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– Sin barba te ves más joven -me dijo-, pero también más feo.

De modo que volver a quitármela para entrar en Chile no era sólo un problema de espuma y navaja, sino un proceso mucho más profundo de despersonalización. Me la fueron cortando poco a poco, observando los cambios en cada etapa, evaluando los efectos que tenían en mi apariencia y en mi carácter los diferentes cortes, hasta que llegamos a ras de piel. Pasaron varios días antes de que tuviera valor para asomarme al espejo.

Luego fue el cabello. El mío es de un negro intenso, heredado de una madre griega y de un padre palestino, del cual me venía también la amenaza de una calvicie prematura. Lo primero que hicieron fue teñírmelo de castaño claro. Luego ensayaron diversas formas del peinado, y concluyeron por no contrariar a la naturaleza. En vez de disimular la calvicie, como se pensó al principio, lo que hicieron fue acentuarla, no sólo con un peinado liso hacia atrás, sino inclusive terminando con pinzas los estragos de depilación que ya los años habían comenzado.

Parece mentira, pero hay toques casi imperceptibles que pueden cambiar la estructura de la cara. La mía, que es de luna llena aun con menos kilos de los que entonces tenía encima, se vio más alargada con la depilación profunda de los extremos de las cejas. Lo curioso es que esto me dio un semblante más oriental que el que tengo de nacimiento, pero que correspondía más a mis orígenes. El último paso fue el uso de unos lentes graduados, que los primeros días iban a causarme un intenso dolor de cabeza, pero que me cambiaron no sólo la forma de los ojos sino también la expresión de la mirada.

La transfiguración del cuerpo fue más fácil, pero exigió de mí un mayor esfuerzo mental. El cambio de la cara era en esencia un asunto del maquillaje, pero el del cuerpo requería un entrenamiento psicológico específico y un mayor grado de concentración. Porque era allí donde tenía que asumir a fondo mi cambio de clase. En vez de los pantalones de vaquero que usaba casi siempre, y de mis chamarras de cazador, tenía que usar y acostumbrarme a usar vestidos enteros de paño inglés de grandes marcas europeas, camisas hechas sobre medida, zapatos de ante, corbatas italianas de flores pintadas. En vez de mi acento de chileno rural, rápido y atormentado, tenía que aprender una cadencia de uruguayo rico, que era la nacionalidad más conveniente para mi nueva identidad. Tenía que aprender a reír de un modo menos característico que el mío, tenía que aprender a caminar despacio, usar las manos para ser más convincente en el diálogo. En fin, tenía que dejar de ser un director de cine, pobre e inconforme como lo había sido siempre, para convertirme en lo que menos quisiera ser en este mundo: un burgués satisfecho. O como decimos en Chile: un momio.

“Si te ríes, te mueres”

Al mismo tiempo que me convertía en otro, había ido aprendiendo a vivir con Elena en una mansión del distrito XVI de París, sumiso por primera vez a un orden establecido de antemano por alguien que no era yo mismo, y a una dieta de pordiosero para rebajar diez kilos de los ochenta y siete que pesaba. No era mi casa, ni se parecía en nada a la mía, pero debía serlo en mi memoria, pues se trataba de cultivar recuerdos para evitar contradicciones futuras. Fue una de las más raras experiencias de mi vida, pues muy pronto me di cuenta de que Elena era simpática y seria también en la vida privada, pero nunca hubiera podido vivir con ella. La habían escogido los expertos por

su calificación profesional y política, y debía obligarme a andar por un carril de hierro que no dejaba ningún margen para la inspiración. Mi carácter de creador libre se resistía a admitirlo. Más tarde, cuando todo saliera bien, iba a darme cuenta de que no había sido justo con ella, tal vez porque de algún modo inconsciente la identificaba con el mundo de mi otro yo, en el cual me resistía a instalarme, aun a sabiendas de que era una condición de vida o muerte. Ahora, evocando aquella rara experiencia, me pregunto si después de todo no éramos un matrimonio perfecto: apenas si podíamos soportarnos bajo un mismo techo.

Elena no tenía problemas de identidad. Es chilena, aunque no ha vivido en Chile de un modo permanente desde hace más de quince años, y nunca ha sido exiliada ni solicitada por ninguna policía del mundo, así que su cobertura era perfecta. Había cumplido muchas misiones políticas de importancia en diversos países, y la idea de hacer una película clandestina dentro del suyo le pareció fascinante. El problema difícil era el mío, pues la nacionalidad que pareció ser la más conveniente por motivos técnicos, me obligaba a aprender un carácter muy distinto del mío, y a inventarme todo un pasado en un país que no conocía. Sin embargo, antes de la fecha prevista había aprendido a volver la cabeza de inmediato si alguien me llamaba por mi nombre falso, y era capaz de contestar las preguntas más raras sobre la ciudad de Montevideo, sobre las líneas de buses que debía tomar para volver a casa, y hasta sobre la vida de mis condiscípulos, veinticinco años antes, en el Liceo número 11 de la Avenida Italia, a dos cuadras de una farmacia y a una cuadra de un supermercado reciente.

Lo único que debía evitar era reírme, pues mi risa es tan característica que me habría delatado a pesar del disfraz. Tanto, que el responsable de mi cambio me advirtió con todo el dramatismo de que fue capaz: “Si te ríes te mueres”. Sin embargo, una cara de ladrillo incapaz de una sonrisa no sería nada raro en un tiburón internacional de los grandes negocios.

Por esos días surgió una duda imprevista en cuanto a la oportunidad del proyecto, por la declaratoria de un nuevo estado de sitio en Chile. La dictadura -herida por el fracaso espectacular de la aventura económica de la Escuela de Chicago reaccionaba en esa forma frente a la acción unánime de la oposición, unida por primera vez en un frente común. En mayo de 1983 se habían iniciado las primeras protestas callejeras, que se repitieron a lo largo de todo el año con una aguerrida participación juvenil, sobre todo femenina, pero también con una represión sangrienta. Las fuerzas de oposición, legales e ilegales, a las cuales se sumaban por primera vez los sectores más progresistas de la burguesía, convocaron un paro nacional de un día. Fue una demostración de poderío y determinación sociales que exasperó a la dictadura y precipitó el estado de sitio. Pinochet, desesperado, lanzó un grito que resonó en el mundo con acordes de ópera:

– Si esto sigue así tendremos que hacer un nuevo once de septiembre.

Cierto que esas condiciones parecían favorables para una película como la nuestra, que pretendía sacar a flote hasta los elementos menos visibles de la realidad interna, pero al mismo tiempo serían mucho más rigurosos los controles policiales y más brutal la represión, y el tiempo útil estaría disminuido por el toque de queda. Sin embargo, la resistencia interna evaluó todos los aspectos de la situación y fue partidaria de seguir adelante, tal como yo lo quería. De modo que desplegamos las velas con buena mar y vientos propicios en la fecha prevista.

Una larga cola de burro para Pinochet

La primera prueba dura fue el día de la partida en el aeropuerto de Madrid. Hacía más de un mes que no veía a la Ely y a nuestros hijos: la Pochi, Miguelito y Catalina. Ni siquiera tenía noticias directas de ellos, y la idea predominante entre los responsables de mi seguridad era que me fuera sin avisarles para evitar los estragos de la despedida. Más aún: al principio del proyecto se había pensado que para mayor tranquilidad de todos era mejor que mi familia ignorara la verdad, pero pronto nos dimos cuenta de que esto carecía de sentido. Por el contrario, nadie podía ser más útil que la Ely para cubrir la retaguardia. Moviéndose entre Madrid y París, entre París y Roma, y aun hasta Buenos Aires, era la persona mejor preparada para controlar el recibo y el revelado del material que yo le enviara poco a poco desde el interior, e incluso para conseguir fondos suplementarios si fuera el caso. Así fue.

Por otra parte, mi hija Catalina había notado desde los preparativos iniciales que en mi dormitorio se estaba acumulando un tipo de ropa nueva contraria por completo a mi modo de vestir, y aun a mi modo de ser, y fue tal su desconcierto y tanta su curiosidad, que no tuve más remedio que reunirlos a todos y ponerlos al corriente de mis planes. Lo tomaron con un sentimiento de gozo y complicidad, como si de pronto se hubieran encontrado viviendo dentro de una de esas películas que solíamos inventar en familia para divertirnos. Pero cuando me vieron en el aeropuerto transformado en un uruguayo un poco clerical que tenía muy poco que ver conmigo, tanto ellos como yo tomamos conciencia de que aquella película era un drama de la vida real, tan importante como peligroso, que nos estaba ocurriendo a todos. Pero su reacción fue unánime.

– Lo importante -me dijeron- es que le pongas a Pinochet un rabo de burro muy largo.

Se referían al conocido juego infantil, en el que un niño con los ojos vendados tiene que ponerle la cola en el lugar preciso a un burro de cartón.

– Prometido -les dije, calculando la longitud de la película que me disponía a filmar- va a ser una cola de siete mil metros.

Una semana después, Elena y yo aterrizábamos en Santiago de Chile. El viaje, también por razones técnicas, había sido una peregrinación sin itinerario previsto por siete ciudades de Europa, para que fuera acostumbrándome a manejar mi nueva identidad, respaldada por un pasaporte insospechable. Este era en realidad un auténtico pasaporte uruguayo, con el nombre y todas las señas de su titular legítimo, el cual nos lo había dado como una contribución política, a sabiendas de que iba a ser manipulado y utilizado para entrar en Chile. Lo único que hicimos fue cambiar su foto por la mía, tomada después de mi transformación. Mis cosas fueron arregladas de acuerdo con el nombre del titular: el monograma bordado en mis camisas, las iniciales de mi maletín de negocios, el membrete de mis tarjetas de visita, mi papel de escribir. Al cabo de muchas horas de práctica, había aprendido a dibujar su firma sin vacilación. Lo único que no fue posible resolver por la estrechez del tiempo fueron las tarjetas de crédito, y ésta fue una falla peligrosa, pues no era comprensible que el hombre que yo fingía ser hubiera comprado en el trayecto varios billetes de avión pagando con dólares en efectivo.

A pesar de las tantas incompatibilidades que en la vida real nos habrían obligado a divorciarnos a los dos días, Elena y yo habíamos aprendido a comportarnos como un matrimonio capaz de sobrevivir a los peores desastres domésticos. Cada uno conocía la falsa vida del otro, su pasado falso, sus falsos gustos burgueses, y no creo que hubiéramos cometido un error grave en un interrogatorio a fondo. Nuestro cuento era perfecto. Éramos los dirigentes de una empresa de publicidad con sede en París, que íbamos con un equipo de cine para hacer una película de promoción de un perfume nuevo que debía ser lanzado en el siguiente otoño europeo. Habíamos escogido a Chile, porque era uno de los pocos países donde podíamos encontrar en cualquier época del año los paisajes y el ambiente de las cuatro estaciones, desde las playas ardientes hasta las nieves perpetuas. Elena se desenvolvía con una soltura envidiable dentro de sus costosos vestidos europeos, como si no fuera la misma que me habían presentado en París con su cabello suelto, su falda escocesa y sus mocasines de colegiala. Yo también me creía muy cómodo dentro de mi nueva caparazón de empresario, hasta que me vi reflejado en una vitrina del aeropuerto de Madrid, con un traje oscuro de dos piezas, cuello duro y corbata, y un aire de tiburón industrial que me revolvió las entrañas. “¡Qué horror!”, pensé. “Si yo no fuera yo, sería igual a ése”.

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