Los oficiales que nos atendían pasaron un mal rato cuando les pedimos mostrarnos el original del Acta de Independencia que estuvo expuesto durante años en la sala del Consejo de Ministros, y que sabíamos destruido en el bombardeo. Nunca lo admitieron, sino que prometían conseguirnos más tarde un permiso especial para filmarlo, y siempre más tarde y más tarde, hasta que terminamos la filmación. Tampoco pudieron decirnos dónde estaba el escritorio de don Diego Portales, y tantas reliquias que los presidentes anteriores habían ido dejando a lo largo de los años, para un pequeño museo histórico que fue arrasado por las llamas. Tal vez los bustos de todos los presidentes desde O’Higgins corrieron la misma suerte, aunque es corriente la versión de que el gobierno militar los retiró de la galería donde estuvieron siempre para no verse forzados a poner también el de Salvador Allende. En general, la impresión que se tiene después del recorrido completo del palacio, es que todo se ha cambiado a fondo con el propósito único de borrar hasta el último vestigio del presidente asesinado.
El segundo día en La Moneda, como a las once de la mañana, percibimos de pronto una agitación invisible en el aire y sentimos ruidos apresurados de botas y fierros marciales. El oficial que nos acompañaba sufrió un cambio súbito del humor, y nos ordenó con un gesto brutal apagar las luces y parar las cámaras. Dos escoltas de civil se plantaron sin disimulos frente a nosotros, dispuestos a impedir que intentáramos seguir filmando. No supimos qué sucedía, hasta que vimos pasar al general Augusto Pinochet en persona, verdoso y abotagado, caminando hacia su despacho con un ayudante militar y dos civiles. Fue una visión instantánea que no nos dio tiempo de nada, pero pasó tan cerca de nosotros sin mirarnos, que oímos con toda claridad lo que dijo al pasar:
– A las mujeres no hay que creerles ni la verdad.
Ugo se quedó petrificado, con el dedo tenso en el gatillo de la cámara, como si estuviera viendo pasar su destino. “Si alguien hubiera ido a matarlo -nos dijo más tarde-, le hubiera resultado muy fácil”. Aunque todavía nos quedaban por delante más de tres horas de trabajo, ninguno de nosotros se sintió con ánimo de seguir filmando aquél día.
Un loco en el restaurante
Tan pronto como terminamos con La Moneda, el equipo italiano salió del país con el material restante, y sin ningún contratiempo. Se completaban así treinta y dos mil doscientos metros de película filmada.
La versión final, después de seis meses de edición en Madrid, quedó reducida a cuatro horas para televisión y dos para el cine.
Aunque el programa original quedaba terminado, Franquie y yo nos quedamos cuatro días más, con la esperanza de lograr el contacto con el General Electric. Durante dos días fui cada seis horas a una misma cafetería, tal como me lo indicaron por teléfono. Me sentaba, esperaba sin prisa, leyendo una vez más el ejemplar de Los Pasos Perdidos que me servía de amuleto para volar. El contacto esperado, una chica angelical de veinte años con el uniforme de la remilgada escuela de La Maisonette, llegó en la penúltima cita, y me dio las claves para el paso siguiente: el conocido restaurante Chez Henri, en Portales, donde yo debía estar esa tarde desde las seis con un ejemplar de El Mercurio y una revista de historietas.
Llegué con un poco de retraso porque el taxi se embotelló en la manifestación callejera de un nuevo movimiento de resistencia pacífica contra la dictadura, surgido a raíz del sacrificio de fuego de Sebastián Acevedo en Concepción. Mientras los carros de la policía trataban de dispersarlos con chorros de agua de alta presión, más de doscientos manifestantes ensopados hasta el tuétano permanecían impasibles contra la pared, cantando himnos de amor. Todavía conmovido por aquella demostración sublime, me senté en un taburete del bar a leer la página editorial de El Mercurio como la colegiala me lo había indicado, a la espera de que alguien se acercara a preguntarme: “¿A usted le interesan mucho las páginas editoriales?” Yo debía contestar que sí. El otro debía preguntarme por qué, y yo debía contestar: “Porque traen información de tipo económico que me interesa mucho para mi profesión”. Enseguida saldría del restaurante y encontraría un automóvil esperándome en la puerta.
Había leído tres veces las páginas editoriales completas, cuando alguien pasó por detrás de mí y me dio un golpecito con el codo en los riñones. Me dije: “Este es”. Miré. Era un hombre de unos treinta años, lento y de espaldas macizas, que siguió de largo hasta los lavabos. Pensé que su señal había querido decir que lo siguiera hasta allí, pero no lo hice, pues faltaba el santo y seña. Seguí vigilando el lavabo, hasta que regresó por donde había pasado antes y me dio otro golpecito igual que el primero. Entonces me volví, y le vi la cara. Tenía una nariz de coliflor, los labios amorcillados, las cejas rotas.
– Hola -me dijo- ¿Cómo te ha ido?
– Bien, muy bien -le dije.
Se sentó en el taburete de al lado, y me habló con mucha familiaridad.
– ¿Te acuerdas de mí?
– Claro, hombre -le contesté por seguirle la onda-, cómo no.
Así seguimos unos minutos más, y yo dejaba ver el periódico de un modo ostensible para que él recordara el santo y seña. Pero no cayó en la cuenta. Siguió a mi lado, mirándome.
– Bueno, -dijo- ¿por qué no me invitas a un café?
– Hombre, con mucho gusto.
Ordené dos cafés al camarero, pero éste puso sólo uno en el mostrador.
– Le pedí dos -dije-. Uno para el señor.
– Ah sí -dijo el camarero-, lueguito se lo servimos.
– ¿Pero por qué no lo sirve ahora mismo?
– Sí -dijo-, ya se lo vamos a servir.
Pero no lo sirvió. Lo más curioso era que al hombre no parecía importarle, y la extravagancia de la situación aumentó mi nerviosismo. Me puso la mano en el hombro y me dijo:
– Me parece que usted no se acuerda de mí, ¿eh? En ese momento tomé la decisión de irme. -Mire -le dije-, para serle franco, no me acuerdo.
El sacó de la billetera un recorte de prensa manoseado y amarillento, y me lo puso frente a los ojos.
– Yo soy éste -me dijo.
Entonces lo reconocí. Era un antiguo campeón de boxeo, muy conocido en la ciudad, más por su desequilibrio mental que por sus glorias pasadas. Dispuesto a marcharme antes de convertirme en el centro de la atención, pedí la cuenta.
– ¿Y mi café? -dijo él.
– Tómeselo en otra parte -le dije-. Puedo darle dinero.
– ¡Cómo que me va a dar el dinero! -dijo él
– ¿Usted cree que porque me noquearon estoy tan jodido que ya no tengo dignidad? ¡No me venga con huevadas!
Gritaba de tal modo, que todas las miradas del local se volvieron hacia nosotros. Entonces agarré su tremenda muñeca de boxeador, y lo apreté con estas manos de leñador que por fortuna heredé de mi padre.
– Usted se queda tranquilo, ¿me entiende? -le dije mirándolo a los ojos- ¡Ni una palabra más!
Estuve de suerte, porque se calmó con la misma rapidez con que se había exaltado. Pagué de prisa, salí a la noche glacial, y me fui al hotel en el primer taxi. En la recepción encontré un mensaje urgente de Franquie: Me llevé tus maletas para el 727. No necesitaba más. El 727 era el nombre secreto con que Franquie y yo conocíamos la casa de Clemencia Isaura, y el hecho de que él hubiera llevado mi equipaje para allá después de abandonar el hotel a las volandas, era un indicio final de que el círculo había acabado de cerrarse. Salí disparado para allá, cambiando de taxi y de sentido cada vez que se me ocurría, y encontré a Clemencia Isaura en su estado de placidez inmortal, viendo una película de Hitchcock en la televisión.
“O te vas o te sumerges”
El recado que Franquie me dejó con ella era muy explícito. Esa tarde habían llegado un par de agentes civiles preguntando por nosotros al hotel. Tomaron notas de nuestras fichas de registros. El portero se lo contó a Franquie, y él fingió no darle ninguna importancia a una diligencia que bien podía ser de rutina bajo el estado de sitio. Canceló las habitaciones sin demostrar ninguna inquietud, pidió al portero que le llamara un taxi para ir al aeropuerto internacional, y se despidió con un apretón de manos y una propina inolvidable. Pero el portero no tragaba crudo. “Puedo arreglarles un hotel donde no los encontrarán nunca”, había dicho. A Franquie, desde luego, le pareció más prudente hacerse el desentendido.
Clemencia Isaura me tenía el cuarto listo para dormir, y había despachado a la criada y al chofer para que no hubiera oídos en las paredes ni ojos en los espejos. Mientras me esperaba, había preparado una cena espléndida, con velas, vinos de gran clase y sonatas de Brahms, su autor favorito. Prolongó la sobremesa hasta muy tarde chapaleando en el pantano de sus frustraciones tardías. No se resignaba a la realidad de haber perdido la vida criando hijos para los momios, jugando canasta con matronas imbéciles, para terminar tejiendo calcetas de lana frente a los folletones de lágrimas de la televisión. A los setenta y dos años descubría que su verdadera vocación había sido la lucha armada, la conspiración, la embriaguez de la acción intrépida.
– Para morirme en una cama con los riñones podridos -dijo- prefieron que me cosan a plomo en un combate callejero con los milicos.
Franquie llegó a la mañana siguiente, con un automóvil alquilado distinto del que teníamos los días anteriores. Llevaba un mensaje categórico que me llegó por tres vías distintas: “O te vas o te sumerges”. Lo último, que equivalía a esconderme sin seguir trabajando, era una opción impensable. Franquie opinaba lo mismo y había conseguido ya las dos únicas plazas disponibles en el avión que salía esa tarde para Montevideo.
Era el acto final. La noche anterior había liquidado al primer equipo chileno, con instrucciones de que éste liquidara a los otros, y entregó a un emisario de la resistencia las tres últimas latas de películas expuestas para que las sacaran del país lo más pronto posible. Lo hicieron tan bien, que cuando llegamos a Madrid, cinco días después, ya Ely las había recibido. Se las había llevado a la casa una monja joven y encantadora, idéntica a Santa Teresita de Jesús, que no quiso quedarse a almorzar porque tenía que cumplir esa mañana otras tres misiones secretas antes de regresar a Chile esa misma noche. Hace poco descubrí, por una casualidad increíble, que era la misma monja que me había servido de contacto en la iglesia de San Franciso, en Santiago.