El lento deterioro del mito trajo sus delicias
Par un concubinage ardent, on peut deviner les jouissances d’un jeune ménage.
Baudelaire
El lento deterioro del mito trajo sus delicias , a pesar de todo: Teresa veía, tocaba y luego creía.
En cuanto a él, una semana después, la única señal visible de la pelea era una diminuta, rosada y demoníaca cicatriz en la ceja. Vagando por el barrio, acechando amigos para mendigar miserablemente diez o quince duros para ir tirando, aguantando, siempre con aquella sensación de dejar parte de sí mismo en ciertos rincones del Carmelo (sospechando ya, por lo menos, el turbio poder de rescate que pretendía ejercer la mirada garza de la Jeringa) consiguió todavía, a espaldas del Cardenal, que la muchacha le prestara cien pesetas una noche que fue a su casa para dejarse curar la ceja. Esta vez le costó un beso (presuntamente fraterno) y la promesa formal de llevarla a pasear en moto al día siguiente. Al salir, con el billete en el bolsillo, fue al bar Delicias y organizó una mesa de julepe a cuatro duros la puesta. Jugó hasta las dos y media de la madrugada, a puerta cerrada, y hubo suerte: las cien pesetas se convirtieron en cuatrocientas. Al día siguiente por la mañana le dio veinte duros a su cuñada -tuvo buen cuidado de hacerlo en presencia de su hermano-, con el resto se compró una camisa blanca y un frasco de colonia y luego fue a ducharse a los Baños Populares de la Travesera. Esa misma tarde, al entrar en el pequeño y desierto bar de Vía Augusta donde la universitaria le esperaba (desde primeros de septiembre no se citaban en la clínica, y él llevaba tres días sin ver a Maruja), Teresa le echó los brazos al cuello diciendo:
– Esta noche ponte elegante. Estamos invitados a cenar en casa de unos amigos.
– ¿Los dos?
– Naturalmente. Se trata de tu empleo. ¿No te alegras? Para que luego digas que no me ocupo de ti.
– Yo nunca he dicho eso, Tere -protestó él-. ¿Has hablado con tu padre?
– Aún no, está en la villa. Lo que he hecho es empezar a tantear el terreno: esta mañana he hablado con Alberto Bori, un chico que estudiaba conmigo en la Universidad. Ahora trabaja en cosas de publicidad y distribución de libros, no sé exactamente, pero tiene algo que ver con la Biblioteca de Dirección y Administración de Empresas, uno de esos camelos de papá…
– ¿Camelo?
– Bueno, un tinglado, ya sabes, papá está metido en negocios de ediciones comerciales y tal… No estoy muy enterada, no me interesa.
Pues haces mal. Debería interesarte, es tu padre.
– Bueno, el caso es que Alberto sabe mejor que yo por donde se mueve papá, él nos informará. Además, los Bori son muy amigos míos. Escucha, verás lo que vamos a hacer… A las nueve te recojo en el bar del cine Roxy, no te retrases. Ponte corbata por si luego salimos a beber algo por ahí… ¿Cómo andamos de dinero?
– Yo, lo justo para unas copas -dijo él con aire pensativo.
Te daré algo… Y oye, no pongas esa cara de dignidad porque me enfado. Es un préstamo. -Se refugió en sus brazos, sonriendo, introdujo los dedos en sus cabellos, observó luego su rostro crispado por la reflexión y le dio un rápido, impulsivo beso: había conseguido establecer de nuevo aquel íntimo circuito del ideal y del deseo-. Oye, ¿y si vinieras tal cual, con tus blue-jeans y tus…?
Ni hablar. Todavía puedo presentarme ante tus amigos con el respeto que merecen.
Teresa soltó una risa feliz.
Me estás resultando un burguesito. -Y en otro tono añadió-: Prométeme que serás muy simpático con Mari Carmen, es importante.
– :¿Quién es Mari Carmen?
– La mujer de Alberto.
– ¿Y si le llevara unas flores?
Ella ahogó otra risita cordial. Le rozó la cicatriz de la ceja con el dedo, le echó hacia atrás un negro mechón de sus cabellos.
– Eres una maravilla -dijo-. Cuánto te quiero. No, cielo, no tienes que hacer nada. Simplemente mostrarte como eres. Están deseando conocerte, y nos divertiremos, ya verás. Nos convenía salir un poco con los amigos, me parece como si hiciera siglos y siglos que no veo a nadie. ¿A ti no te ocurre?
A veces tengo la sensación de…, no sé, de vivir en otra ciudad, desconocida, tú y yo solos.
– ¿Y cuando acabe el verano?… -murmuró él, mirándola a los ojos.
– Pues nada, yo a la Universidad, tú a tu trabajo; iré a esperarte a la salida, pasearemos bajo la lluvia…
Los Bori les esperaban a las nueve y media. Fueron recibidos efusivamente y festejados, admirados, como si realmente regresaran de un largo crucero de placer: destellos de curiosidad nupcial, incluso de complicidad (se estableció rápidamente entre Teresa y Mari Carmen, primero con besos y luego con cuchicheos, ese rumor cantarino de agua fresca y palitos de río de las recién casadas), pero ninguna pregunta directa sobre la marcha de sus relaciones; sólo quisieron saber cómo se habían conocido (Manolo había ya observado, y no sin experimentar cierto sentimiento de exclusión, que lo que más picaba la curiosidad de todos los amigos de Teresa era esto: cómo se habían conocido, dónde, por qué azar). Mientras él hablaba con Alberto Bori, unas palabras de Mari Carmen dirigidas a Teresa en voz baja (“Llevas la felicidad escrita en la frente, Tere. ¿Saben en tu casa que sales con él?”, sin respuesta) le hicieron pensar que la noche podía parecerse a cierto curioso cromo de su vieja colección particular. Pero no fue así. Lo curioso fue el ritmo implacable de distanciamiento que su imaginación le otorgó a esa noche, el hecho de que una frugal pero ceremoniosa cena fría (ensalada, lomo, quesos franceses y buen vino tinto servido en originales jarritos de barro, en una mesa baja con apliques de esmalte) perdiera por vez primera aquella sugestión anticipada del lujo y del respeto que él relacionaba siempre con Teresa y su mundo. Una reciente fotografía del joven matrimonio Bori, de codos en la borda de un barco (de medio perfil, los rostros alzados al cielo, mirando un imposible pajarito con ojos devorados por alguna emoción, arrasados por algún vendaval de íntimas vanidades y vagas aspiraciones artísticas) le sugirió algo de aquella turística negligencia de los Moreau y de aquella otra que de alguna misteriosa manera había fulminado a Maruja, era un halo de monstruosa irrealidad que les arropaba o una milagrosa vitrina sorda a cualquier sonido, a cualquier llamada de auxilio, que les defendía e incluso les embellecía. Y al rato de estar allí pensó oscuramente: “Chaval, esa gente no moverá un dedo por ti”.
Los Bori vivían en el barrio gótico, muy cerca de la Catedral (las agujas, emergiendo iluminadas en medio de la noche, se asomaban a la ventana como un decorado fantástico) en un ático confortable y lujoso, pero en cierto modo caótico: de un lado, cerámicas y pintura informalista, literatura engagée , reproducciones de Picasso (un gran “Guernica” presidía la cena) y grabados de la joven escuela realista española; de otro, una sorprendente profusión de folletos y catálogos de publicaciones sobre sistemas de venta y de control administrativo, libros de consulta en las butacas (un volumen aprisionando unas gafas de miope: “Marketing: 40 casos prácticos”; otro junto a las bronceadas, tropicales rodillas de Teresa en el diván: “Los jóvenes ejecutivos”). “No os fijéis mucho en cómo está todo -decía Mari Carmen-. Alberto es imposible, regresamos de Cadaqués hace tres días y a la media hora ya me había convertido esto en una oficina.”
Los Bori no tenían hijos, los dos provenían de familias distinguidas pero se consideraban independizados y felices en su ático. Habían vivido una temporada en París y trabajaban los dos. Alberto era un joven delgado, muy alto, atractivo, de palabra rápida y gran simpatía, que usaba gafas. Intelectual de izquierdas y letra-herido, había derivado sin ganas hacia la publicidad editorial. Mari Carmen tenía veinticinco años, se había casado muy enamorada antes de terminar la carrera de Letras, y cuando la acabó, en el momento en que todas las chicas de su clase se casan, ella descubrió que no podía casarse porque ya lo estaba (razonamiento trivial pero no del todo: para quien tiene pocas cosas importantes que hacer en esta vida, como en el caso de Mari Carmen Bori, invertirlas o hacerlas a destiempo puede resultar fatal: no sólo anduvo desorientada y seriamente deprimida durante un año, sino que hizo peligrar su matrimonio). No sabiendo qué hacer, se decidió al fin a buscar trabajo entre las amistades de su marido y se empleó en el departamento de traducciones de una editorial. Era una deliciosa mujercita pálida, de mirada envolvente, con los cabellos cortados como un chico, sin maquillaje, un aire parisiense. Llevaba un leve jersey negro de cuello cerrado, y su pecho liso, hundido, con los hombros encogidos, sugería elegantes aburrimientos. Aquella duplicidad de mundos, la doble vertiente ilustrativa que reinaba en el ático (Guernica y Marketing) no tardó en manifestarse con palabras: “Es una pena que Manolo no sepa algún idioma -dijo Mari Carmen a Teresa-. Yo podría conseguirle traducciones.” “Bueno, lo de viajante no es mala idea -afirmó Alberto, aplastando un trozo de Camembert en el pan con el cuchillo-. Estaría muy bien para empezar.” “Mejor algo en la sección administrativa, ¿no? -rezongó Teresa-. Estoy segura de que se podría empezar sobre una base de siete u ocho mil mensuales. Yo sondearé a papá…” “Depende de lo que Manolo pueda hacer -dijo Alberto mirando al muchacho-. De momento, lo de corredor me parece lo más factible.” “Puede que tengas razón”, respondió Teresa. Mari Carmen rió: “¿Tú crees? -le susurró en un aparte-. Le verás poco. Se diría que no te importa.” “No, es que necesita trabajar, de momento en lo que sea, ¿comprendes? No hace más que hablar de eso. ¡Si supieras! ¡Está de un humor!” Su amiga la miró con una sonrisa misteriosa, masticando lentamente, los oídos llenos de solemnes notas de órgano (música de Albinoni en el tocadiscos, durante toda la cena). Manolo hablaba poco y observaba a Alberto Bori. “Por supuesto -decía éste-, tener buena pinta es importante para vender libros, vamos, para vender cualquier cosa, pero tampoco es lo esencial…, Llevas el pelo un poco largo, quizá. ¿No crees, Mari?” “Está muy bien así. No le hagas caso, chico, Alberto es un envidioso”, dijo ella mirando a Manolo. “Que hablo en serio. Mari.” “¡Toma, y yo también! Tú no entiendes de hombres.” Cambió una rápida y maliciosa mirada con Teresa, y las dos se rieron. “Es muy posible que no -dijo Alberto-, pero en cambio conozco la mentalidad de los libreros. No tengo nada contra ese pelo, pero no le ayudará en su trabajo.” “Tú, que eres la interesada, Tere, ¿qué opinas?”, preguntó Mari Carmen. Teresa rió: “Si me tocáis uno solo de sus cabellos os mato a los dos”, y se bebió un resto de vino que quedaba en su jarrito. ¿Tú también, bonita, tú también con el cachondeo?, pensó Manolo, que con tal de conseguir el empleo estaba dispuesto a dejarse pelar al cero.