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Durante unos días la muchacha parece enloquecer. Viaja por todo el planeta, tiene amantes, se sumerge en historias negras. Pero acaba volviendo a casa y al poco tiempo, cuando parece más consumida que nunca, decide emprender un proyecto que de alguna manera ya había empezado a germinar en su mente poco antes de la muerte del vagabundo. Un equipo de científicos se instala en su mansión. En un tiempo récord ésta se transforma doblemente, en la parte interior en un laboratorio avanzado y en la exterior -jardines y casa del jardinero- en una réplica del Edén. Para protegerse de la mirada de los extraños un muro altísimo se levanta alrededor de la propiedad. Entonces empiezan los trabajos. Al poco tiempo los científicos implantan en el óvulo de una puta, que será generosamente retribuida, un clon del vagabundo. Nueve meses después la puta tiene un niño, lo entrega a la muchacha y desaparece.

Durante cinco años la muchacha y un ejército de especialistas cuidan al niño. Pasado este tiempo los científicos implantan en el óvulo de la muchacha un clon de ella misma. Nueve meses después la muchacha tiene una niña. El laboratorio de la mansión se desmonta, los científicos desaparecen y en su lugar llegan los educadores, los artistas-tutores que vigilarán desde una cierta distancia el crecimiento de ambos niños según un plan previamente trazado por la muchacha. Cuando todo está en marcha ésta desaparece y vuelve a viajar, vuelve a las fiestas de la alta sociedad, se mete de cabeza en aventuras riesgosas, tiene amantes, su nombre brilla como el de una estrella. Pero cada cierto tiempo y rodeada del mayor secreto, regresa a su mansión y observa, sin que éstos la vean, el crecimiento de los niños. El clon del vagabundo es una réplica exacta de aquél, la misma pureza, la misma inocencia de la que ella se enamoró. Sólo que ahora tiene todas sus necesidades cubiertas y su infancia es un plácido discurrir de juegos y maestros que lo instruyen en todo lo necesario. El clon de la niña es una réplica exacta de ella misma y los educadores repiten una y otra vez los mismos aciertos y errores, los mismos gestos del pasado.

La muchacha, por supuesto, raras veces se deja ver por los niños, aunque ocasionalmente el clon del vagabundo, que nunca se cansa de jugar y que posee un carácter temerario, la divisa tras los visillos de los pisos más altos de la mansión y echa a correr buscándola, siempre en vano.

Pasan los años y los niños crecen, cada día más inseparables. Un día la millonaria enferma, de lo que sea, un virus mortal, un cáncer, y tras una resistencia puramente formal, claudica y se prepara para morir. Aún es joven, tiene cuarentaidós años. Sus únicos herederos son los dos clones y deja todo preparado para que éstos accedan a una parte de su inmensa fortuna en el momento en que contraigan matrimonio. Después muere y sus abogados y científicos la lloran amargamente.

El cuento termina con una reunión de sus empleados, tras la lectura del testamento. Algunos, los más inocentes, los más ajenos al círculo interno de la millonaria, se plantean las preguntas que Sturgeon supone se pueden plantear sus lectores. ¿Y si los dones no aceptan casarse? ¿Y si el muchacho o la muchacha se quieren, como parece inobjetable, pero este amor nunca cruza la frontera de lo estrictamente filial? ¿Se les ha de arruinar la vida? ¿Se les ha de obligar a convivir como dos condenados a cadena perpetua?

Surgen discusiones y debates. Se plantean aspectos morales, éticos. El abogado y el científico más viejos, no obstante, pronto se encargan de despejar las dudas. Si los muchachos no se avienen a casarse, si no se enamoran, se les dará el dinero que les corresponda y serán libres de hacer lo que deseen. Independientemente de cómo se desarrolle la relación de los muchachos, los científicos implantarán en el cuerpo de una donante, en el plazo de un año, un nuevo clon del vagabundo y, cinco años después, repetirán la operación con un nuevo clon de la millonaria. Y cuando estos nuevos clones tengan veintitrés y dieciocho años, cualquiera que fuese su relación interpersonal, es decir, se quieran como hermanos o como amantes, los científicos o los sucesores de los científicos volverán a implantar otros dos clones, y así hasta el fin de los tiempos o hasta que la inmensa fortuna de la millonaria se agote.

En este punto acaba el cuento. Sobre el crepúsculo se dibuja el rostro de la millonaria y el vagabundo y luego las estrellas y luego el infinito. Un poquito siniestro, ¿no? Un poquito sublime y un poquito siniestro. Como en todo amor loco, ¿no? Si al infinito uno añade más infinito, el resultado es infinito. Si uno junta lo sublime con lo siniestro, el resultado es siniestro. ¿No?

20

Xosé Lendoiro, Terme di Traiano, Roma, octubre de 1992. Fui un abogado singular. De mí se pudo decir, con igual tino: Lupo ovem commisisti que Alter remus aguas, alter tibi radat harenas. Sin embargo yo prefería ceñirme al catuliano noli pugnare duobus. Algún día mis méritos serán reconocidos.

Por aquellos tiempos viajaba y hacía experimentos. El ejercicio de la carrera de letrado o jurisperito me proporcionaba ingresos suficientes como para dedicarme con largueza al noble arte de la poesía. Unde habeos quaerit nemo, sed oportet habere, lo que en buen romance quiere decir que nadie pregunta de dónde procede lo que posees, pero es preciso poseer. Algo consustancial si uno quiere dedicarse a su vocación más secreta: los poetas se embelesan ante el espectáculo del dinero.

Pero volvamos a mis experimentos: éstos consistían, digamos, en un primer impulso, sólo en viajar y observar, aunque pronto me fue dado saber que lo que inconscientemente pretendía era la consecución de un mapa ideal de España. Hoc erat in votis, éstos eran mis deseos, como dice el inmortal Horacio. Por supuesto, yo sacaba una revista. Era, si se me permite decirlo, el mecenas y el editor, el director y el poeta estrella. In petris, herbis vis est, sed maxima verbis: las piedras y las hierbas tienen virtudes, pero mucho más las palabras.

Mi publicación, además, desgravaba, lo que la hacía bastante llevadera. Para qué ponerme pesado, los detalles en poesía sobran, ésa ha sido siempre mi máxima, junto con Paulo maiora canamus: cantemos cosas un poco más grandes, como decía Virgilio. Hay que ir directo al meollo, al hueso, a la sustancia. Yo tenía una revista y tenía un bufete de legistas, picapleitos y leguleyos con una cierta fama nada inmerecida y durante los veranos viajaba. La vida me sonreía. Un día, sin embargo, me dije: Xosé, ya has estado en todo el mundo, incipit vita nova, es hora de que marches por los caminos de España, aunque no seas el Dante, es hora de que marches por las rutas de esta España nuestra tan golpeada y sufrida y sin embargo aún tan desconocida.

Soy un hombre de acción. Dicho y hecho: me compré una roulotte y partí. Vive valeque. Recorrí Andalucía. Qué bonita es Granada, qué graciosa es Sevilla, Córdoba qué severa. Pero debía profundizar, ir a las fuentes, doctor en leyes y criminalista como era no debía descansar hasta encontrar el camino justo, el ius est ars boni et aequi, el libertas est potestas faciendi id quod facere iure licet, la raíz de la aparición. Fue un verano iniciático. Me repetía a mí mismo: nescit vox missa reverti, la palabra, una vez lanzada, no puede retirarse, del dulce Horacio. Como abogado esa afirmación puede tener sus bemoles. Pero no como poeta. De ese primer viaje volví acalorado y también algo confuso.

No tardé en separarme de mi mujer. Sin dramatismos y sin hacerle daño a nadie, pues afortunadamente nuestras hijas ya eran mayores de edad y tenían el discernimiento suficiente para comprenderme, sobre todo la mayor. Quédate con la casa y con el chalet de Tossa, le dije, y no se hable más. Mi mujer, sorprendentemente, aceptó. El resto lo pusimos en manos de unos abogados en los que ella confiaba. In publicis nihil est lege gravius: in privatis firmissimum est testamentum. Aunque no sé por qué digo esto. Qué tiene que ver un testamento con un divorcio. Mis pesadillas me traicionan. En cualquier caso legum omnes servi sumus, ut liben esse possimus, que quiere decir que ante la ley todos somos esclavos para poder ser libres, que es el ideal mayor.

De golpe, mis energías rebulleron. Me sentí rejuvenecer: dejé de fumar, por las mañanas salía a correr, participé con ahínco en tres congresos de jurisprudencia, dos de ellos celebrados en viejas capitales europeas. Mi revista no se hundió, bien al contrario, los poetas que bebían de mi afluente cerraron filas en manifiesta simpatía. Verae amicitiae sempieternae sunt, pensé con el docto Cicerón. Después, en claro exceso de confianza, decidí publicar un libro con mis versos. Me salió cara la edición y las críticas (cuatro) me fueron adversas, salvo una. Todo lo achaqué a España y a mi optimismo y a las leyes inflexibles de la envidia. Invidia ceu fulmine summa vaporant.

Cuando llegó el verano cogí la roulotte y decidí dedicarme a vagabundear por las tierras de mis mayores, es decir por la umbrosa y elemental Galicia. Partí con el ánimo sereno, a las cuatro de la mañana, y recitando entre dientes sonetos del inmortal e incordiador Quevedo. Ya en Galicia me dediqué a recorrer las rías y a probar sus mostos y a conversar con sus marineros, pues natura máxime miranda in minimis. Después enfilé hacia las montañas, hacia la tierra de las meigas, fortalecida el alma y los sentidos abiertos. Dormía en campings, pues me advirtió un sargento de la Guardia Civil que era peligroso acampar por libre, a orillas de caminos vecinales o comarcales transitados, sobre todo en verano, por gente de mal vivir, gitanos, rapsodas y juerguistas que iban de una discoteca a otra por las neblinosas sendas de la noche. Qui amat periculum in illo peribit. Por lo demás, los campings no estaban mal y no tardé en calcular el caudal de emociones y de pasiones que en tales recintos podía encontrar y observar y hasta catalogar con la vista puesta en mi mapa.

De esta manera, hallándome en uno de estos establecimientos, ocurrió lo que ahora se me figura como la parte central de mi historia. O al menos como la única parte que conserva intacta la felicidad y el misterio de toda mi triste y vana historia. Mortalium nemo est felix, dice Plinio. Y también: felicitas cui praecipua fuerit homini, non est humani iudici. Pero debo ir al grano. Estaba en un camping, ya lo he dicho, por la zona de Castroverde, en la provincia de Lugo, en un lugar montañoso y pletórico en boscajes y matorrales de toda especie. Y leía y tomaba notas y acaudalaba conocimientos. Otium sine litteris mors est et homini vivi sepultura. Aunque puede que yo exagerara. En una palabra (y seamos sinceros): me aburría de muerte.

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