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– Marta -dijo al dejarse caer en la butaca-, te recuerdo que tu hermana llega esta tarde de Madrid y que tú deberías estar en Blanes para recibirla… Aquí ya no podemos hacer nada y esto va para largo. Me parece absurdo, mira, que te pases las horas mano sobre mano sabiendo muy bien…

– Oriol…

– …que ya hemos hecho todo lo que había que hacer. Hay una enfermera a su lado día y noche, ¿qué quieres? Regresa a la Villa, yo iré mañana o pasado, en cuanto haya resuelto unas cosas. Conque vengas a verla de vez en cuando…

– Oriol, por favor, baja la voz -rogó ella, y mirándole hizo una larga pausa que permitió, en efecto, evidenciar cierta bondad del silencio en favor de Maruja-. Se hará lo que sea mejor, pero con calma. -Se volvió hacia su hija-. Teresa, ¿tú qué piensas hacer…? ¡Pero si esta criatura no puede con su alma!

Vencida por la fatiga, Teresa se adormilaba.

– Yo me quedo -murmuró.

– Otra que hace tonterías -gruñó su padre-. Deberías irte a casa y acostarte.

– Estoy bien, papá.

– Lleva tres noches sin dormir y con los nervios de punta -dijo su madre intentando, sin conseguirlo, tocarle la frente con la mano.

– ¡Ay, mamá, déjame, estoy bien!

Sus ojos azules, entristecidos entre los párpados finos y tersos, vagaban esquivos. Hacía tres días que Maruja había sido internada en la clínica, en un estado de gravedad que persistía, y ella llevaba otras tantas noches, más otra anterior que sus padres ignoraban, sin apenas dormir. Desde la mañana que, adormilada en el diván de la villa (hacía horas que la revista Elle había resbalado de sus manos) la despertaron los gritos de la cocinera, no quiso separarse de su amiga. Fue Tecla, la vieja cocinera, la que descubrió a Maruja inconsciente en la cama cuando fue a despertarla, extrañada por su tardanza. Con su ayuda y la del masovero, que todo el rato estuvo hablando de corte de digestión y de insolación, Teresa, llena de angustia y de vagos remordimientos, había metido inmediatamente a Maruja en su coche, envuelta en una manta, llevándola al dispensario de Blanes; de allí, en una ambulancia municipal, la criada fue trasladada a una clínica particular de Barcelona, donde el señor Serrat, advertido por la llamada telefónica de su hija, había hecho disponer lo necesario y esperaba con su mujer y el doctor Saladich, director de la clínica e intimo de la familia. Teresa siguió a la ambulancia con su coche. El doctor Saladich se interesó por lo que Maruja había hecho el día anterior y Teresa le informó de su caída en los escalones del embarcadero. “Pero no se hizo daño -dijo-. Por lo menos eso creímos entonces. Estuvo toda la tarde conmigo, y a la noche fuimos a Blanes. Tenía mucho sueño y se acostó temprano… ¿A qué hora cree usted que perdió el sentido?” “Tal vez mientras dormía, o esta mañana al levantarse, es difícil establecerlo”, dijo el cirujano, afirmando que es frecuente el intervalo entre el accidente y la presentación de la inconsciencia, y que a veces incluso transcurren días enteros. Quirúrgicamente no había nada que hacer. Reposo absoluto. “No se puede operar -añadió-, es un cuadro difuso, sin hematoma, sólo son pequeñas sufusiones hemorrágicas extendidas por todo el cerebro” (pequeñas heridas no operables, aclaró el cirujano mirando a la descompuesta señora Serrat, cuyo ánimo acabó de abatirse del todo). Era muy grave, pero no se podía hacer otra cosa que esperar. Maruja no recobraba el conocimiento y sólo pronunciaba palabras de vez en cuando, palabras sin sentido, en un susurro. Aquella noche y la siguiente, Teresa las pasó sentada en una butaca junto a la cabecera de su amiga. A ratos, en medio del sopor, Maruja gemía débilmente y pronunciaba el nombre de Manolo. Una sola vez abrió los ojos y miró fijamente a Teresa, pero como si no la viera. Fue en la segunda noche. Desde entonces se hallaba sumida en un letargo mucho más profundo y alarmante. El doctor Saladich dispuso que hubiese constantemente una enfermera a su lado. “¿Has visto? -dijo la señora Serrat a su marido, con una sonrisa de conejo, al reconocer a la enfermera del turno de día-. Es aquella chica que Saladich nos presentó el verano pasado en Palma, en el hotel…” Su marido la atajó diciendo que sufría un error. Por su parte, Teresa recorría una y otra vez, con los ojos húmedos, el cuerpo postrado, inmóvil bajo la blanca sábana. Su madre, los dos primeros días, se quedó allí hasta la medianoche intentando convencerla de que se acostara. “Saldremos las dos -respondió Teresa- o yo sola, si no hay suerte. Mientras tanto, no, de aquí no me muevo.” La tercera noche, a eso de las cuatro, Teresa presintió la muerte de Maruja, y se sintió repentinamente sola y se echó a llorar en brazos de la enfermera. “Maruja, Mari…”, gemía. Aún la veía moviendo la mano en lo alto de las rocas, sus piernas agitándose, con aquellas malditas sandalias volando en el aire, y al acordarse de Luis Trías, de su conversación con él y de los besos, su llanto arreció y llegó a conmover a la enfermera, que era una mallorquina lúbrica de nariz aguileña, boca roja y anchas caderas, casualmente recién operada de apendicitis (y con pleno éxito) por el propio doctor Saladich. La enfermera la acogió en sus brazos (“No plori, confiem en es doctor …”) y la aconsejó que se fuera a casa, pero Teresa se empeñó en quedarse. Miraba el rostro doliente de Maruja, la frente bañada en sudor, los labios moviéndose de tarde en tarde para pronunciar siempre la misma palabra: Manolo. Hoy, a las nueve de la mañana, Teresa salió a tomar un café y al volver encontró a su madre -que no parecía prestar mucha atención a lo que ahora le decía su marido:

– Y no se hable más, Marta. Llévate el coche, no lo necesito.

Sabía que Marta obedecería después de una leve resistencia, pero también temía una discusión. Miró a su mujer. Llevaba un vestido de algodón, con grandes apliques de badana estampados en rojo y azul, y una bolsa de playa del mismo género y color. Estaba erguida en su butaca, con las piernas muy juntas, de espaldas a la celosía. La favorecía mucho esa luz indirecta, flotante. Era una mujer bien conservada, mucho mejor que él. Llevaba muy bien esos 45 años del asombroso músculo sometido, milagrosamente tenso todavía, sin amenaza aparente de caída, y cuando se la veía correr en bikini por la playa, seguida por sus perros y sus sobrinos, bruñida la piel por el agua y el sol, el señor Serrat, admirado, tenía ocasión de calibrar una vez más el secreto poder de aquel cuerpo a la vez que intuía de repente que la vida no siempre es musical: era un hombre terriblemente celoso. Sin embargo, sin que él supiera exactamente por qué, cada vez que miraba las piernas de su mujer se tranquilizaba. Tenía Marta Serrat unas piernas firmes, un tanto gruesas, con tobillos deformados y rojos, quemados por el sol, de los cuales ella renegaba. Tenía también un delicado rostro ovalado, un poco inglés a causa del fino mentón y las pecas y los ojos de agua, amén de los cabellos pajizos y juveniles que le permitían peinarse casi como su hija y que mantenía en ella aquel aire de muchacha distinguida que el señor Serrat tanto había admirado en su juventud (una juventud difícil y pijoapartesca, por cierto, poco conocida entre sus amistades de hoy) y que todavía era causa de íntimos temores. Pero, no había que olvidarlo, su mujer poseía una pierna realmente catalana, recia, familiar, confortable, tranquilizadora, una pierna que atestiguaba la salud mental y la inquebrantable adhesión de su dueña, por encima de posibles pequeños devaneos, a las comodidades del hogar y a la obediencia al marido, una pierna, en fin, llena de sumisión y hasta de complicidad financiera, símbolo de un robusto sentido práctico y de una sólida virtud montserratina. Y dijo la pierna: “Como tú quieras, Oriol”.

Porque había crecido en un mustio jardín de pesadas enciclopedias y libros ilustrados (su padre, de distinguida familia pero arruinado, fue profesor de francés en el Instituto de Palma de Mallorca antes de la guerra) Marta Serrat tendía a aprobar cosas a veces sorprendentes -por ejemplo, el resistencialismo universitario de su hija en pro de la cultura-, pero en todo dejaba que decidiera su marido. “Saladich nos tendrá al corriente por teléfono -decía éste- y además, tú puedes venir de vez en cuando. Teresa que haga lo que quiera.”

– Yo me quedo, papá.

– ¿Y dónde comerás? -preguntó su madre-. Vicenta se viene conmigo, la necesito, la pobre Tecla no podría allí con todo, y menos ahora que llega Isabel con tus primos…

Además de Maruja y de la cocinera, había otra sirvienta, una vieja valenciana que permanecía en Barcelona hasta el mes de agosto para atender al señor Serrat, que por motivos de trabajo sólo podía pasar los fines de semana en la villa. Él protestó: “A Vicenta la necesito aquí”. “Por unos días -dijo ella- puedes comer en el restaurante.” El señor Serrat ya estaba más que harto. Se levantó. “No es cuestión de unos días, Marta, ya oíste a Saladich: la chica puede estar así lo mismo una semana que seis meses…” De pronto oyeron un sollozo apagado, en la ventana: Teresa se había levantado violentamente y estaba de espaldas. Sus hombros de miel, que el vestido rosa dejaba al descubierto, temblaban bajo las listas de luz que proyectaba la celosía.

– Teresa, hija -exclamó su madre yendo hacia ella-. Vamos, vamos, no llores…

– ¡Cómo podéis hablar de todo eso estando ella ahí! -acusó la rubia politizada.

Su madre la atrajo por los hombros y la hizo sentarse a su lado. Miró a su marido como diciendo: ¿ves lo que has conseguido? Pero lo que dijo fue:

– No, si el disgusto de esta criatura nos dará que hacer, ya verás.

– ¿Ha pasado ya Saladich? -bramó su marido.

– Hace media hora. Te pido por favor que ordenes a tu hija que se vaya a casa y se acueste…

Al señor Serrat, lo que le preocupaba ahora no era la llantina de su hija; lo que le preocupaba es que desde hacía tres días llegaba a todas partes con media hora de retraso.

– ¿Y qué ha dicho?

Mientras le tendía un pañuelo a Teresa, la mujer suspiró:

– Qué quieres que diga, lo mismo que ayer. Que hay que esperar, que no se puede hacer nada. ¡Dios mío, yo no comprendo esta chica cómo pudo darse un golpe así…! Ya debía tener algún mal en la cabeza.

– Cálmate, Marta.

– Te digo que hay que avisar a Lucas.

– De momento no lo creo necesario. Se está haciendo todo lo que hay que hacer. Nada se pierde con esperar un poco, y si a ese hombre se le puede ahorrar un disgusto…

– Ese hombre, Lucas, era el padre de Maruja, que estaba en la finca de Reus. Resoplando de calor, el señor Serrat se dirigió hacia la puerta. “En todo caso -añadió- veré de hacer una escapada a Reus. Ahora voy a ver a Saladich. Cuando vuelva te llevo a casa.” Salió cerrando la puerta con cuidado. Teresa se había levantado de nuevo y estaba ante la celosía, de espaldas a su madre y con los brazos cruzados.

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