manolo o la proclamación erótico-social de la primavera). Pero él no era un canalla ni un vulgar aprovechado, y lo único que hizo fue apretar un poco mas le mano de la muchacha para que despertara. Solución pavorosamente tímida viniendo de él, y tardía, por otra parte, puesto que Teresa iba a facilitar las cosas una vez más: libero su mano sin advertirlo, sin sospechar aún -al parecer- la presencia del sensible, cauteloso e incomprensiblemente respetuoso (quién te ha visto…) intruso, y dejó escapar un soñoliento murmullo; se revolvió quejosa, se dio la vuelta hacia él: un suspiro, un parpadeo, y de pronto, la oleada azul de sus ojos abiertos, mirándole con sorpresa.
Teresa se sentó en la cama bruscamente, sin preocuparse en absoluto -al parecer- de la abrumadora transparencia del camisón. Qué simple sería todo al abrigo de esta doble mirada amorosa (lagos azules sus pupilas, violetas primerizas sus pezones). Durante un breve instante, los dos amantes darían vida a una inocente y jubilosa escena de ángeles en una postal navideña, muy juntas e inclinadas las frentes, adorando, pasmados, un mismo y mesiánico resplandor que provenía del regazo de la doncella. ¡Chisssst…!, hizo Teresa con el dedo en los labios, y sonreía, gemía, balbuceaba una especia de telegrama con miedo y alborozo: “Loco… has venido… sorpresa… si nos descubren”. Virguerías aparte: él acariciaría sus cabellos, sus hombros ardorosos, la apretaría contra su pecho. “Recibí tu carta. ¿Estás contenta de verme?”, sólo pudo decir. Había cierto temor (perfectamente controlado, por otra parte) en los ojos de la muchacha, causado no tanto por el deseo quemante que le transmitían las manos y la boca de él (un fuego todavía no aventado, pero en el que ella estaba dispuesta y bien dispuesta a consumirse) como por el extraño silencio en que se hallaba sumida la villa. Y entonces iba a ocurrir algo muy normal, pero que él no comprendería inmediatamente, tal era ya a estas alturas la buena fe del Pijoaparte: librándose bruscamente del abrazo, Teresa saltó del lecho y durante un momento se movió desorientada de acá para allá para correr finalmente en dirección a la puerta del dormitorio como si pretendiera ponerse a salvo, iniciando lo que parecía poder degenerar en una huida desesperada, ella indefensa, semidesnuda y aterrada escapando por pelos una y otra vez de las garras de algún fauno (fue lo que él pensó), y con sus pies desnudos, con su melena flotando, con su leve camisón que procuraba mantener despegado de las piernas al correr (aunque de hecho le era imposible) pellizcándolo delicadamente con los dedos a la altura del muslo, ofrecería una rápida y nerviosa sucesión de imágenes que, convenientemente ordenadas en la mente del murciano, sólo un año atrás le hubiese todavía deleitado provocando su risa sarcástica de fauno suburbial que siempre tuvo a bien hollar y pisotear los floridos jardines de barrios residenciales corriendo en pos de las trémulas nalgas de las señoritas, rara aptitud de la cual aquí en la villa, esta noche, ante lo que parecía la huida de la ninfa, lógicamente cabía esperar una continuidad o por mejor decir una culminación. (No exactamente una representación de “Perseguida hasta el catre”, por ejemplo, pero en verdad que si el paso del tiempo no hubiese depositado a Manolo en este dormitorio en un estado tal de esperanzada efervescencia, convertido en un crédulo, miedoso y decoroso pretendiente -valga la turbia expresión- en un cortés ejecutivo, en una triste y estremecida sombra de lo que fue, ni a Teresa, por otra parte, la experiencia amorosa de este verano la hubiese convertido en una universitaria realista, consciente de la situación social y sexual de ambos, algo parecido a cuanto pueda evocar el vandálico título hubiera sin duda tenido lugar en esta alcoba, y por cierto con gran contento y regocijo de los demonios verdes.) Pero él no movería un dedo para detenerla, se quedaría clavado al pie del lecho; en su descargo no podría alegar un conocimiento ni siquiera una sospecha de la verdadera intención de Teresa, que no era por supuesto huir de sus brazos, sino simplemente asegurarse de que en la villa todo el mundo dormía y de que no había peligro; por eso ella abriría con cautela la puerta del dormitorio y se asomaría a escrutar las sombras de la escalera y del vestíbulo, un pie desnudo en el aire, levantando los bordes del camisón, y volvería a cerrar concienzudamente, despacio (seguramente con llave, oh sí, con llave) para luego volverse y sonreírle a él apoyada de espaldas a la puerta. De pronto correría otra vez, ahora en dirección al cuarto de baño, donde desaparecería después de encender la luz (por la puerta entornada él vería su braceo furioso y feliz frente al espejo, un rápido toque al pelo, a las encendidas mejillas, al camisón) para reaparecer casi en el acto, de pie en el umbral, triunfante y gloriosa como él al término de una de sus carreras en motocicleta. Inmóvil, sonriendo con timidez en medio del contraluz, le miró un rato fijamente y luego corrió hacia él y se arrojó en sus brazos.