Felipe Müller, bar Céntrico, calle Tallers, Barcelona, septiembre de 1995. Ésta es una historia de aeropuerto. Me la contó Arturo en el aeropuerto de Barcelona. Es la historia de dos escritores. En el fondo, una nebulosa. Las historias que se cuentan en los aeropuertos se olvidan rápido, a menos que sea una historia de amor y ésta no lo es. Creo que conocimos a esos escritores o que al menos él los conoció. ¿En Barcelona, en París, en México? Eso no lo sé. Uno de ellos es peruano y el otro cubano, aunque no sería capaz de asegurarlo al cien por ciento.
Cuando me contó la historia Arturo no sólo estaba seguro de sus nacionalidades sino que también mencionó sus nombres. Pero yo apenas le presté atención. Creo, más bien dicho deduzco, que son de nuestra generación, es decir de los nacidos en la década del cincuenta. Sus destinos, según Arturo, esto sí que lo recuerdo con claridad, fueron ejemplificantes. El peruano era marxista, al menos sus lecturas discurrían por esta senda: conocía a Gramsci, a Luckacs, a Althusser. Pero también había leído a Hegel, a Kant, a algunos griegos. El cubano era un narrador feliz. Esto hay que escribirlo con mayúsculas: un Narrador Feliz. No leía a teóricos sino a literatos, a poetas, a cuentistas. Ambos, peruano y cubano, nacieron en el seno de familias pobres, el primero en una familia proletaria y el segundo en una familia campesina. Los dos crecieron como niños alegres, dispuestos a la alegría, con una gran voluntad de ser felices. Arturo decía que debieron de ser dos niños muy hermosos. Bueno: yo creo que todos los niños son hermosos. Por supuesto, descubrieron su vocación literaria desde muy temprano: el peruano escribía poemas y el cubano cuentos. Los dos creían en la revolución y en la libertad. Más o menos como todos los escritores latinoamericanos nacidos en la década del cincuenta. Luego crecieron: en una primera etapa el peruano y el cubano conocieron el esplendor, sus textos eran publicados, la crítica unánimemente los alababa, se hablaba de ellos como de los mejores escritores jóvenes del continente, uno en el campo de la poesía y el otro en la narrativa, implícitamente comenzó a esperarse de ellos la obra decisiva. Pero entonces ocurrió lo que suele ocurrirles a los mejores escritores de Latinoamérica o a los mejores escritores nacidos en la década del cincuenta: se les reveló, como una epifanía, la trinidad formada por la juventud, el amor y la muerte. ¿Cómo afectó esta aparición a sus obras? Al principio, de forma apenas visible: como si un cristal sobreimpuesto a otro cristal experimentara un ligero movimiento. Sólo unos pocos amigos se dieron cuenta. Después, ineludiblemente, se encaminaron hacia la hecatombe o el abismo. El peruano obtuvo una beca y se marchó de Lima. Durante un tiempo recorrió Latinoamérica, pero no tardó mucho en embarcarse con destino a Barcelona y luego a París. Arturo, según creo, lo conoció en México pero su amistad con él se cimentó en Barcelona. Por aquella época todo parecía indicar que su carrera literaria sería meteórica, sin embargo, vaya uno a saber por qué, los editores y los escritores españoles no se interesaron, salvo contadas excepciones, por su obra. Después se marchó a París y allí entró en contacto con estudiantes peruanos maoístas. Según Arturo, el peruano siempre había sido maoísta, un maoísta lúdico e irresponsable, un maoísta de salón, pero en París, de una manera u otra, lo convencieron, digamos, de que él era la reencarnación de Mariátegui, el martillo o el yunque, no podría precisarlo, con el cual iban a destrozar a los tigres de papel que campeaban a sus anchas en Latinoamérica. ¿Por qué Belano creía que su amigo peruano jugaba? Bueno, no le faltaban motivos: un día podía escribir páginas horribles y panfletarias y al día siguiente un ensayo cuasi ilegible sobre Octavio Paz en donde todo eran zalamerías y alabanzas al poeta mexicano. Para ser maoísta, aquello no era muy serio. No era consecuente. En realidad, como ensayista el peruano resultó siempre un desastre, ya fuera en el papel de portavoz de los campesinos desheredados o en el de adalid de la poesía paciana. Como poeta, en cambio, seguía siendo bueno, en ocasiones incluso muy bueno, arriesgado, innovador. Un día, el peruano decidió regresar al Perú. Tal vez creyó llegado el momento de que el nuevo Mariátegui retornara al suelo patrio, tal vez sólo quiso aprovechar los últimos ahorros de su beca para vivir en un lugar más barato y trabajar en sus nuevas obras con tranquilidad y tesón. Pero tuvo mala suerte. No bien puso un pie en el aeropuerto de Lima cuando Sendero Luminoso, como si lo hubiera estado esperando, se levantó como un desafío tangible, como una fuerza que amenazaba con extenderse por todo el Perú. Evidentemente, el peruano no pudo retirarse a escribir a un pueblito de la sierra. A partir de allí todo le fue mal. Desapareció la joven promesa de las letras nacionales y apareció un tipo cada vez con más miedo, cada vez más enloquecido, un tipo que sufría al pensar que había cambiado Barcelona y París por Lima, en donde los que no despreciaban su poesía lo odiaban a muerte por revisionista o perro traidor y en donde, a los ojos de la policía, había sido, a su manera, es cierto, uno de los ideólogos de la guerrilla milenarista. Es decir, de golpe y porrazo el peruano se encontró varado en un país en donde podía ser asesinado tanto por la policía como por los senderistas. Unos y otros tenían motivos de sobra, unos y otros se sentían afrentados por las páginas que él había escrito. A partir de ese momento todo lo que él hace para salvaguardar su vida lo acerca de forma irremediable a la destrucción. Resumiendo: al peruano se le cruzaron los cables. El que antes fuera un entusiasta del Grupo de los Cuatro y de la Revolución Cultural, se transformó en un seguidor de las teorías de madame Blavatsky. Volvió al redil de la Iglesia Católica. Se hizo ferviente seguidor de Juan Pablo II y enemigo acérrimo de la teología de la liberación. La policía, sin embargo, no creyó en esta metamorfosis y su nombre siguió estando en los archivos de gente potencialmente peligrosa. Sus amigos, en cambio, los poetas, los que esperaban algo de él, sí que creyeron en sus palabras y dejaron de hablarle. Incluso su mujer no tardó en abandonarlo. Pero el peruano perseveró en su locura y se mantuvo en sus trece. En su polo norte final. Por supuesto, no ganaba dinero. Se fue a vivir a casa de su padre, quien lo mantenía. Cuando su padre murió, lo mantuvo su madre. Y por supuesto, no dejó de escribir y de producir libros enormes e irregulares en donde a veces se percibía un humor tembloroso y brillante. En ocasiones llegó a presumir, años después, de que se mantenía casto desde 1985. También: perdió cualquier atisbo de vergüenza, de compostura, de discreción. Se volvió desmesurado (es decir, tratándose de escritores latinoamericanos, más desmesurado de lo habitual) en los elogios y perdió completamente el sentido del ridículo en las autoalabanzas. Sin embargo, de vez en cuando, escribía poemas muy hermosos. Según Arturo, para el peruano los dos más grandes poetas de América eran Whitman y él. Un caso raro. El caso del cubano es distinto. El cubano era feliz y sus textos eran felices y radicales. Pero el cubano era homosexual y las autoridades de la revolución no estaban dispuestas a tolerar a los homosexuales, así que tras un momento brevísimo de esplendor en el cual escribió dos novelas (breves también) de gran calidad, no tardó en verse arrastrado por la mierda y por la locura que se hacía llamar revolución. Poco a poco le empezaron a quitar lo poco que tenía. Perdió el trabajo, dejaron de publicarlo, intentaron que se convirtiera en soplón de la policía, lo persiguieron, interceptaron su correspondencia, finalmente lo metieron preso. Dos eran, aparentemente, los objetivos de los revolucionarios: que el cubano se curara de su homosexualidad y que, ya sano, trabajara por su patria. Ambos objetivos dan risa. El cubano aguantó. Como buen (o mal) latinoamericano, no le daba miedo la policía ni la pobreza ni dejar de publicar. Sus aventuras en la isla fueron innumerables y siempre, pese a todas las presiones, se mantuvo vivo y alerta. Un día se largó. Llegó a los Estados Unidos. Sus obras comenzaron a publicarse. Empezó a trabajar con más ahínco que antes, si cabe, pero Miami y él no estaban hechos para entenderse. Se marchó a Nueva York. Tuvo amantes. Contrajo el sida. En Cuba llegaron a decir: ya ven, si se hubiera quedado aquí no habría muerto. Durante un tiempo estuvo en España. Sus últimos días fueron duros: quería acabar de escribir un libro y apenas tenía fuerza para ponerse a teclear. Sin embargo, lo terminó. A veces se sentaba junto a la ventana de su departamento neoyorquino y pensaba en lo que pudo haber hecho y en lo que finalmente hizo. Sus últimos días fueron de soledad y de dolor y de rabia por todo lo irremediablemente perdido. No quiso agonizar en un hospital. Cuando acabó el último libro se suicidó. Eso me contó Arturo mientras esperábamos el avión que lo iba a sacar de España para siempre. El sueño de la Revolución, una pesadilla caliente. Tú y yo somos chilenos, le dije, y no tenemos culpa de nada. Me miró y no contestó. Luego se rió. Me dio un beso en cada mejilla y se fue. Todo lo que empieza como comedia acaba como monólogo cómico, pero ya no nos reímos.
Clara Cabeza, Parque Hundido, México DF, octubre de 1995. Yo fui la secretaria de Octavio Paz. No saben ustedes el trabajo que tenía. Que si escribir cartas, que si localizar manuscritos ilocalizables, que si telefonear a los colaboradores de la revista, que si conseguir libros que ya sólo se encontraban en una o dos universidades norteamericanas. Al cabo de dos años de estar trabajando para don Octavio ya tenía una cefalalgia crónica que me atacaba a eso de las once de la mañana y no se me iba, por más aspirinas que tomara, hasta las seis de la tarde. Generalmente lo que a mí me gustaba era hacer las labores más propiamente de casa, como preparar el desayuno o ayudar a la sirvienta a preparar la comida. Ahí me lo pasaba bien y además era un descanso para mi mente torturada. Yo solía llegar a la casa a las siete de la mañana, a una hora en la que no hay atascos de tránsito y si los hay no son tan largos y terribles como en las horas punta, y preparaba café, té, naranjadas, un par de tostadas, un desayuno sencillito, y luego me iba con la bandeja hasta la habitación de don Octavio y le decía don Octavio, despierte, ya es un nuevo día. La primera en abrir los ojos, de todas maneras, era la señora María José y siempre su despertar era alegre, su voz surgía de la oscuridad y me decía: deja el desayuno en la mesita, Clara, y yo le decía buenos días, señora, ya es un nuevo día. Luego me iba a la cocina otra vez y me preparaba mi propio desayuno, algo ligerito como el de los señores, un café, una naranjada y una o dos tostadas con mermelada, y después me iba a la biblioteca y me ponía a trabajar.