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Una noche hice mole rojo y Arturo y yo comimos con las ventanas abiertas porque hacía mucho calor, seguramente era pleno verano, y de pronto, de la calle, llegó un ruido enorme, como si toda la ciudad hubiera salido a protestar por algo, aunque la verdad es que no protestaban por nada, sólo celebraban una victoria del equipo de fútbol. Yo había puesto la mesa y me había esmerado con el mole, pero el ruido de la calle era tan grande que no podíamos ni siquiera escuchar lo que decíamos, por lo que nos vimos obligados a cerrar la ventana. Hacía calor y el pollo con mole rojo me quedó muy picante. Arturo sudaba, yo sudaba, de pronto todo se rompió otra vez y me puse a llorar. Lo extraño fue que cuando Arturo intentó abrazarme una oleada de rabia me aplastó y comencé a insultarlo. Me hubiera gustado golpearlo, pero en lugar de eso de pronto me sorprendí golpeándome a mí misma. Decía: yo, yo, yo y con el pulgar me golpeaba el pecho hasta que Arturo me sujetó la mano. Más tarde me dijo que había temido que me rompiera el dedo o me hiciera daño en el pecho o ambas cosas a la vez. Al final me calmé y salimos a la calle, necesitaba aire para respirar, pero esa noche había millones de personas en las calles, las Ramblas estaban tomadas, en algunas esquinas vimos grandes contenedores de basura tapando el paso y en otras unos muchachos se afanaban tratando de volcar coches. Vimos banderas. Gente que se reía a gritos y que me miraban con extrañeza porque yo caminaba muy seria, abriéndome paso a codazos, buscando el aire que ansiaba, el aire que me hacía falta y que desaparecía como si toda Barcelona se hubiera transformado en un gigantesco incendio, un incendio oscuro lleno de sombras y de gritos y de canciones futbolísticas. Después oímos el ulular de las sirenas de policía. Más gritos. Ruidos de vidrios que se rompían. Empezamos a correr. Creo que ahí se acabó todo entre Arturo y yo. Por las noches solíamos escribir. Él estaba escribiendo una novela y yo mi diario y poesía y un guión de cine. Escribíamos frente a frente y nos bebíamos varias tazas de té. No escribíamos para publicar sino para conocernos a nosotros mismos o para ver hasta dónde éramos capaces de llegar. Y cuando no escribíamos hablábamos sin parar, de su vida y de mi vida, sobre todo de la mía, aunque a veces Arturo me contaba historias de amigos que habían muerto en las guerrillas de Latinoamérica, a algunos yo los conocía de nombre, algunos habían estado de paso en México cuando yo militaba con los trotskistas, pero a la mayoría era la primera vez que los oía mencionar. Y seguíamos haciendo el amor, aunque yo cada noche me alejaba un poco más, involuntariamente, sin proponérmelo, sin saber hacia dónde me estaba yendo. Más o menos lo mismo que ya me había sucedido con Abraham, sólo que ahora era un poco peor, ahora no tenía nada.

Una noche, mientras Arturo me hacía el amor, se lo dije. Le dije que creía que estaba volviéndome loca, que los síntomas se repetían. Estuve hablando durante mucho rato. Su respuesta me sorprendió (fue la última vez que él me sorprendió), dijo que si yo enloquecía él también enloquecería, que no le importaba volverse loco a mi lado. ¿Te gusta jugar con el diablo?, le dije. No es con el diablo con el que estoy jugando, dijo él. Busqué sus ojos en la oscuridad y le pregunté si hablaba en serio. Claro que hablo en serio, me dijo y pegó su cuerpo al mío. Esa noche mi sueño fue plácido. A la mañana siguiente sabía que tenía que dejarlo, cuanto antes mejor, y al mediodía llamé a mi madre desde la Telefónica. Por aquellos años ni Arturo ni sus amigos pagaban las llamadas internacionales que solían hacer. Nunca supe qué método utilizaban, sólo supe que era más de uno y que la estafa a Telefónica seguramente fue de miles de millones de pesetas. Llegaban a un teléfono y metían un par de cables y ya estaba, tenían línea, los argentinos eran los mejores, sin ninguna duda, y luego venían los chilenos, nunca conocí a un mexicano que supiera cómo trampear un teléfono, esto tal vez se debe a que nosotros no estamos preparados para el mundo moderno o tal vez a que los pocos mexicanos que por entonces vivían en Barcelona tenían el dinero suficiente como para no necesitar infringir la ley. Los teléfonos tocados eran fácilmente distinguibles por las colas que, sobre todo en las noches, se formaban alrededor de ellos. En esas colas se juntaba lo mejor y lo peor de Latinoamérica, los antiguos militantes y los violadores, los ex presos políticos y los despiadados comerciantes de bisutería. Cuando yo veía esas colas, al volver del cine, en la cabina que había en la plaza Ramalleras, por ejemplo, me ponía a temblar, me quedaba helada y un frío metálico como una barra de seguridad me recorría el cuerpo desde la nuca hasta los talones. Adolescentes, mujeres jóvenes con niños de pecho, señoras y señores ya mayores, ¿en qué pensaban, allí, a las doce de la noche o a la una de la mañana, mientras esperaban a que un desconocido terminara de hablar, y cuyo parlamento no podían oír pero sí adivinar, porque el que llamaba solía gesticular o llorar o permanecer largo rato en silencio, sólo afirmando o negando con la cabeza, qué esperaba aquella gente de la cola, que les tocara pronto su turno, que no apareciera la policía? ¿Sólo eso? En cualquier caso, también de aquello me alejé. Llamé a mi madre y le pedí dinero.

Una tarde le dije a Arturo que me marchaba, que ya no podíamos seguir viviendo juntos. Él me preguntó por qué. Le dije que ya no lo soportaba. ¿Qué te he hecho?, dijo. Nada, soy yo la que me estoy haciendo cosas terribles, dije. Necesito estar sola. Al final terminamos gritándonos. Me trasladé a casa de Daniel. A veces Arturo me iba a ver y conversábamos, pero cada día que pasaba el verlo me resultaba más doloroso. Cuando mi madre me envió el dinero cogí el avión para Roma y me fui. Llegados a este punto tal vez debería hablar de mi gatita. Antes de vivir juntos una amiga de Arturo o una ex amante, en un cambio de residencia inesperado, le dejó los seis gatitos que había parido su gata. Le dejó los gatitos y se fue con su gata. Durante un tiempo, mientras los gatitos aún eran demasiado pequeños, Arturo vivió con ellos. Luego, cuando comprendió que su amiga o su ex amante no iba a volver más, comenzó a buscarles dueños. La mayoría se los quedaron sus amigos, salvo una gatita gris que nadie quería y que me la quedé yo para disgusto de Abraham, que temía que la gatita le arañara las telas. Le puse Zía, en recuerdo de otra gatita que vi una tarde en Roma. Cuando me marché a México, Zía se vino conmigo. Cuando volví a Barcelona a casa de Arturo, Zía me acompañó. Creo que le encantaba viajar en avión. Cuando me fui a vivir temporalmente a casa de Daniel Grossman, naturalmente me llevé a Zía. Y cuando cogí el avión con destino a Roma, en una bolsa de paja, en mi regazo, estaba la gata, que por fin iba a conocer Roma, la ciudad de la que al menos onomásticamente era originaria.

Mi vida en Roma fue un desastre. Todo me fue mal y lo peor, al menos eso me dijeron después, fue que no quise pedir ayuda a nadie. Sólo tenía a Zía y sólo me preocupaba por Zía y por su comida. Eso sí, leí bastante, aunque cuando intento recordar mis lecturas se interpone una especie de muro movedizo y caliente. Tal vez leí a Dante en italiano. Tal vez a Gadda. No lo sé, a ambos ya los conocía en español. La única persona que sabía algo que no fueran señales vagas acerca de mi paradero era Daniel. Recibí algunas cartas suyas. En una me decía que Arturo estaba destrozado por mi partida y que cada vez que lo veía le preguntaba por mí. No le des mi dirección, le dije, ése es capaz de venir a Roma a buscarme. No se la daré, me dijo Daniel en su siguiente carta. Por él supe también que mi madre y mi padre estaban inquietos y que sus llamadas telefónicas a Barcelona eran frecuentes. No les des mi dirección, le dije y Daniel prometió que así lo haría. Sus cartas eran largas. Mis cartas eran breves, postales casi siempre. Mi vida en Roma era breve. Trabajaba en una zapatería y vivía en una pensión de la via della Luce, en el Trastevere. Por las noches, al volver, sacaba a pasear a Zía. Generalmente íbamos a un parque, detrás de la iglesia de San Egidio, y mientras la gata se metía entre las plantas yo abría un libro y trataba de leer. Debía de leer a Dante, supongo, o a Guido Cavalcanti o a Ceceo Angiolieri o a Cino da Pistoia, porque de mis lecturas sólo recuerdo una cortina caliente o tal vez sólo tibia que se movía con la ligera brisa de Roma al anochecer, y plantas y árboles y ruido de pisadas. Una noche conocí al diablo. No recuerdo nada más. Conocí al diablo y supe que me iba a morir. El dueño de la zapatería me vio llegar con moretones en el cuello y estuvo observándome durante una semana. Después quiso hacer el amor conmigo y yo me negué. Un día Zía se perdió en el parque, no el que está detrás de San Egidio, sino otro, por via Garibaldi, sin árboles, sin luces, Zía simplemente se alejó demasiado y se la tragó la oscuridad.

Estuve hasta las siete de la mañana buscándola. Hasta que salió el sol y la gente comenzó a moverse lentamente hacia sus lugares de trabajo. Aquel día no quise ir a la zapatería. Me acosté, me tapé bien y me puse a dormir. Cuando desperté volví a las calles en busca de mi gata. No la encontré. Una noche soñé con Arturo. Los dos estábamos subidos en lo más alto de un edificio de oficinas, de esos construidos sólo con vidrio y acero, y abríamos una ventana y mirábamos hacia abajo, era de noche, yo no pensaba tirarme, pero Arturo me miraba y decía si tú te tiras yo también lo haré. Quería decirle: imbécil, pero ya no tenía fuerzas ni siquiera para insultarlo.

Un día se abrió la puerta de mi cuarto y vi entrar a mi madre y a mi hermano menor, que había sido soldado del Tsahal y que vivía casi todo el año en Israel. Me trasladaron de inmediato a un hospital de Roma y al cabo de dos días me vi volando en un avión con destino a México. Según supe después mi madre había viajado a Barcelona y entre ella y mi hermano le sacaron mi dirección romana a Daniel, que al principio se negó a dársela.

En México fui ingresada en una clínica particular, en Cuernavaca, y los médicos no tardaron en decirle a mi madre que si yo no ponía algo de mi parte el final era inevitable. Por entonces pesaba cuarenta kilos y apenas podía caminar. Después volví a tomar un avión y fui hospitalizada en una clínica de Los Ángeles. Allí conocí a un médico llamado doctor Kalb del que poco a poco me hice amiga. Pesaba treinta y cinco kilos y por las tardes veía la tele y poca cosa más. Mi madre se instaló en un hotel de Los Ángeles, en el centro, en la calle 6, y todos los días iba a verme. Al cabo de un mes subí de peso y otra vez me puse en los cuarenta kilos. Mi madre se alegró muchísimo y decidió volver al DF, a hacerse cargo de sus negocios. El tiempo en que mi madre no estuvo lo aprovechamos el doctor Kalb y yo para iniciar una amistad. Hablábamos de comida y de tranquilizantes y de otras clases de drogas. De libros no hablamos mucho porque el doctor Kalb sólo leía best-sellers. Hablamos de cine. Había visto muchas más películas que yo y le encantaba el cine de los cincuenta. Por las tardes encendía el televisor y buscaba alguna película para luego comentarla con él, pero la medicina que tomaba hacía que me durmiera a mitad de la película. Cuando se lo decía el doctor Kalb solía contarme la parte que no había visto, aunque por regla general cuando se lo decía ya había olvidado la parte que sí había visto. El recuerdo que tengo de esas películas es raro, imágenes y situaciones tamizadas por la sencilla pero a la vez entusiasta visión de mi médico. Los fines de semana solía aparecer mi madre. Llegaba los viernes por la noche y los domingos por la noche volvía al DF. Una vez me dijo que estaba pensando instalarse definitivamente en Los Ángeles. No en la ciudad misma, sino en algún buen sitio de los alrededores, como Corona del Mar o Laguna Beach. ¿Y qué pasará con la fábrica?, le pregunté. Al abuelo no le hubiera gustado que la vendieras. México se va al carajo, me dijo mi madre, tarde o temprano habrá que vender. A veces aparecía con algún amigo mío al que ella invitaba porque según los médicos, incluido el doctor Kalb, era positivo para mi salud el que viera a «viejos compinches». Un sábado apareció con Greta, una amiga de la prepa a la que no había vuelto a ver desde entonces, otro sábado apareció con un chico al que ni siquiera recordaba. Deberías ser tú la que se trajera amigos, le dije una noche, e intentar pasártelo bien. Cuando le decía estas cosas mi madre se reía, como si no diera crédito a mis palabras o bien se ponía a llorar. ¿No sales con nadie? ¿No tienes novio?, le pregunté. Admitió que se veía con un tipo en el DF, un divorciado como ella, o un viudo, no hice demasiados esfuerzos por sacar algo en claro, supongo que en el fondo no me importaba. Al cabo de cuatro meses llegué a pesar cuarenta y ocho kilos y mi madre comenzó a hacer los preparativos para mi traslado a una clínica mexicana. Un día antes de marcharme el doctor Kalb se despidió de mí. Le di mi teléfono y le rogué que alguna vez me llamara. Cuando le pedí el suyo argüyó no sé qué cambio de residencia para no dármelo. No le creí, pero tampoco se lo eché en cara.

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