Tal vez porque el espectáculo no era nuevo para ella, la Jeringa no les siguió en su recorrido por la casa. Pero luego, cuando su tío, presa de una repentina fatiga, se dejó caer sentado en el sillón de mimbres recostando la cabeza en la almohada (en su complicado y disparatado quehacer doméstico había dejado una cama sin cabezal para recalar seguidamente en el cenador del jardín, bajo el iluminado esqueleto de madera donde parecía haberse recogido toda la luz del cielo en su declinar) Manolo sorprendió a la muchacha tras él, de pie, mirando algo en el suelo con fijeza; hundía las manos en los bolsillos de su blanca bata de farmacéutica, presionando hacia abajo todo lo que la tela daba de sí, y acababa de soltarse el pelo otra vez y de calzarse sus zapatos de tacón. Estos detalles él no los recordaría hasta más tarde: al extraer el paquete de cigarrillos del bolsillo de su camisa para invitar al Cardenal, la Jeringa aún esbozaba aquella sonrisa sin luz; pero luego él no la vio, sólo notó que se le acercaba por la espalda y que se inclinaba hacia el suelo para volver a alejarse rápidamente. Mientras, el Cardenal seguía negándole la moto con terquedad, y él amenazó distraídamente con irse de esta casa para no volver más. Pero aún probó a invitarle de nuevo, recibiendo otra negativa (“¿Un cigarrillo? ¡No! ¡De rodillas, de rodillas, mal hijo!”) y luego le cogió el cabezal, se lo ahuecó amablemente golpeándolo con la mano y volvió a ponérselo al revés. “¡Quita, hipócrita!”, dijo el viejo dando un manotazo en el aire (por un sarcasmo del destino, esa costumbre del muchacho de ahuecarle los cabezales habría de adquirirla el propio Cardenal años después, ya muy anciano y sólo, en favor de los enfermos de la cárcel Modelo, recorriendo diariamente las camas de la enfermería: último y emocionado homenaje a los cuerpos ya no angélicos, cansados y agostados). Todavía entonó el murciano una última y melodiosa cancioncilla de súplica; pero el Cardenal no quería escuchar nada excepto su música interior (como un Beethoven gallego, sordo y solitario en su cumbre), ninguna de las amables tretas del murciano dio resultado, y éste decidió largarse. Suponía que Hortensia estaría planchando, pero al cruzar el comedor la vio junto a la mesa, de espaldas, con la cabeza gacha. La muchacha se volvió repentinamente, sorprendida, manteniendo las manos atrás (como si ocultara algo, pero él no se fijó en eso) y siguió a Manolo con los ojos húmedos mientras él cruzaba el comedor, hasta que los bajó sobre los propios pómulos, que de pronto parecían haberse hinchado. Antes de llegar al pasillo, él se volvió: “¿Qué te pasa, Hortensia?”. Fuera, al otro lado de los cristales de la galería, una ráfaga de viento nocturno movió los plateados cabellos del Cardenal, postrado en el sillón de mimbres: “No te vayas, cabrito”, le oyeron decir. Decididamente, el Cardenal era un limón exprimido del todo. Sin comprender muy bien, pero presintiendo la borrasca, Manolo se precipitó hacia el pasillo. Notaba clavados en la nuca los ojos garzos de la Jeringa, pero siguió hasta la puerta de la calle sin volverse. Al abrir empezó a oír las llamadas del viejo desde el jardín: “¡Manoooooooolo…!”, como si llegaran desde un pozo o desde lo más profundo de un barranco, era un risible, coqueto, agónico y lejanísimo eco que sin embargo debía oírse perfectamente desde todas partes de esta ladera del Carmelo, incluso desde arriba, desde el barrio: “¡Manoooooooo…!” Adiós, maestro, puñetero, entrañable viejo. Todo había sido inútil, y además estaba perdiendo un tiempo precioso. Pero iría a la villa aunque fuese a lomos de burra, no permitiría que nada ni nadie le retuviese aquí. Vería a Teresa, reanudaría el interrumpido noviazgo, obtendría un empleo, y, más adelante, convicto y confeso, los buenos oficios del suegro Serrat (qué remedio: un rubio pijoapartisto saltando en sus rodillas, locuras de juventud, Murcia es hermosa, a pesar de todo) le darían el definitivo empujón…
La audaz percepción de estos vastos horizontes le impidió sin duda observar el crepúsculo de cada día, puntual e inevitable. Y cuando vislumbró la precoz combustión interna de la Hortensia ya sería demasiado tarde: para empezar, ella había salido tras él, se había deslizado carretera abajo como una sombra, le había seguido a distancia hasta la plaza Sanllehy, y por supuesto le había visto acechar esta motocicleta, en cuyo sillín él acababa ahora de saltar; le estaba mirando fijamente desde un portal, a unos veinte metros, en cuclillas y mordiéndose las uñas, y Manolo comprendió en el acto (la mano se le fue como el rayo hacia el bolsillo de la camisa) que había perdido la carta: seguramente se le había caído en el cenador al sacar el paquete de cigarrillos, y desde luego esa mocosa la había leído… No tenía tiempo, debía escapar cuanto antes si no quería ser descubierto por el dueño de la moto, quienquiera que fuese, y no obstante se quedó mirando a la muchacha con ojos hipnotizados, una rodilla doblada en el aire, el pie paralizado a unos centímetros del pedal de arranque. ¿Qué estaría pensando la Jeringa? El mismo sobresalto causado por la respuesta que se dio disparó sus nervios y éstos dispararon su pierna; abrió paso al gas inconscientemente y la máquina retumbó bajo él. Miró a la Jeringa por última vez. Más tarde pensó que debió haberle dicho algo, cualquier cosa, que le esperase en casa, que volvería pronto y que mañana la llevaría otra vez a pasear en moto, o mejor al cine, adonde quisiera ella, acaso habría bastado un gesto de la mano, una sonrisa, quién sabe (todo eso pensaría luego), pero no hizo ni dijo nada, excepto darle gas a la máquina y salir á escape en dirección a la Costa, dejando a la chica en este portal, agazapada y con aquel flujo inmensamente felino en sus pómulos anchos y húmedos, en sus malignos ojos de ceniza.
Bajo el sol de medianoche, en las quietas aguas privadas
Si je mourais ta-ba sur le front de l’armée.
Apollinaire
Bajo el sol de medianoche, en las quietas aguas privadas flota olvidado un cisne de goma. Con su vientre lleno de aire se desliza lentamente por la estela plateada de la luna, da vueltas sobre sí mismo, desorientado pero gracioso e indiferente, movido por contradictorias corrientes marinas y epidérmicos escalofríos, obedeciendo mandatos remotos y extraños que provienen de alta mar. Luego la brisa lo empuja y lo lleva directamente a picotear las caderas salobres del fueraborda amarrado al embarcadero. Sólo un reverberante espíritu de glaciar, inhóspito, insólitamente ártico, se derrama ahora sobre la villa v sus alrededores blanqueando el verde profundo de los pinos y las arenas de la playa. Horas antes el poniente había escapado con su capa roja, tras una entalladura de los montes cercanos, después que su último fulgor se abatiera un instante esquinado, rasante y en abanico sobre la villa, como una luz que saliera por el resquicio de una puerta entornada. La noche cerró tras la llegada de la brisa. De forma que ahora, como elegantes invitados a punto de emprender la aventura de los salones, los jóvenes abetos del jardín se inclinan ligeramente estremecidos, impacientes y excitados, atraídos por la piel centelleante de la mar.
El Pijoaparte arqueó la espalda y apretó entre sus muslos las ardientes caderas del depósito de gasolina. Corría con una trémula joroba de viento bajo la camisa, tragando distancias y noche junto con indicadores que ya no leía (sólo uno: Costa Brava y debajo la flecha). Esta vez cabalgaba una flamante y fogosa Ducati. Sabía que era una máquina de lujo, una maravilla cromada y violeta, una llama incendiaria y mítica, capricho de campeones y niños bien (él mismo, en sus tiempos de principiante, había soñado con tener una Ducati igual a ésta), pero sabía también que era, como las yeguas jóvenes, antojadiza y voluble. Los dientes apretados contra la furia del viento, ahora dio todo el gas adhiriéndose como una lapa a la nerviosa amiga, acompasando su corazón al trepidante y generoso ritmo de ella. Corría por la Avenida Virgen de Montserrat. Adelantó a un grupo de ciclistas que volvían del trabajo, a un Dauphine gris y a un Seat que un hombre de pelo blanco, junto a un enorme perro lobo y una joven que se reía con la cabeza echada hacia atrás, conducía por el centro de la calzada con un dedo (se fijó en los detalles porque le tuvo un buen rato pegado junto a él) y sin deseos aparentes de dejarse pasar. Pero Manolo no sólo le adelantó, sino que le cruzó peligrosamente, obligándole a pisar el freno. Atravesó el Paseo Maragall sin tomar precauciones y se metió por la calle Garcilaso hasta llegar a Concepción Arenal, quitando gas, donde dobló a la izquierda y embragó en dirección a San Andrés. Durante un rato corrió flanqueando por solares en ruinas, donde los niños hacían fogatas, y cruzó la Rambla de San Andrés despacio, bajo la mirada suspicaz del urbano. Inmediatamente volvió a alcanzar los ochenta, pero al llegar a los cuarteles redujo la velocidad disponiéndose a doblar a la derecha, dejando a su izquierda la carretera de Vich; allí, incomprensiblemente (creía haberle relegado al olvido para siempre), le dio alcance el Seat negro, que sin duda iba también a la Costa y con no menos prisa que él; al arrimársele brutalmente en el viraje, el perro ladraba y la mano del tío debía seguir en la rodilla de la hermosa sobrina, puesto que él se vio obligado a echarse de repente contra el muro de los cuarteles, por encima de la acera. Sin embargo, volvería a pasarlo poco antes de llegar al puente sobre el río Besós. Ya veía las luces de Santa Coloma. Tenía frente a él unos tres kilómetros de carretera ancha y recta, con bastante tránsito, y con una leve torsión del cuerpo se metió por la izquierda, zigzagueó entre el morro porcino de un autobús y la ventanilla posterior (con visillos floreados, un verdadero hogar) de una “roulotte” y finalmente adelantó a un carro abarrotado de panochas de maíz. En dirección contraria venía poco tránsito y se echó de nuevo a la izquierda para dejar atrás a dos coches, separados por menos de dos metros, aprovechando ya el gas, sin volver a la derecha, para pasar a distancia un enorme camión resoplante y lleno de luces piloto que parecía flotar en medio de remolinos azules y que cobijaba ciclistas igual que una gallina sus polluelos. Entonces se lanzó a tumba abierta en dirección al puente, siempre desafiando a los coches que venían por la izquierda. El huraño hocico de un 600 se le vino encima en línea recta, pero él estaba seguro de verle hacerse a un lado, y así fue. La Ducati le daba formidablemente los ciento quince, vibrando toda ella como una muchacha ansiosa, pero sin espasmos inútiles ni prematuros alborozos. Un bache y al carajo, Manolo, pensó. Los postes eléctricos y las luces surgían desde el fondo del espejo retrovisor y se alejaban vertiginosamente, engullidos por una vorágine negra y cóncava que les remitía a la nada. La carrera fue tan endiablada y temeraria que los automovilistas de este fin de semana no podían dar crédito a sus ojos. Hortensia Polo Freire iba quedando atrás, borrosa, deshaciéndose también en la fría memoria del retrovisor junto con el viejo inconsolable, el taller, la familia, su casa, el barrio entero. La extraordinaria rapidez con que todo se había desarrollado estos últimos días, desde la brusca desaparición de Teresa y la consiguiente locura de los relojes, el laberinto urbano, la fatiga de la búsqueda, la sorpresa de la carta con la invitación al delirio, los besos de Hortensia, el hambre (el horario de las comidas alterado y pulverizado desde hacía semanas, quizá meses) y el mismo olor a goma quemada de resultas de un frenazo ante el ridículo trasero de un 600, sería materia de reflexión durante años. Pero el tradicional vértigo de la carrera no podría explicarlo todo, no contenía toda la realidad del impulso inicial (demasiado nocheriego, excesivamente estival y verbenero): ciertos detalles sedosos, ciertos pormenores de cálida entrepierna, en fin, el poderoso circuito de fuerzas ocultas que actuaba en torno a la orgullosa cabeza del murciano.