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– Espera, miremos en el jardín. ¿Tienes prisa?

La siguió hasta el cenador, pero ya antes de llegar se veía el sillón de mimbres vacío, con el bastón cruzado sobre los brazos. Hortensia no apartaba sus ojos del muchacho. Quitó el bastón y se sentó riendo, cogiéndose la nuca con las manos, desperezándose, agitando las piernas. “Manolo -dijo-, prometiste que un día me llevarías en moto”. Bajo su cuerpo, el descoyuntado sillón de mimbres crujía con un gemido casi humano. Él se había parado quince metros antes de llegar al cenador, no necesitaba ir más lejos para ver que el viejo no estaba allí. “Sí, un día de estos…”. Decidió esperar un rato y se sentó en el suelo, cruzando los pies, los ojos fijos en la muchacha a través del sol, observándola con curiosidad. Ella no se estaba quieta. “¿Te has enamorado alguna vez, Manolo?”, preguntó riendo. “No…”, dijo él. Y al ver la manera con que fijaba repentinamente su atención hacia algo del jardín (ladeando la cabeza, un poco asustada, como si de pronto hubiese descubierto la presencia de alguna alimaña entre la hierba que crecía libre en torno a ella) fue cuando constató una vez más su extraordinario parecido con Teresa Serrat. Esas piernas que se agitan en el aire, que parecen fustigar el sol desesperadamente, sólo necesitan un dorado de playa para ser las de Teresa. Entornando los párpados, Manolo observó detenidamente a la muchacha: estaba francamente graciosa, y él sintió la oscura necesidad de preguntarse de nuevo por qué, antes de enamorarse de Teresa, no se había enamorado de ella. El amor es irracional y ciego, dicen pero él sospechaba que eso era otro cochino embuste inventado para engañar a las almas simples: porque si hubiese conocido a Hortensia al volante de un coche sport, por ejemplo, como en el caso de Teresa, enamorarse de ella habría sido muy fácil. ¿Qué eso ya no habría sido amor? Amor y del grande.

Hortensia, sin dejar de balancear las piernas, recostó la cabeza en el respaldo del sillón.

– Ya no llevas el vendaje -dijo.

– Ya no.

– ¿Por qué?

– Estoy curado. -De pronto volvió el rostro, dejó de mirarla.

– Manolo ¿qué te pasa? últimamente pareces tonto. No eres el mismo.

– Mira, Jeringa, tengo muchos problemas. -Tumbándose de espaldas sobre la hierba, añadió-: Todavía no puedo devolverte el dinero… ¿Se enteró el viejo?

– Claro.

– ¿Y qué dijo?

– Oh, me pegó. Sí, me pegó una bofetada. Y está muy enfadado contigo.

– Te lo devolveré -dijo él-. Te devolveré hasta el último céntimo… No quiero deudas contigo.

– Tienes miedo -dijo ella, y se echó a reír-. ¡Qué divertido, nunca lo hubiese creído! Y además te has vuelto tonto.

– ¡Niña…!

– La niña ya trabaja ¿sabes?

– Eso está bien. -Se levantó del suelo-. Sí, eso está pero que muy bien. En fin, me voy. Volveré otro día.

Al pasar junto a ella (prefirió salir por la puerta trasera del jardín), le rozó la barbilla con los dedos. Creyó que le acompañaría, pero no, Hortensia se quedó allí, repantigada en el sillón. Manolo notó en su espalda los ojos metálicos de la muchacha hasta que cruzó la puerta. “Lo tengo peor que antes”, se dijo pensando en el enfado del Cardenal. Mientras se dirigía hacia la clínica fue recuperando la seguridad: a fin de cuentas, sólo era en el barrio donde se hallaba a disgusto, y siempre fue así, no había por qué darle vueltas.

Dina acababa de entrar en el cuarto de Maruja y Teresa estaba en su butaca, igual que Hortensia en el sillón, pero componiendo aquella actitud de autodefensa con las piernas cruzadas y sin mirarle. Tenía aspecto de haber dormido mal. “Me voy a Blanes”. Las lujosas páginas de la revista crujían en sus manos. Él comprendió en el acto que algo nuevo bullía también en esta cabecita rubia.

– ¿Qué ocurre, Teresa?

– Nada. Excepto que la pobre Maruja está cada vez peor y que yo… estoy agotada, nerviosa. Voy a buscar a mamá.

– Pero si vino anteayer.

– Pues que vuelva. Que vuelva en seguida.

Pasaba las hojas de la revista con una rapidez asombrosa. Indudablemente no podía ver ni leer nada, pero tampoco parecía desearlo.

– ¿Volverás pronto? -preguntó él.

– No lo sé. -Y después de un corto silencio, como si prosiguiera una conversación iniciada con otra persona-: Además, te has quedado sin dinero por mi culpa.

– ¿Cómo dices?

– Chico, ¿estás sordo?

– Debiste suponerlo: a ninguna chavala le gusta salir con alguien que no tiene dinero, pensó. La oyó murmurar: “anoche estuvo pensando en ello. Somos unos insensatos…”.

– Déjate de monsergas -cortó él con una voz sorprendentemente baja-. Y dime qué te ocurre, anda.

Teresa había terminado de pasar las hojas, pero, dándole bruscamente la vuelta a la revista, volvió a empezar.

– A mí nada. No me ocurre nada.

Manolo paseó ante ella con la cabeza gacha y la mano izquierda hundida en.el bolsillo trasero del pantalón (exactamente igual que ayer tarde en una tasca de la Trinidad llena de camioneros escandalosos, mientras le ofrecía a Teresa un ramo de violetas que vendía una vieja, cuando tocó en el fondo del bolsillo el triste montón de calderilla. “No te preocupes, yo llevo -había dicho ella al comprender su apuro-. Así tengo ocasión de pagar alguna vez”).

– Oye -dijo él ahora-, no veo que tengas que ponerte así por eso. No tiene nada que ver… Quiero decir que precisamente estoy esperando un cobro…

– Claro que tiene que ver, Manolo. ¿Qué te has figurado que soy? ¿Una estúpida Malcriada que desconoce el valor de las cosas? ¿Crees que puedo consentir ese gasto? Conozco a los chicos como tú, sois demasiado buenos, demasiado tontos. Entendéis mal la amistad. Lo que me enfurece es no haber caído en ello hasta ayer… Seguro que ya te has gastado todo el sueldo de las vacaciones.

– Pues yo creo que no te vas por eso. Te vas porque tienes miedo.

– ¿Miedo de qué? Bueno, Maruja está muy mal, me preocupa… Además, necesito reflexionar.

Él se cruzó de brazos, suspiró.

– Reflexionas tú mucho, chavala.

Teresa se echó a reír.

– Qué divertido eres, Manolo. Un encanto. -Y ahora sí, ahora parecía haber hallado algo de sumo interés en la revista, porque fijó toda su atención en una página, mientras decía-: Pero seamos prácticos y hablemos claro, que para eso somos amigos. Vamos a ver, ¿qué hay entre nosotros? Amistad y nada más ¿no? A ver, dime.

Desde el cuarto contiguo, Dina, que les estaba escuchando, comprendió en seguida lo que pasaba y sonrió mientras le tomaba el pulso a la enferma: Teresa empieza a formularse los sentimientos de su amigo. Siempre seremos tontas, las mujeres, pensó. Dina sabía mucho del amor. Sabía, por ejemplo, que la afirmación amorosa del tipo más peligroso como amante consiste en negar en todo momento la existencia del amor, en no dejarse amar; pero sabía también que algo en ese tipo, en su tranquila voz sin historia, en sus agudos y sarcásticos ojos y en sus manos egoístas y rápidas, sugiere al mismo tiempo que no está aquí para otra cosa que para ser amado. Y el murciano también debía saber algo de todo eso, porque durante los últimos días, a despecho de lo tierno y reflexivo que se mostraba con Teresa (Dina les había sorprendido en el saloncito no pocas veces, arrullándose casi) había sabido mantener en todo momento ese tranquilo desafecto tan necesario para que las azules pupilas de su amiga se llenaran de duda y de interés.

Ahora, mientras el chico se dirigía hacia la habitación de Maruja:

– Eso es sólo amistad -aventuró-. Y basta de monsergas, te lo ruego. ¿Dices que Maruja está peor?

Y sin más, ahogando los latidos de su corazón con una indiferencia más o menos lograda (nunca sabría cómo le traicionaron sus ojos, cómo desmentían sus ásperas palabras) entró en el cuarto contiguo. Dejó abierto. Dina le estaba poniendo una inyección a Maruja. Él sabía que el médico solía pasar a esta hora, pero nunca le había visto porque él y Teresa se iban antes. Maruja parecía, en efecto, haberse consumido en veinticuatro horas: sus mejillas pálidas, transparentes, estaban hundidas bajo los pómulos, la frente era desmesuradamente grande y también la boca. Su expresión ceñuda se había acentuado, como si el mal sueño que la roía por dentro fuese cada vez más enojoso.

– ¿Está muy mal? -preguntó Manolo.

La enfermera, sin mirarle, desclavó la aguja del brazo y aplicó un pedazo de algodón.

– No. Sal fuera, que vamos a cambiarle las sábanas. -Pero ¿cómo se encuentra?

– Le han salido unas llagas en la espalda, eso es todo. -¿Y es grave?

– Te pido por favor que salgas. Va a venir el médico.

Cuando él regresó al saloncito, Teresa había desaparecido. Se volvió a la enfermera un poco perplejo: “Ha ido a buscar a su madre”, dijo, y se quedó allí quieto en la puerta, como esperando que Dina confirmara sus palabras. Pero la enfermera estaba atenta a su trabajo; dobló el brazo de Maruja y lo introdujo cuidadosamente bajo la sábana. “Mala suerte -dijo-. Vete y vuelve mañana”.

Desde luego, la mala suerte le hacía guiños: lo ocurrido, por ejemplo, con la última motocicleta que se decidió a robar para estabilizar un poco la situación económica, aprovechando que Teresa estaba en Blanes. Fue al día siguiente, después de convencer a su cuñada para que le sacara el traje del tinte (por lo menos, si Teresa volvía con su madre, que no le vieran vestido como un golfo). Era el 18 de julio, precisamente. A las cuatro de la tarde bajaba por la carretera del Carmelo y cerca del Parque Güell adelantó a dos parejas de novios del barrio. Les oyó cuchichear a su espalda, le criticaban, y el, repentinamente, como si hubiese olvidado algo, se paró y tanteó sus bolsillos. Sacó todo el dinero que tenía: rubias y calderilla. “Esto no puede ser, eres hombre muerto”. Entró en el Parque Güell. Sospechó entonces que la decisión no era repentina, sino que la llevaba dormida en la cabeza desde hacía días: si no había más remedio, lo haría, pero desde luego iba a ser la última vez. La motocicleta para el Cardenal y con lo que le diera liquidaría deudas y con prudencia aguantaría hasta el fin de las vacaciones de Teresa. Al mismo tiempo contentaría al viejo y volvería a tenerle a raya para nuevos anticipos. Y también daría un “tirón” (el último, esta vez de verdad) para gastos inmediatos.

Un poco más allá de la entrada del Parque, junto a los setos polvorientos, coches y motos con sidecar aparcados sin orden. Entre los árboles, chillidos de niños y pájaros. Entraban parejas enlazadas, con paso lento y religioso, que le impacientaban: ya le había echado el ojo a la motocicleta. Era una Montesa nueva, de un rojo brillante, que le miraba fijamente desde la espesura con su aire de avispa rencorosa. Tuvo que esperar durante más de tres cuartos de hora y se fumó medio paquete de Chester (a la cuenta sin pagar del Delicias) sentado en una de las grandes bolas de piedra que bordeaban el paseo de palmeras; pero luego todo fue muy rápido: aprovechando un momento que no pasaba nadie, montó en el sillín y puso el motor en marcha después de hacer saltar el candado. Bajo él, el caballete se plegó como una trampa. Al darle gas salió disparado del Parque y se lanzó a toda velocidad por Ramiro de Maeztu y luego por Avenida Virgen de Montserrat. Iba con las piernas muy abiertas para no mancharse el traje: era lo único que le preocupaba.

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