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Segundo objetivo: un bolso de señora en un paraje favorable (cerca de Horta, era una calle desierta, sin asfaltar, flanqueada de obras), un gran bolso negro que golpeaba la cadera de una mujer delgada y madura, vestida de negro, con gafas oscuras, que había salido de un portal y se alejaba por la acera. Con el motor en ralentí, se deslizó tras ella arrimado al bordillo. En la calle resonaban golpes de piquetas y voces de albañiles. Él había visto ya las piernas un poco musculadas sobre los grandes zapatos planos, y las caderas escurridas, y la espalda hombruna muy ceñida por la blusa negra, y el cabello recogido en un moño sobre la nuca, pero ahora sus ojos estaban atentos a otra cosa: no pasaba nadie por la calle. Se aproximó más a la mujer, y cuando estuvo a su altura (un perfil severo, labios sin pintar, con una leve pelusilla negra en el superior) y avanzaba al ritmo de su paso, ella volvió inesperadamente el rostro hacia él. La ocasión no era propicia: el bolso pendía ahora sobre su vientre, lo cual le valió a la dama saborear un poco de simpatía pijoapartesca antes de morir. “Perdone -dijo el muchacho con su mejor sonrisa-. ¿Sabe qué hora es?” Ella, tranquila, inexpresiva, dobló el codo (el bolso se balanceó favorablemente en su brazo, como un péndulo) y, sin detenerse, miró el reloj de pulsera que apenas asomaba bajo la ceñida manga de la blusa, y en este momento salió la mano del Pijoaparte disparada como el rayo y se apoderó del bolso: un fuerte tirón, que ella adivinó e intentó neutralizar levantando el brazo (al tiempo que emitía unos ruidos guturales) de modo que el asa de cuero quedó durante unos segundos enganchada en la correa de su reloj, pero el nuevo tirón fue decisivo y en un abrir y cerrar de ojos el bolso ya estaba entre la americana y la camisa del muchacho, que dio todo el gas a la moto (¡al ladrón, al ladrón!) y se lanzó en dirección a la plaza de la Fuente Castellana para luego bajar por Cartagena. Formidable arranque el de la Montesa, instantáneo. Pero los gritos de la desconocida resonaron en sus oídos durante un buen rato. Cinco minutos después, detrás del Hospital de San Pablo, con la motocicleta parada y los pies en tierra, Manolo registraba el bolso: lápiz para las cejas, un pañuelo perfumado con una M bordada en azul (Margarita, Margarita), un monedero con rubias y calderilla, un carnet de conducir, otro de Asistencia Social, agenda, bolígrafo, una vieja fotografía de un equipo femenino de baloncesto (pesadas faldas azotadas por el viento, rodillas y sonrisas desvaídas en un campo desolado: una cruz de tinta sobre la cabeza de una muchachita gatuna) un peine, un tubo de aspirinas, un librito (“Almas a la deriva” o algo parecido) y, en efecto (los temores eran fundados) sólo un billete de cien y otro de cincuenta. Mala suerte. El muchacho dejó todo en el bolso excepto el dinero y el pañuelo perfumado. Emprendió la marcha, y luego, sin pararse, arrojó el bolso por encima de la tapia de un jardín. Lo encontrarían y sería devuelto. Pasaban diez minutos de las cinco. Dejaría, como sin querer, que Teresa viera este pañuelo: pues nada, un recuerdo de Margarita, la hija de un exilado, un amor muerto por culpa de la guerra, una herida sin cicatrizar… No, qué absurdo (tiró también el pañuelo). No divaguemos.

Dejó la motocicleta medio escondida entre dos coches, frente a la clínica. Había otras motos, y un joven con una camisa a cuadros que paseaba por la acera (y cuyas miradas de soslayo él comprendería demasiado tarde; he aquí que aparecían las primeras consecuencias -y por cierto en mala hora- del esfuerzo excesivo polarizado en una sola dirección: no reconocía ya a sus propios colegas). Lo que le distrajo fue sobre todo el Floride de Teresa estacionado no lejos de allí. “Ha vuelto”, pensó con alegría. Una vez arriba, lo primero que vio al entrar fue la cabeza gris de un hombre en medio de la penumbra del saloncito, recostada en el respaldo de la butaca. Parecía dormir. Las persianas estaban echadas. Manolo pasó ante él sin hacer ruido y entró en la habitación de Maruja. Dina leía una novela sentada junto a la cabecera del lecho. “¿Cómo se encuentra hoy?”, preguntó Manolo en voz baja: “Mejor -dijo ella sin apartar los ojos del libro-. Su padre está ahí, ¿no le has visto?” “Ah, su padre. ¿Y Teresa?” No obtuvo respuesta. Alguien estaba tras él, clavándole los ojos en la nuca. Se volvió. Era el hombre de pelo gris. Manolo le saludó con la cabeza, mientras el otro le miraba con ojos de cansancio, apenas visibles entre los infinitos pliegues de los párpados. Su rostro oscuro parecía esquivar algo, alguna luz molesta (sus espesas cejas se habían fijado en ese gesto campesino de esquivar los reflejos del sol) y aunque no era alto como Manolo, su mirada parecía descender hasta él. Había algo en su aspecto que no agradó al chico. Lentamente, el hombre apartó los ojos de Manolo y los fijó en su hija. Junto a la cabeza de ésta, sobre la almohada, la sonda cerrada con una pinza reposaba como una pequeña y maligna culebra. Maruja gimió débilmente: sobre el blanco de sus ojos revolotearon durante un segundo los párpados ralos y llenos de pupas, sorprendentemente descarnados, sin pestañas, y por un breve instante apareció la negrura ardiente de sus pupilas, sus grandes pupilas asustadas que no se fijaron en ninguno de los rostros allí presentes; pero era ciertamente una mirada (una mirada que ya no iba destinada a nadie en particular), y pareció costarle un esfuerzo sobrehumano. Luego cerró los ojos. Se oyó la tos del hombre. “¿Ve usted? -dijo la enfermera, en el mismo tono que habría empleado para hablarle a un niño-. Está mucho mejor”. Manolo volvió al saloncito y graduó la celosía para que entrara un poco de luz. Minutos después, el padre de Maruja se reunió con él. Vestía un traje marrón muy usado.

– ¿Es usted amigo de la señorita Teresa?

Observaba a Manolo detenidamente. Manolo dijo:

– Sí… Y de Maruja. Parece que está mejor, ¿no? -dijo por decir algo.

– Dios lo quiera, porque a mí se me hace que me engañan. A ver si el mes que viene se licencia el chico… -Le miraba con sus ojos cansados y ahora, al tenerle más cerca, Manolo comprendió que aquel hombre sólo mostraba sueño y un total y absoluto desinterés por todo. Le vio introducir precipitadamente la mano en el bolsillo, probablemente para invitarle a fumar. Se sentía tan molesto que le dio la espalda. Afortunadamente, en aquel momento apareció Teresa; entró muy resuelta y su primera mirada (un destello de alegría indecible, que no volvería a asomar a sus ojos hasta quedar a solas con él) fue para el muchacho. “Ah -dijo- ¿ya se conocen? -Les presentó-: El señor Lucas es el padre de Maruja… Manolo, un amigo”. El muchacho tendió la mano y se encontró con un trozo de madera sin vida (y en ella un cigarrillo que debía estarle destinado, pero que el hombre no retiró a tiempo y se partió por la mitad). “Aquí el joven -dijo el padre de Maruja, ofreciéndole otro cigarrillo-, que también la encuentra más espabilada. Y es lo que yo digo: cuestión de tiempo. Bueno -añadió mirando hacia la puerta-, ¿y doña Marta?” “Con el doctor, ahora mismo viene -dijo Teresa-. Papá está abajo”. El hombre inició un movimiento hacia la puerta, pero se volvió, entró en la habitación de su hija, dijo algo a la enfermera, volvió a salir, se despidió de ellos y luego se marchó cerrando la puerta sin demasiado cuidado. Entonces, Teresa se plantó delante de Manolo, muy cerca, y levantó el rostro mirándole a los ojos.

– Hola -dijo con su voz mimosa, un poco nasal, siempre como si estuviera constipada; había en esa voz una húmeda promesa de caricias furtivas.

– ¿Cuándo has llegado? -preguntó él.

– Esta mañana. Estamos aquí desde las tres, toda la familia -añadió sin apartar los ojos de él-. Ahora vendrá mamá. No es nada lo de Maruja, me asusté sin motivo…

– ¿Y hoy cómo te sientes?

– Estupendamente, como nueva. -Se fijó en su traje-. ¡Oye, que elegante!

Oyeron pasos en el corredor. Se separaron un poco y Manolo ajustó instintivamente el nudo de su corbata. Pudo captar una mirada divertida de Teresa, y en aquel momento se abrió la puerta y entró la señora Serrat seguida de otras personas; venía hablando y su voz se hizo un repentino susurro al cruzar el umbral, como si entrara en su velatorio: “…y es que Teresa llegó completamente desquiciada, diciendo que Maruja se había puesto tan grave, que le habían salido unas llagas horribles en la espalda, que se nos moría, y consiguió poner a todo el mundo nervioso! Ya quería yo llamar antes de venir. Pero en fin, mejor que haya sido una falsa alarma… ¿Y Lucas, se ha ido?”, añadió mirando a Teresa. “Con papá”. Manolo se había retirado junto a la ventana y estaba a la espera. Acompañaban a la señora Serrat el doctor Saladich (alto, bronceado, muy atractivo, con una especie de reserva profesional en sus bellos ojos grises) y otra señora que debía ser tía Isabel, y que se sentó inmediatamente, muy acalorada y con aire de fatiga. Teresa se acercó a Manolo: “ven”, le dijo, pero ya su madre iba hacia ellos. “Tu padre nos espera abajo, se ha empeñado en localizar al chófer de la Compañía para que lleve a Lucas a Reus. Tus dichosos nervios, hija… (entonces se fijó en Manolo). Ah, usted debe ser ese joven…”. Teresa se lo presentó: “viene a ver a Maruja todos los días”. Ella no pareció prestarle mucha atención (no le tendió la mano, la tenía ocupada en sujetarse el pañuelo verde que le ceñía los cabellos) pero en cambio le observaban la otra señora y el médico, a los que fue igualmente presentado por Teresa. Nada especial en la actitud de la señora Serrat (mientras Teresa intentaba explicar al doctor Saladich sus temores de ayer respecto a Maruja) excepto una tibia mirada en suspenso, una mirada cuya naturaleza inquisitiva no se refería exactamente a él, o por lo menos no solamente, sino que involucraba a su hija: la señora Serrat mantenía el rostro vuelto ligeramente hacia Teresa, que era la que hablaba en este momento, pero, en realidad, miraba al muchacho, que era quien escuchaba.

– Tonterías, Teresa -dijo la señora de pronto-. Maruja está mucho mejor.

El doctor Saladich no se mostraba nada optimista pero aseguraba que, en efecto, los temores de Teresa eran infundados. Cuando ya se disponían a marchar, la señora Serrat inició una complicada conversación con su hermana y con Teresa acerca de lo que había que hacer: ella regresaba a la Villa inmediatamente (tenía invitados) en el coche de su hermana, mientras que su marido, “que desde luego no conseguirá localizar al chófer de la Compañía, porque hoy es fiesta”, dijo, no tendría más remedio que acompañar a Lucas en el otro coche. “De todos modos -añadió-, Oriol pensaba ir a la finca un día de estos.” Tía Isabel sugirió que Teresa podía acompañar a Lucas, y Oriol irse con ellas a Blanes (pero Oriol tenía cosas que hacer en la ciudad) y Teresa protestó diciendo que estaba muerta de cansancio, y que además tenía que llevar el Floride al garaje para una reparación. Manolo, junto a la ventana, esperaba inmóvil y correcto, y lo único que sacó en claro al final (lo único que le interesaba, por otra parte) fue que Teresa quedaba libre y en Barcelona.

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