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Abel Romero, café El Alsaciano, rué de Vaugirard, cerca del Jardín de Luxemburgo, París, septiembre de 1989. Fue en el café de Víctor, en la rué St. Sauveur, un 11 de septiembre de 1983. Estábamos un grupo de chilenos masoquistas reunidos para recordar la infausta fecha. Éramos unos veinte o treinta y nos desparramábamos por el interior del establecimiento y por la terraza. De repente alguien, no sé quién, se puso a hablar del mal, del crimen que nos había cubierto con su enorme ala negra. ¡Hágame el favor! ¡Su enorme ala negra! ¡Los chilenos está visto que no aprendemos nunca! Después, como era de esperarse, se desató la discusión y hasta migas de pan volaron de mesa a mesa. Un amigo común nos debió de presentar en medio de aquella batahola. O tal vez nos presentamos solos y él como que tiró a reconocerme. ¿Es usted escritor?, me dijo. No, le dije, yo fui policía en la época del Guatón Hormazábal y ahora trabajo en una cooperativa limpiando suelos de oficinas y ventanas. Debe ser un trabajo peligroso, me dijo. Para los que padecen vértigo, le respondí, para los demás más bien es aburrido. Después nos unimos a la conversación general. Sobre el mal, sobre la malignidad, como ya le dije. El amigo Belano hizo dos o tres observaciones bastante pertinentes. Yo no abrí la boca. Se bebió mucho vino aquella noche y cuando nos fuimos, sin saber cómo, me encontré caminando a su lado algunas cuadras. Entonces le dije lo que me había estado rondando por la cabeza. Belano, le dije, el meollo de la cuestión es saber si el mal (o el delito o el crimen o como usted quiera llamarle) es casual o causal. Si es causal, podemos luchar contra él, es difícil de derrotar pero hay una posibilidad, más o menos como dos boxeadores del mismo peso. Si es casual, por el contrario, estamos jodidos. Que Dios, si existe, nos pille confesados. Y a eso se resume todo.

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Amadeo Salvatierra, calle República de Venezuela, cerca del Palacio de la Inquisición, México DF, enero de 1976. ¿Cómo que no hay misterio?, dije. No hay misterio, Amadeo, dijeron ellos. Y luego me preguntaron: qué significa para ti el poema. Nada, dije, no significa nada. ¿Y por qué dices que es un poema? Pues porque Cesárea lo decía, recordé yo. Por eso y nada más, porque tenía la palabra de Cesárea. Si esa mujer me hubiera dicho que un pedazo de su caca envuelta en una bolsa de la compra era un poema yo me la hubiera creído, dije. Qué moderno, dijo el chileno, y luego mencionó a un tal Manzoni. ¿Alessandro Manzoni?, dije yo recordando una traducción de Los novios debida a la pluma de Remigio López Valle, el licenciado candoroso, y publicada en México aproximadamente en 1930, no estoy seguro, ¿Alessandro Manzoni?, pero ellos dijeron: ¡Piero Manzoni!, el artista pobre, el que enlataba su propia mierda. Ah, caray. El arte está enloquecido, muchachos, les dije, y ellos dijeron: siempre ha estado enloquecido. En ese momento vi como sombras de saltamontes en las paredes de la sala, detrás de los muchachos y a los lados, sombras que bajaban del cielorraso y que parecían querer deslizarse por el empapelado hasta la cocina pero que se hundían finalmente en el suelo, así que me restregué los ojos y les dije órale, a ver si me explican de una vez por todas el poema, que llevo más de cincuenta años, en cifras redondas, soñando con él. Y los muchachos se frotaron las manos de pura excitación, angelitos, y se acercaron a mi asiento. Empecemos por el título, dijo uno de ellos, ¿qué crees que significa? Sión, el monte Sión en Jerusalén, dije sin dudarlo, y también la ciudad suiza de Sion, en alemán Sitten, en el cantón de Valais. Muy bien, Amadeo, dijeron, se nota que has pensado en ello, ¿y con cuál de las dos posibilidades te quedas?, ¿con el monte Sión, verdad? Me parece que sí, dije. Evidentemente, dijeron ellos. Ahora vamos con el primer corte del poema, ¿qué tenemos? Una línea recta y sobre ésta un rectángulo, dije. Bueno, dijo el chileno, olvídate del rectángulo, has de cuenta que no existe. Mira sólo la línea recta. ¿Qué ves?

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Una línea recta, dije. ¿Qué otra cosa podría ver, muchachos? ¿Y qué te sugiere una línea recta, Amadeo? El horizonte, dije. El horizonte de una mesa, dije. ¿Tranquilidad?, dijo uno de ellos. Sí, tranquilidad, calma. Bien: horizonte y calma. Ahora veamos el segundo corte del poema:

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¿Qué ves, Amadeo? Pues una línea ondulada, ¿qué otra cosa podría ver? Bien, Amadeo, dijeron, ahora ves una línea ondulada, antes veías una línea recta que te sugería calma y ahora ves una línea ondulada. ¿Te sigue sugiriendo calma? Pues no, dije comprendiendo de golpe por dónde iban, hacia dónde querían llevarme. ¿Qué te sugiere la línea ondulada? ¿Un horizonte de colinas? ¿El mar, olas? Puede ser, puede ser. ¿Una premonición de que la calma se altera? ¿Movimiento, ruptura? Un horizonte de colinas, dije. Tal vez olas. Ahora veamos el tercer corte del poema:

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Tenemos una línea quebrada, Amadeo, que puede ser muchas cosas. ¿Los dientes de un tiburón, muchachos? ¿Un horizonte de montañas? ¿ La Sierra Madre occidental? Bueno, muchas cosas. Y entonces uno de ellos dijo: cuando yo era pequeño, no tendría más de seis años, solía soñar con estas tres líneas, la recta, la ondulada y la quebrada. Por aquella época yo dormía, no sé por qué, bajo la escalera, o al menos en una habitación muy baja, junto a la escalera. Posiblemente no era mi casa, tal vez estábamos allí sólo de paso, acaso fuera la casa de mis abuelos. Y cada noche, después de quedarme dormido, aparecía la línea recta. Hasta allí todo iba bien. El sueño incluso era placentero. Pero poco a poco el panorama empezaba a cambiar y la línea recta se transformaba en línea ondulada. Entonces empezaba a marearme y a sentirme cada vez más caliente y a perder el sentido de las cosas, la estabilidad, y lo único que deseaba era volver a la línea recta. Sin embargo, nueve de cada diez veces a la línea ondulada la seguía la línea quebrada, y cuando llegaba allí lo más parecido que sentía en el interior de mi cuerpo era como si me rajaran, no por fuera sino por dentro, una rajadura que empezaba en el vientre pero que pronto experimentaba también en la cabeza y en la garganta y de cuyo dolor sólo era posible escapar despertando, aunque el despertar no era precisamente fácil. Qué raro, ¿no?, dije yo. Pues sí, dijeron ellos, es raro. Verdaderamente es raro, dije yo. A veces me orinaba en la cama, dijo uno de ellos. Vaya, vaya, dije yo. ¿Has entendido?, dijeron ellos. Pues la mera verdad es que no, muchachos, dije yo. El poema es una broma, dijeron ellos, es muy fácil de entender, Amadeo, mira: añádele a cada rectángulo de cada corte una vela, así:

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¿Qué tenemos ahora? ¿Un barco?, dije yo. Exacto, Amadeo, un barco. Y el título, Sión, en realidad esconde la palabra Navegación. Y eso es todo, Amadeo, sencillísimo, no hay más misterio, dijeron los muchachos y yo hubiera querido decirles que me sacaban un peso de encima, eso hubiera querido decirles, o que Sión podía esconder Simón, una afirmación en caló lanzada desde el pasado, pero lo único que hice fue decir ah, caray, y buscar la botella de tequila y servirme una copa, otra más. Eso era todo lo que quedaba de Cesárea, pensé, un barco en un mar en calma, un barco en un mar movido y un barco en una tormenta. Por un momento mi cabeza, les aseguro, era como un mar embravecido y no oí lo que los muchachos decían, aunque capté algunas frases, algunas palabras sueltas, las predecibles, supongo: la barca de Quetzalcoatl, la fiebre nocturna de un niño o una niña, el encefalograma del capitán Achab o el encefalograma de la ballena, la superficie del mar que para los tiburones es la boca del vasto infierno, el barco sin vela que también puede ser un ataúd, la paradoja del rectángulo, el rectángulo-conciencia, el rectángulo imposible de Einstein (en un universo donde los rectángulos son impensables), una página de Alfonso Reyes, la desolación de la poesía. Y entonces, después de beber mi tequila, llené mi copa otra vez y llené la de ellos y les dije que brindáramos por Cesárea y vi sus ojos, qué contentos estaban los pinches muchachos, y los tres brindamos mientras nuestro barquito era zarandeado por la galerna.

Edith Oster, sentada en un banco de la Alameda, México DF, mayo de 1990. En México, en el DF, lo vi sólo una vez, en la entrada de la galería de arte María Morillo, en la Zona Rosa , a las once de la mañana. Yo había salido a la acera a fumarme un cigarrillo y él pasaba por allí y me saludó. Cruzó la calle y me dijo hola, soy Arturo Belano, Claudia me habló de ti. Ya sé quién eres, le dije. Yo entonces tenía diecisiete años y me gustaba leer poesía, pero de él no había leído nada. Ni siquiera entró en la galería. No tenía buen aspecto, parecía que se había pasado toda la noche despierto, pero era guapo. Quiero decir, en ese momento me pareció guapo, sin embargo no me gustó. No era mi tipo. ¿Por qué ha venido a saludarme?, pensé. ¿Por qué ha cruzado la calle y se ha detenido en la puerta de la galería?, pensé. En el interior no había nadie y lo invité a pasar, pero dijo que estaba bien ahí afuera. Los dos estábamos al sol, de pie, yo con un cigarrillo en la mano y él a menos de un metro, como envuelto en una nube de polvo, mirándome. No sé de qué hablamos. Creo que me invitó a tomar un café en el restaurante de al lado y yo le dije que no podía dejar sola la galería. Me preguntó si me gustaba mi trabajo. Es provisional, le dije, la semana que viene lo dejo. Además, pagan muy mal. ¿Vendes muchos cuadros?, dijo. Hasta ahora ninguno, le contesté, y luego nos dijimos adiós y se marchó. No creo que yo le gustara, pese a que después me dijo que desde el primer momento yo le había gustado. En esa época yo estaba gorda o creía que estaba gorda y mis nervios empezaban a salirse de madre. Lloraba por las noches y tenía una voluntad de hierro. También tenía dos vidas o una vida que parecía dos vidas. Por una parte era estudiante de Filosofía y realizaba trabajos ocasionales como aquel de la galería María Morillo, por otra parte militaba en un partido trotskista que subsistía en una clandestinidad que oscuramente sabía propicia para mis intereses, aunque yo no sabía con claridad cuáles eran mis intereses. Una tarde en que repartíamos propaganda a los coches detenidos en un embotellamiento me encontré de golpe con el Chrysler de mi madre. La pobre casi se murió de la impresión. Y yo me puse tan nerviosa que le extendí la hoja ciclostilada y le dije léela y le di la espalda, aunque mientras me alejaba alcancé a oír que me decía ya hablaremos en casa. En casa siempre hablábamos. Diálogos interminables que acababan con recomendaciones médicas, cinematográficas, literarias, económicas, políticas.

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