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Se habló de los amigos que veraneaban y de los que ya empezaban a volver. Se habló de París. Se habló de la publicidad y de sus extraños ritos. Fue Alberto Bori: “Tal como van las cosas en este país -dijo mirando a Manolo-, lo que tiene porvenir es la publicidad. Es una coña monumental, una de las inmoralidades más fabulosas de la época, yo me paso el día tratando a cretinos. Pero, ¿ves?, eso está bien pagado, Manolo. Y no creas que se necesita nada especial, es un trabajo que puede hacer cualquiera, tú mismo. Figúrate que…” Pasó a exponer alguna de sus ideas publicitarias, pero al parecer iba en broma (Manolo no acababa de entender su sentido del humor): un singular sistema de carteles nocturnos en carretera, que debían levantarse al paso de los vehículos por medio de un contacto automático, algo impresionante (como castillos o globos surgiendo repentinamente en medio del campo, dijo) y anunciar en los platos de los restaurantes, en los techos de los mueblés, en los urinarios públicos, en el trasero de las prostitutas, etc. “Son ideas que salen con estrujarse un poco el cerebro -terminó diciendo-. Lo malo es que aún no estamos preparados para empresas de esta envergadura, tan europeas.” Las mujeres se reían. El Pijoaparte se esforzó inútilmente por verle la gracia: le parecían muy buenas ideas. Además, deseaba volver al tema de su empleo.

Pero un misterioso aleteo en torno a los Bori, un jubileo de fugas contaminadas por el tedio, estaba empeñado en convertir la noche en un disparate. Mari Carmen decidió que había que hacer algo. Se bebió mucho vino, y después de cenar, en dos coches (los Bori tenían un Seat) fueron a tomar unas copas al Bagatela, en la Diagonal. Allí, Teresa deslizó tres billetes de cien en el bolsillo de Manolo mientras le besaba, y luego propuso ir todos al bar Tibet, “descubierto por Manolo”, precisó. Al cruzar los barrios altos vieron calles adornadas e iluminadas, llenas de gente que paseaba o bailaba a los acordes de orquestas chillonas. “Es la Fiesta Mayor ”, aclaró Manolo. Teresa, que iba delante de los Bori, frenó el coche y sugirió dar una vuelta a pie por las calles más animadas. En la plaza Sanllehy había un gran entoldado con baile y atracciones. Compraron helados y gorritos de papel, bailaron y recorrieron varias calles. Finalmente se sentaron en la terraza de una pequeña taberna y pidieron cuba-libres. La calle se llamaba del Laurel y era una calle corta, con árboles y un techo de papelitos y bombillas de colores; en el centro, arrimado a la pared de un convento de monjas, el tablado de la orquesta, y en la puerta de sus casas los vecinos sentados en sillas y mirando bailar a las parejas, el constante ir y venir de la gente. Manolo esperó en vano que volviera a debatirse la cuestión de su empleo. Teresa se divirtió mucho, pero Mari Carmen (que al principio también estuvo muy animada, llegando incluso a bailar con un jovencito desconocido que la invitó tímidamente) a medida que transcurría la noche iba cayendo en una inexplicable depresión. En cierto momento, al acercarse Manolo a ellos por la espalda (volvía de indicarle a Teresa el lavabo del bar), captó una furiosa mirada de Mari Carmen dirigida a su marido, y la oyó decir: “¿Quieres hacer el favor? Te conocemos, Alberto. Siempre vivirás en la irrealidad, eres un cínico, no piensas hacer nada por este chico…” Más tarde, cuando Teresa apoyaba la cabeza en su hombro, sentados los dos a la mesa, observó a la pareja mientras bailaba; Mari Carmen le daba la espalda, su marido bailaba con los ojos cerrados, los dos apenas se movían, estrechamente abrazados, incluso parecían desearse, pero luego, muy despacio, iban dando la vuelta y entonces fue Alberto quien quedó de espaldas: un ojo inexpresivo, de una vacuedad absoluta, espantosa, el ojo helado de una mujer que no está por el hombre que le abraza ni por el baile ni por nada, el ojo de un ave disecada o de una estatua asomó por encima del hombro de Alberto Bori.

– Oye -dijo Manolo a Teresa-. ¿Se quieren mucho? Teresa se encogió de hombros.

– Él a ella sí. Se vería perdido sin Mari Carmen. Pero ella… Verás, Mari Carmen está un poco decepcionada, ¿comprendes?

No.

– Alberto es un chico que prometía mucho cuando iba a la Universidad, tenía talento.

Pero se gana muy bien la vida ¿no?

No es eso, cariño. -Teresa cerraba los ojos, soñolienta, la cabeza apoyada en el hombro de él-. No se trata de saber ganarse o no la vida. Alberto es un intelectual…

– ¿Ella le pone cuernos?

– Ay, no sé, amor, no me hagas hablar. -Se rió-. Prefiero besarte.

Cuando paró la orquesta, los Bori entraron en la taberna y no se dejaron ver durante un rato. Algo ocurrió, porque al salir, de la manera más inesperada, se despidieron. “Nos vamos, es muy tarde”, dijo Alberto. A su lado, de espaldas, los brazos cruzados como si tuviera frío, Mari Carmen miraba a la orquesta y a las parejas que bailaban, muy pocas ya, casi inmóviles, adormiladas. Sus hombros estremecidos y frágiles transmitían algo de lo ridículo, vano y aburrido que ahora debía parecerle todo -aquel empeño en seguir abrazados, aquella música que había quedado reducida al ritmo asmático de la batería-, y su depresión debía resultarle ya insoportable porque apenas se despidió: un vago gesto con la mano y un desganado “chao” al encaminarse hacia el coche, sin mirar a nadie, sin descruzar los brazos, elegantemente encogida y sorteando las parejas como si preservara su pecho de alguna amenaza o contagio. Teresa se levantó y la siguió. Alberto Bori tendía la mano a Manolo, que le miró a los ojos procurando dar una franca sensación de seguridad:

Bueno, ya me dirás lo que hay… Necesito ese empleo, en serio, no te olvides. Estoy pasando un mal momento.

Nada, hombre, te llamo… O mejor llamo a Teresa. -Por alguna razón, Alberto Bori no pudo sostener la mirada franca del murciano-. Hasta pronto. -Al irse se cruzó con Teresa-. Chao, Tere. Divertiros.

Teresa se sentó junto a Manolo y le besó en la mejilla. -De parte de Mari Carmen, y que la disculpes por despedirse a la francesa… ¿Has quedado en algo con Alberto?

– Que llamará. Pero no confío mucho. ¿Quieres que te diga una cosa? Yo sólo confío en la gente seria… En tu padre, por ejemplo.

No pienses mal de Mari Carmen, es muy dada a la depresión, siempre que salimos acaba así. Pero es muy buena chica. Y Alberto también, ya verás como…

– Él es un mierda. Lo he visto en su cara.

– No digas eso, cariño. -Teresa apoyó la mejilla en el pecho de su amigo-. ¡Yo que pensaba que se te había pasado el mal humor!

– ¿Quién está aquí de mal humor? -dijo él sonriendo. Le besó la oreja-. Anda, llévame a casa ¿quieres? Estoy muerto.

– ¡Oh, no -exclamó ella-, con lo bien que lo estamos pasando…! Y además hoy dispongo de toda la noche, le he dicho a Vicenta que tal vez me quedaría a dormir en casa de los Bori…

Le miró con sus límpidos ojos azules, confiados, y se acurrucó en sus brazos. La noche empezaba a refrescar, una brisa repentina movió las hojas de los árboles y el techo de papelitos. “Tengo frío, mi amor -murmuró ella como en sueños-. No te vayas…” Manolo escondió el rostro en la nuca de la muchacha, y de pronto, algo en la atmósfera le dijo que iba a llover, y presintió oscuramente que el verano (aquella isla dorada que les acogía) no tardaría en tocar a su fin y con él tal vez Teresa. Alrededor, la fiesta callejera proseguía.

Media hora después, Teresa le acompañaba al Carmelo. Paró el coche en lo alto de la carretera. Manolo se despidió con un beso. “Por favor -dijo ella-, no te vayas aún…” Pero él, sintiéndolo mucho, tenía algo que hacer. Ni siquiera esperó que ella pusiera el “Floride” en marcha. Al doblar la esquina, ya cerca de su casa, encontró a un conocido: “Ramón -llamó-, ¿vas al Delicias?” “Sí.” “¿Hay partida esta noche?” “No sé… Ahora voy para allá.” “En seguida estoy con vosotros, el tiempo de cambiarme.” Su hermano no estaba en casa. Su cuñada y los niños dormían juntos y a pierna suelta. Se cambió en la oscuridad, sin hacer ruido, y salió con los tejanos y poniéndose el niki. Iba de prisa, con la cabeza gacha, y al llegar a la carretera casi se echó encima del automóvil parado.

– Pero ¿qué haces aquí todavía?

Teresa, con los brazos sobre el volante, le miraba fijamente. -Te esperaba. Creías engañarme ¿no?

– Tonta…

– ¿Adónde vas?

– A dar un paseo. No puedo dormir… Y tú hazme caso, vete, es muy tarde. Si tus padres se enteran…

Ella sonrió tristemente. Sus ojos brillaban en la oscuridad. “Tienes miedo -dijo-. Nunca lo hubiera pensado de ti”, e inclinando la cabeza gimió: “¿Cómo quieres que te crea?” Manolo subió al coche y la abrazó tiernamente. “Teresa…” Al aplastar el rostro en los fragantes cabellos de la muchacha, presintió su disolución.

– Está bien, mujer, está bien, me quedo contigo. Aquí estoy, no llores… Sólo iba al bar ¿sabes? ¿Y quieres saber a qué? Pues a jugar un rato, tengo suerte con las cartas y necesito dinero… Ahora ya lo sabes.

– ¿Es verdad eso? ¿No me engañas? -Teresa le colgó los brazos al cuello. Él aplastó la boca en su hombro desnudo. Se sintió débil y cansado.

– A eso iba, de verdad. ¿Qué otra cosa puedo hacer mientras espero? Tú no puedes hacerte cargo de los problemas que tengo…

– Todo se arreglará, Manolo, esta noche no pienses más en ello. Quédate junto a mí, por favor. ¡Oh, sí, por favor…!

Dejó resbalar su cuerpo en el asiento. El olor de su piel y el brillo febril de sus ojos llorosos enardecieron a Manolo. La besó largamente. El gusto salobre de las lágrimas se mezclaba con la dulzura de sus labios. “Aquí hace frío”, murmuró ella. Eran más de las dos de la madrugada.

– Sí, vámonos.

Determinados ya a abandonarse a lo que la noche les reservara, prolongaron su deseo cuanto pudieron, en la misma calle en fiestas donde habían estado antes; volvieron a ocupar la misma mesa de mármol bajo los frondosos árboles; bailaron despacio, mirándose a los ojos, ausentes de todo -incluso de los acordes cada vez más desganados y desafinados de la orquesta. Luego de pronto cayeron cuatro gotas, un ligero chaparrón que duró unos minutos, la gente se refugió riéndose en los portales, amainó y todo volvió a quedar como antes. Participaron con las demás parejas en el fin de fiesta, se arrojaron a la cabeza bolas de confeti y serpentinas, se abrazaron, bailaron el baile del farolillo y los viejos valses de despedida y fueron los últimos en irse. La gente había empezado a desfilar y los vecinos entraban en sus casas, los músicos enfundaban sus instrumentos; los jóvenes de la junta de festejos de la calle, después de pasear en hombros a su presidente, según la tradición, amontonaron las sillas plegables junto al tablado, enfundaron el piano y apagaron las luces.

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