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– ¡José Miguel, estúpido! -chilló Teresa-. ¡No te acerques o te doy una bofetada! ¡Mira lo que has hecho!

Mojado el albornoz, la toalla, los cigarrillos, el libro de Simone de Beauvoir, los rubios cabellos y los soleados pechos de Teresa. Estaba furiosa. De pie ante ella, inmóvil, su primo se reía con el cubo en las manos. Teresa se abrochó definitivamente los tirantes del bañador. Maruja le hizo una seña al niño

– Ven, José Miguel. -Cuando le tuvo delante le quitó los mocos con un pañuelo, le ajustó el slip sobre la barriguita y lo despidió con un cariñoso azote en el trasero-. Vigila a tu hermanita, que no se acerque demasiado a la orilla. O mejor, ve a buscarla y venid todos. Jugaremos a prendas.

Teresa, mientras se secaba, miró a su amiga con ojos tristes. En silencio, le dio la vuelta a la toalla y se tendió de nuevo sobre ella. Maruja se dejó caer de espaldas sobre la arena. Su cabeza quedó a menos de un palmo de la de Teresa, y de vez en cuando, por el rabillo del ojo, veía aquel perfil tan bonito de la señorita, tan dulce, ahora con los rubios cabellos mojados, la mirada azul perdida en el cielo. ¿En qué estará pensando? ¿Ya no quiere saber nada más de Manolo? Claro. A ella nadie podía ayudarla.

– Fuma -dijo Teresa ofreciéndole los cigarrillos. Sus cabezas se juntaron sobre la llama violeta de la cerilla, inclinadas para resguardarla del viento: por unos segundos pareció que las dos estuvieran leyendo el mismo libro o compartiendo la misma curiosidad ociosa-. ¿Dónde vive?

– ¿Quién? ¿Manolo?

– Sí.

– En el Monte Carmelo.

– ¿El Monte Carmelo…? Ah, sí, ya recuerdo.

Sonrió de pronto, como si acabara de ocurrírsele algo divertido, y se disponía a seguir hablando cuando oyó a su espalda las voces de su padre y de su tío Javier; ninguno de los dos, a juzgar por sus risas, hablaba de los desmanes cometidos en la valla por las parejas domingueras e impúdicas que invaden las propiedades privadas. Maruja se levantó antes de que llegaran y fue a reunirse con los niños. Teresa comprendió que se iba para que no vieran que había llorado.

Todo aquello no era más que el resultado de unas emociones confusas y negligentes. Maruja se arrepintió de la confesión hecha a la señorita y desde entonces, cuando Teresa le preguntaba por su novio, sólo contestaba vaguedades. Notó que el trato que le dispensaba la señorita se hacía más flexible, más inteligente, por decirlo así, de lo que sus funciones en la casa merecían: a menudo sorprendía a Teresa observando sus quehaceres habituales (poner la mesa, por ejemplo, o responder al teléfono) con una extraña fijeza en la mirada, como si investigara en sus movimientos Dios sabe qué naturaleza íntima, una mirada que inmediatamente, al ser descubierta por Maruja, se transformaba en una sonrisa afectuosa o en un guiño de ojos que implicaba cierta complicidad. En cuanto a lo que bullía en aquella cabecita rubia en tales ocasiones, para la criada era un misterio. Cuando meses después en Barcelona, en invierno, quiso la suerte que Teresa pudiera ver de cerca al guapo murciano y cambiar con él unas palabras a través de la verja del jardín, aquella arrogante idea que ya un día en la playa se había hecho del joven obrero, al interrogar a Maruja, se instaló en su mente con la fuerza de un dogma. Antes había notado la feliz posibilidad deslizándose sobre ella de igual manera que los rayos del sol en sus pechos desnudos: como una caricia soñada; pero después de conocer al chico quedó convencida. Luis Trías no quiso creerla cuando ella le contó su maravilloso descubrimiento, por cierto con gran riqueza de detalles (adornó su versión con atrayentes elementos de un supuesto obrerismo activo que habría asombrado a la pobre Maruja) y para asegurarse, el prestigioso estudiante, que en estas cuestiones de identidad alardeaba de una grave responsabilidad tout á fait comité central, que impresionaba grandemente a Teresa, quiso hacerle nuevas preguntas a la criadita, la cual en esta ocasión dio una prueba definitiva, si no de su inteligencia, sí de ese instinto de conservación que caracteriza -fue lo que pensó Teresa- a los miembros disciplinados de las sociedades secretas: había hecho como que no entendía el sentido político de las preguntas. ¡Sin duda su novio le había prohibido hablar a nadie de sus actividades por razones de seguridad! ¿Quería Luis una prueba mejor que ésta?

En esto y en cosas semejantes, relacionadas con la buena suerte de Maruja -en contraste con la suya de esta noche, que había sido pésima- pensaba ahora Teresa Serrat mientras bajaba las escaleras de la villa, sin decidirse aún a despertar a Maruja para charlar un rato. Al llegar abajo cruzó la entrada, encendió las luces del salón, se tendió en el diván y cogió un ejemplar de Elle. Luego tiró la revista al suelo, volvió a levantarse, sus ojos se humedecieron al recordar algo (nunca más, nunca), se dirigió hacia la cocina (no asomaba ninguna luz bajo la puerta de Maruja), se sirvió un jugo de frutas de la nevera, estaba a punto de llorar, el silencio de la casa le crispaba los nervios, apretó los muslos, volvió a recorrer el pasillo (ninguna luz bajo la puerta) entró en el salón y, el vaso en una mano y la revista Elle en la otra, se tendió de nuevo en el diván con las rodillas levantadas, moviéndolas, por expansión nerviosa, de derecha a izquierda. Apenas se oía el rumor del oleaje. Más allá de las rejas de la %entalla, en el horizonte del mar, asomaba una luz rosada. El albornoz se abrió sobre el monótono vaivén de las rodillas. Tendida de espaldas, Teresa hizo un esfuerzo por integrar su feminidad lastimada al mundo rutilante y acogedor de Elle, entre sedas y pieles de verdadero cariño. Inconscientemente, el suave balanceo de sus piernas encendidas se acoplo al ritmo del oleaje. Pronto amanecería. De repente, cuando ya habla conseguido poner cierto’ interés en lo que estaba leyendo (el horóscopo) algo distrajo su atención: era el roce de su propia piel. Se inmovilizó. Sus ojos celestes se humedecieron, quedaron velados por una escarcha. Y allí, encogida sobre el diván, la barbilla clavada en el pecho y los cabellos caídos sobre el rostro, como una niña temblorosa y ultrajada, las lagrimas vertidas amargamente por la muerte de un hermoso mito empezaron a resbalar sobre las páginas satinadas y esplendorosas de Elle, cuyo horóscopo, efectivamente, decía: Cet eté vous changerez d’atnour .

Oriol Serrat entró en la clínica

La generación mala y adulterina demanda señal; mas señal no le será dada.

San Mateo – 16 – 4

Oriol Serrat entró en la clínica Balmes, saludó familiarmente al conserje, subió las escaleras con una agilidad impropia de sus cincuenta años y luego avanzó por el pasillo de paredes estucadas, en el primer piso, hasta llegar a la puerta de la habitación 21. Se detuvo un momento antes de entrar, se secó el sudor de la frente con el pañuelo y luego, poniéndose la mano en el costado, como si le doliera el riñón, abrió la puerta y entró: “Ja estic emprenyat ”. Eran las once de la mañana.

Su mujer y su hija, envueltas en la claridad lechosa que se filtraba por las blancas celosías entornadas, estaban sentadas en el saloncito contiguo a la habitación donde yacía Maruja, y hablaban en voz baja.

– ¿Cómo está? -preguntó él.

– Igual -dijo la señora Serrat, que sacaba pañuelos y algunas prendas de vestir de una bolsa-. No hace más que llamar a un tal Manolo… ¿Has desayunado?

– ¿Y quién es ése?

– Ya puedes figurarte. ¿Has desayunado?

– Sí, mujer.

– Es su novio, mamá -intervino Teresa, que estaba literalmente derrumbada en la butaca de cuero-. Su novio, ya te lo he dicho. Y habría que avisarle.

– Me parece muy bien, pero, que yo sepa, Maruja no tiene ni ha tenido nunca novio.

– Tú no sabes nada, mamá.

– Está bien, haz lo que quieras. A mí eso no me preocupa. A quien hay que avisar, y en seguida, es a su padre.

Al decir esto miró a su marido, como esperando una justa aprobación a su propuesta. Pero el señor Serrat, sin hacer caso, cruzó el cuarto dirigiéndose hacia la puerta de la habitación de Maruja. Sus zapatos crujían sobre el mosaico verde pálido. Abrió un poco la puerta y miró dentro: la cabeza de la muchacha asomaba entre las sábanas con los ojos cerrados, los labios entreabiertos y la barbilla levantada, como disponiéndose a beber en una invisible fuente. Su frente marmórea estaba cubierta de sudor. Cerca de la ventana, sentada en una silla y leyendo una revista, había una enfermera que levantó un momento la cabeza para mirar hacia la puerta. El señor Serrat sonrió levemente, a modo de saludo, y volvió a cerrar. Bien, la enfermera estaba allí, todo iba perfectamente, tal como él esperaba. Compuso una hogareña expresión de reproche y se volvió para mirar a su mujer y a su hija, que seguían hablando en voz baja, y cruzó de nuevo la estancia en dirección a la butaca. Embutido en su traje azul de verano, acalorado, respirando con fuerza por la nariz, caminaba con las palmas de las manos vueltas completamente hacia atrás, moviéndolas no con su habitual soltura sino con una discreta contención, como si temiera remover el aire contagiado de la clínica. Había cierta rigidez mecánica y funcional en este braceo, una cualidad de maquinaria recién engrasada y puesta a punto. Oriol Serrat era alto, recio, con el pelo blanco en las sienes y fino bigote canoso. El rostro largo y moreno, las interminables mejillas perdigueras y el mentón hermoso, algo intransigente o duro (de una dureza accidental, ocasionada en parte por el uso de la pipa, que había deformado sus mandíbulas en un gesto semejante al del que se dispone a escupir o a maldecir) guardaba todavía restos de una belleza viril que estuvo de moda en los años treinta, una especie de versión catalana y débil de Warner Baxter. Un aire incierto de alférez provisional flotaba a veces en su rostro y le incluía por méritos estrictamente estéticos en este benemérito montón de pulcros y anónimos maduros, todos iguales, que se diría han querido eternizar su juvenil adhesión a la victoria con el fino, coqueto, bien cuidado y curiosamente recortado bigote ibérico. Pero por encima de cualquier consideración irónica que el atractivo adocenado de su cara pudiese inspirar, a Oriol Serrat le distinguía su pequeña boquita puntiaguda que exhibía siempre ese aire astuto de los rumiantes y de ciertos comerciantes catalanes, una boquita en verdad curiosa, especulativa, con vida propia, dispuesta a afilarse aguda y escépticamente ante cualquier muestra de lo que él consideraba inútil manifestación de inteligencia (por ejemplo, hablar de política). Antes de sentarse, miró a su mujer poniéndose la mano en el flato. Su mujer conocía ese gesto: precedía casi siempre a una explosión de mal humor.

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