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Chile no sólo fue un país modesto hasta el gobierno de Allende, sino que su propia burguesía conservadora se preciaba de la austeridad como una virtud nacional. Lo que hizo la Junta Militar para dar una apariencia impresionante de prosperidad inmediata, fue desnacionalizar todo lo que Allende había nacionalizado, y venderle el país al capital privado y a las corporaciones trasnacionales. El resultado fue una explosión de artículos de lujo, deslumbrantes e inútiles, y de obras públicas ornamentales que fomentaban la ilusión de una bonanza espectacular.

En un solo quinquenio se importaron más cosas que en los doscientos años anteriores, con créditos en dólares avalados por el Banco Nacional con el dinero de las desnacionalizaciones. La complicidad de los Estados Unidos y de los organismos internacionales de crédito hicieron el resto. Pero la realidad mostró sus colmillos a la hora de pagar: seis o siete años de espejismos se desmoronaron en uno. La deuda externa de Chile, que en el último año de Allende era de cuatro mil millones de dólares, ahora es de casi veintitrés mil millones. Basta un paseo por los mercados populares del río Mapocho para ver cuál ha sido el costo social de esos diecinueve mil millones de dólares de despilfarro. Pues el milagro militar ha hecho mucho más ricos a muy pocos ricos, y ha hecho mucho más pobres al resto de los chilenos.

El puente que lo ha visto todo

Sin embargo, en medio de aquella feria de vida y de muerte, el puente Recoleta sobre el río Mapocho es un amante neutral: sirve lo mismo para los mercados que para el cementerio. Durante el día, los entierros tienen que abrirse paso por entre la muchedumbre. De noche, cuando no hay toque de queda, aquel es el camino obligado para los clubes de tango, guaridas nostálgicas de arrabal amargo donde son campeones de baile los sepultureros. Pero lo que más me llamó la atención aquel viernes, después de tantos años sin ver esos santos lugares, fue la cantidad de jóvenes enamorados que se paseaban tomados de la cintura por las terrazas sobre el río, besándose entre los puestos de flores luminosas para los muertos de las tumbas cercanas, amándose despacio sin preocuparse del tiempo incesante que se iba sin piedad por debajo de los puentes.

Sólo en París había visto hace muchos años tanto amor por la calle. En cambio, recordaba a Santiago como una ciudad de sentimientos poco evidentes, y ahora me encontraba allí con un espectáculo alentador que poco a poco se había ido extinguiendo en París, y que creía desaparecido del mundo. Entonces recordé lo que alguien me había dicho por esos días en Madrid: “El amor florece en tiempos de peste”.

Desde antes de la Unidad Popular, los chilenos de trajes oscuros y paraguas, las mujeres pendientes de las novedades y las novelerías de Europa, los bebés vestidos de conejos en sus cochecitos, habían sido arrasados por el viento renovador de los Beatles. Había una tendencia definida de la moda hacia la confusión de los sexos: el unisex. Las mujeres se cortaron el pelo casi a ras y les disputaron a los hombres los pantalones de caderas estrechas y patas de elefante, y los hombres se dejaron crecer el cabello. Pero todo eso fue arrasado a su vez por el fanatismo gazmoño de la dictadura. Toda una generación se cortó el cabello antes de que las patrullas militares se lo cortaran con bayonetas, como tantas veces lo hicieron en los primeros días del golpe de cuartel.

Hasta aquel viernes en los puentes del Mapocho yo no había caído en la cuenta de que la juventud había vuelto a cambiar. La ciudad estaba tomada por una generación posterior a la mía. Los niños que tenían diez años cuando yo salí, capaces apenas de apreciar nuestra catástrofe en toda su magnitud, andaban ahora por los veintidós. Más tarde habíamos de encontrar nuevas evidencias de la forma en que esa generación que se ama a la luz pública había sabido preservarse de los silbos constantes de seducción. Son ellos los que están imponiendo sus gustos, su modo de vivir, sus concepciones originales del amor, de las artes, de la política, en medio de la exasperación senil de la dictadura. No hay represión que los detenga. La música que se oye a todo volumen por todas partes -hasta en los autobuses blindados de los carabineros que la oyen sin saber lo que oyen-, son las canciones de los cubanos Silvio Rodríguez y Pablo Milanés. Los niños que estaban en la escuela primaria en los años de Salvador Allende, son ahora los comandantes de la resistencia. Esto fue para mí una comprobación reveladora, y al mismo tiempo inquietante, y por primera vez me pregunté si en realidad serviría para algo mi cosecha de nostalgias.

La duda me infundió nuevos ímpetus. Sólo por cumplir con el programa del día hice una pasada rápida por el cerro de San Cristóbal, y luego por la Iglesia de San Francisco, cuya piedra se había vuelto dorada al atardecer. Luego le pedí a Franquie que sacara del hotel mi bolso de viaje, y volviera a recogerme dentro de tres horas a la salida del cine Rex, donde entré a ver Amadeus. Le pedí además decirle a Elena que íbamos a desaparecer por tres días. Nada más. Iba contra las normas establecidas, pues Elena debía estar al corriente de mi paradero en todo momento, pero no pude evitarlo. Franquie y yo nos íbamos a Concepción sin decírselo a nadie, por todo el tiempo que fuera preciso, en un tren que salía a las once de la noche.

5 – Un hombre en llamas frente a la Catedral

Fue una inspiración súbita, aunque tenía un fundamento racional indudable. Me parecía que el tren era el medio más seguro de viajar dentro de Chile, sin los controles que hay que sortear en los aeropuertos o en las carreteras. Y sobre todo, porque se aprovechaban las noches, que eran inútiles en las ciudades por el toque de queda. Franquie no estaba muy convencido, pues sabía que los trenes son el medio de transporte más vigilado. Pero yo alegaba que por lo mismo son más seguros. A ningún policía se le ocurre que un clandestino suba en un tren. vigilado. Franquie, al contrario, creía que la policía sabe que la gente clandestina viaja en los trenes, porque piensa que los lugares más seguros son los más vigilados. Creía además que un publicista rico, con una larga experiencia y grandes negocios en Europa, está dispuesto a viajar en los estupendos trenes europeos, pero no en los pobres trenes de la provincia chilena. Sin embargo, lo convenció mi argumento de que el avión de Concepción no es el más recomendable para cumplir una cita o un plan de trabajo, porque nunca se sabe si la niebla le permitirá aterrizar. La verdad, entre nosotros, es que yo hubiera preferido el tren de todos modos, por mi miedo incurable al avión.

Así que a las once de la noche tomamos el tren en la Estación Central, cuya estructura de hierro tiene la misma belleza incomprensible de la torre de Eiffel, y nos instalamos en un compartimiento confortable y limpio del vagón dormitorio. Me moría de hambre, pues lo único que había comido desde el desayuno eran dos barras de chocolate que me vendieron en el cine mientras el joven Mozart daba saltos de acróbata frente al emperador de Austria. El inspector nos informó que sólo podíamos comer en el coche comedor, y que éste estaba incomunicado del nuestro por disposición reglamentaria, pero él mismo nos dio la solución: antes de que partiera el tren debíamos ir al restaurante, comer como pudiéramos, y regresar al dormitorio una hora después durante la parada en Rancagua. Así lo hicimos, a toda prisa, porque ya había sonado el toque de queda, y los inspectores nos azuzaban a gritos: “Apúrense, caballeros, apúrense, que estamos violando la ley”. Sólo que a los guardias de la estación de Rancagua, soñolientos y muertos de frío, no les importaba un rábano aquella violación consentida e inevitable de la ley marcial.

Era una estación helada y vacía, sin un alma, cubierta por una niebla fantasmal. Idéntica a las estaciones de las películas de deportados en la Alemania nazi. De pronto, mientras los inspectores nos apuraban, se nos adelantó a toda carrera un mozo del restaurante, con la clásica chaquetilla blanca, y llevando en la palma de la mano un plato de arroz con un huevo frito encima. Corrió unos cincuenta metros a una velocidad inconcebible sin que el plato perdiera su equilibrio mágico, se lo dio por la ventana del vagón de cola a alguien que sin duda le había pagado para eso, y antes que nosotros llegáramos al nuestro ya había regresado al restaurante.

Recorrimos en absoluto silencio los casi quinientos kilómetros hasta Concepción, como si el toque de queda no sólo fuera obligatorio para los pasajeros de aquel tren sonámbulo, sino para todos los seres de la naturaleza. A veces me asomaba por la ventanilla, y lo único que alcanzaba a ver a través de la niebla eran estaciones vacías, campos vacíos, la vasta noche vacía de un país desocupado. La única prueba de la existencia del hombre sobre la tierra eran las interminables cercas de alambre de púa a lo largo de la carrilera, y nada detrás de las cercas, ni gente, ni flores, ni animales: nada. Me acordé de Neruda: En todas partes pan, arroz, manzanas, en Chile, alambre, alambre, alambre.

A las siete de la mañana cuando aún faltaba mucha tierra para que se acabara el alambre, llegamos a Concepción. Mientras decidíamos el paso siguiente, pensamos en buscar donde rasurarnos. Por mí no había problema. Habría aprovechado el pretexto para dejarme crecer la barba una vez más. Lo malo era la catadura de forajidos que iban a vernos los carabineros, en una ciudad que está en la conciencia de todos los chilenos como el escenario de grandes luchas sociales. Allí nació el movimiento estudiantil de los años sesenta, allí encontró Salvador Allende un apoyo decisivo para su elección, fue allí donde el presidente Gabriel González Videla inició las represiones sangrientas de 1946, poco antes de fundar el campo de concentración de Pisagua, donde se entrenó en las artes del terror y la muerte un joven oficial llamado Augusto Pinochet.

Flores eternas en la Plaza Sebastián Acevedo

Desde el taxi que nos llevaba hacia el centro de la ciudad, a través de una niebla densa y helada, vimos la cruz solitaria en el atrio de la Catedral, y el ramo de flores perpetuas mantenidas por manos anónimas. Sebastián Acevedo, un humilde minero del carbón, se había prendido fuego en ese sitio, dos años antes, después de intentar sin resultados que alguien intercediera para que la Central Nacional de Información (CNI) no siguiera torturando a su hijo de veintidós años y a su hija de veinte, detenidos por porte ilegal de armas.

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