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Al día siguiente puse mi quiniela y tres días después yo era uno de los nueve acertantes del pleno al catorce. Lo primero que pensé, esto sólo lo sabe quien lo vive, es que no me darían el dinero porque estaba ilegal en España. Así que ese mismo día me fui a ver a un abogado y le conté todo. El señor Martínez, que así se llamaba el leguleyo y era de Lora del Río, me felicitó por mi buena fortuna y luego procedió a tranquilizarme. En España, dijo, un hijo de las Américas nunca es extranjero, aunque ciertamente mi entrada al país había sido irregular y eso tenía que arreglarse. Después llamó por teléfono a un periodista de La Vanguardia y éste me hizo unas preguntas, unas fotos y al día siguiente yo ya era famoso. Salí en dos o tres periódicos, que yo sepa. El polizonte que gana una quiniela, dijeron. Guardé los recortes y los mandé a Santiago. Me hicieron un par de entrevistas para la radio. En una semana arreglamos mi situación y pasé de ser un indocumentado a tener un permiso de residencia de tres meses, sin derecho a trabajar, mientras Martínez me tramitaba algo mejor. El premio ascendía a la suma de 950.000 pesetas, lo que por entonces era dinero, y aunque el abogado me sangró cerca de 200.000, la verdad es que en aquellos días yo me sentía rico, rico y famoso, además, y libre para hacer lo que quisiera. Los primeros días me rondó la idea de hacer las maletas y volver a Chile, con el dinero que tenía hubiera podido empezar un negocio en Santiago, pero al final decidí cambiar 100.000 pesetas en dólares y mandárselos a mi vieja, y yo seguir en Barcelona, que ahora se me ofrecía, y perdone el símil, como una flor. Corría el año de 1975, además, y en mi patria las cosas estaban más bien de color morado, así que tras las dudas iniciales decidí seguir mi camino. En el consulado, tras alguna renuencia que pude solventar con discreción y dinero, se avinieron a darme un pasaporte. No me cambié de pensión, pero exigí un cuarto propio, más grande y mejor ventilado (y me lo dieron al tiro, qué quiere que le diga, el destino me había convertido en el regalón de casa Amelia), dejé de trabajar de lavaplatos y me dediqué a buscar con todo el tiempo del mundo un curro que se correspondiera con mis inquietudes. Dormía hasta las doce o la una. Después me iba a comer a un restaurante de la calle Fernando o a uno que hay en la calle Joaquín Costa, atendido por un par de gemelos harto simpáticos, y más tarde me dedicaba a vagabundear por Barcelona, desde la plaza Cataluña hasta el Paseo Colón, desde el Paralelo hasta la Vía Layetana, tomando cafés en las terrazas, tapas de calamar y vino en las tabernas, leyendo la prensa deportiva y basculando cuál había de ser mi próximo paso, un paso que en mi fuero interno yo ya conocía, pero que por mi educación de liceano chileno (aunque atorrante y cimarrero) no quería poner de una forma franca sobre el tapete. Y en ésas, le diré, hasta pensaba en el huevón del Descartes, y con eso ya se puede usted hacer una idea. Descartes, Andrés Bello, Arturo Prat, los forjadores de nuestra larga y angosta faja de tierra. Pero no se le pueden poner puertas al campo y una tarde me dejé de cavilaciones y admití que lo que en el fondo quería era ganarme otra quiniela, no buscar trabajo, ganarme otra quiniela de la manera que fuera, pero sobre todo de la manera que yo sabía. Por descontado, no me mire como a un loco, yo me daba cuenta de que aquella esperanza, aquel anhelo, como diría Lucho Gatica, era irracional, incluso tremendamente irracional, porque, vamos a ver, ¿qué motor o qué disfunción era la que hacía aparecer esos guarismos en la parte más clara de mi cabeza?, ¿quién me los dictaba?, ¿creía yo en aparecidos?, ¿era yo un ignorante o un ser supersticioso llegado a esta parte del Mediterráneo de los confines del Tercer Mundo?, ¿o acaso todo lo que me estaba ocurriendo o me había ocurrido no era más que la feliz conjunción del azar y de los delirios de un hombre medio rayado por la experiencia casi inhumana de una singladura que ninguna agencia de viajes se atrevería a ofrecer?

Fueron jornadas de grandes dudas. Por otra parte, lo reconozco, todo me traía sin cuidado (es paradójico, pero es así) y con el paso de los días dejé de buscar y acudir a las ofertas de empleo que tan generosamente ofrecía La Vanguardia y aunque desde el premio (por el shock experimentado, presumo) los números me habían abandonado, tras cranear una salida airosa, un atardecer, mientras le daba de comer a unas palomas en el Parque de la Ciudadela, creí encontrar la solución. Si los números no venían a mí, yo iría hasta la guarida de los números y los sacaría de allí con zalamerías o a patadas.

Empleé varios métodos, que por motivos profesionales creo que es mejor que se los ahorre. ¿Dice usted que no? Pues no se los ahorro, faltaría más. Empecé con la numeración de las casas. Recorría, por ejemplo, la calle Oleguer y la calle Cadena e iba mirando y anotando los números de los portales. Los que estaban a mi derecha eran los 1, los de la izquierda los 2, las X eran las personas con las que me tropezaba y que me miraban a los ojos. No dio resultado. Probé a jugar al cacho, yo solo, en un bar de la calle Princesa llamado La Cruz del Sur, el bar ya no existe, lo regentaba por aquellos días un amigo argentino. Tampoco dio resultado. Otras veces me quedaba tirado en la cama, con la mente en blanco, y en mi desesperación conminaba a los números a que volvieran, pero era incapaz de pensar, de imaginar el 1, al que en mi locura le atribuía las virtudes de la lana y el cobijo. Noventa días después de haber ganado mi quiniela, y cuando ya llevaba gastadas más de cincuenta mil pesetas en soberbias e infructuosas apuestas múltiples, se me ocurrió la solución. Debía cambiar de barrio. Así de simple. Los números del Casco Antiguo estaban agotados, al menos para mí, y yo debía moverme. Comencé a vagabundear por el Ensanche, barrio curioso al que hasta entonces sólo había sapeado desde la plaza Cataluña, sin atreverme a cruzar la frontera que marca la Ronda Universidad, al menos sin atreverme a cruzar esa frontera de forma consciente, es decir abriendo mis sentidos a la magia del barrio, que es lo mismo que decir: caminando sin defensas, todo ojos, vulnerable; en resumen, el hombre antena.

Los primeros días sólo anduve por el Paseo de Gracia, de subida, y por Balmes, de bajada, pero en los días siguientes me atreví con las calles laterales, Diputación, Consejo de Ciento, Aragón, Valencia, Mallorca, Provenza, Rosellón y Córcega, calles cuyo secreto está en ser deslumbrantes y al mismo tiempo acogedoras, diríase familiares. Al llegar a la Diagonal, invariablemente, mi paseo, que a veces se estructuraba en líneas rectas y otras veces en incontables zigzagueos, se detenía. Como es lícito imaginar, además de desorientado yo parecía un loco aunque afortunadamente en la Barcelona de aquellos años, como en la actual, faltaría más, la tolerancia era una virtud en la que casi todo el mundo se esmeraba. Por descontado, yo me había comprado pilchas nuevas (porque estaba loco, pero no tanto como para suponer que con mis ropas que olían a pensión del Distrito 5.° iba a pasar desapercibido) y lucía en mis caminatas una camisa blanca, una corbata con el anagrama de la Universidad de Harvard, un suéter celeste de cuello V y unos pantalones de pinza negros. Lo único viejo eran mis mocasines, porque en esto del caminar siempre he preferido la comodidad a la elegancia.

Los tres primeros días no sentí nada. Los números, como quien dice, brillaban por su ausencia. Pero algo en mí se resistía a abandonar la zona que azarosamente había acotado. Al cuarto día, mientras subía por Balmes, levanté la vista al cielo y vi, en la torre de una iglesia, la siguiente inscripción: Ora et labora. No podría decirle qué fue concretamente lo que me atrajo, pero lo cierto es que sentí algo, tuve un presentimiento, supe que estaba cerca de aquello que me seducía y atormentaba, de aquello que deseaba con un vigor enfermizo. Al seguir caminando, en la otra cara de la torre, leí: Tempus breve est. Junto a las inscripciones destacaban varios dibujos que evocaron en mí las matemáticas y la geometría. Como si hubiera visto la cara del ángel. A partir de entonces aquella iglesia se convirtió en el centro de mis andanzas, aunque me prohibí terminantemente penetrar en su interior.

Una mañana, tal como esperaba, volvieron los números. Las secuencias, al principio, eran endemoniadas, pero no tardé en encontrarles su lógica. El secreto consistía en plegarse. Aquella semana hice tres quinielas (con cuatro dobles) y compré dos números de la lotería. Como usted puede apreciar, no estaba muy seguro de mi interpretación. Gané una quiniela de trece aciertos. Con la lotería no pasó nada. A la semana siguiente lo volví a intentar, esta vez sólo con quinielas. Hice un catorce y me llevé quince millones. ¡Cómo cambia la vida! De golpe y porrazo me vi con más dinero del que nunca había soñado. Me compré un bar de la calle del Carmen y mandé a buscar a mi mamá y a mi hermana. Yo no fui personalmente porque de repente me entró el miedo. ¿Y si el avión que me llevaba se caía? ¿Y si en Chile los milicos me mataban? La verdad es que no tuve fuerzas ni para abandonar la pensión Amalia y me pasé una semana sin salir, tratado a cuerpo de rey, pegado al teléfono, hablando poco porque temía que fuera a cometer alguna imprudencia que diera con mis huesos en el manicomio, espantado, en una palabra, ante las potencias que yo mismo había convocado. La llegada de mi mamá contribuyó a serenarme. ¡No hay como la madre de uno para asentar los ánimos! Además mi mamá hizo migas enseguida con la dueña de la pensión y en menos de lo que canta un gallo allí todo el mundo estaba comiendo empanadas de horno y pastel de choclo, que mi vieja hacía para regatonearme a mí y de paso para regatonear a todos los náufragos que allí se escondían, la mayoría buena gente, pero algunos patos malos de verdad, gente torva que se dedicaba a sus labores y que me miraban con codicia. ¡Pero yo a ninguno le regateé mi amistad! Después me puse a hacer negocios. Al bar de la calle del Carmen lo siguió un restaurante en la calle Mallorca, un sitio fino al que acudían a desayunar y a comer los oficinistas de la zona y que al cabo de poco me reportó ingentes beneficios. Con la llegada de mi parentela ya no podía seguir viviendo en la pensión, así que me compré un piso en Sepúlveda con Viladomat y lo inauguré con una fiesta por todo lo alto. Las mujeres de la pensión, que lloraron cuando me fui, volvieron a llorar cuando hice el discurso de bienvenida a mi nueva casa. Mi vieja no se lo podía creer. ¡Tanta fortuna de golpe! Con mi hermana la cosa fue diferente, el dinero le dio unas ínfulas que nunca había tenido o que al menos yo nunca le había conocido. La puse a trabajar de cajera en el restaurante de la calle Mallorca, pero al cabo de unos meses me vi en la tesitura de elegir entre ella, que se había vuelto una siútica insoportable, y la totalidad de mis empleados y, lo que era más importante, buena parte de mis clientes. Así que la saqué de allí y le puse una peluquería en la calle Luna, más o menos cerca de nuestra casa, cruzando la Ronda San Antonio. Por supuesto, durante todo este tiempo yo seguí buscando los números, pero éstos como que se esfumaron no bien me vi en posesión de mi fortuna. Tenía dinero, tenía negocios y sobre todo tenía mucho trabajo, por lo que la pérdida, al menos en el fulgor de los primeros meses, apenas la noté. Después, cuando el ánimo se me fue aposentando, cuando se me pasó la mona y volví a las calles del Distrito 5.° en donde la gente se enfermaba y moría, empecé a pensar otra vez en ellos e incluso llegué a las conclusiones más peregrinas, más desorbitadas, para explicarme a mí mismo el milagro del que yo había sido arte y parte. Pero pensar mucho en ello tampoco era bueno. Lo confieso, alguna noche llegué a sentir miedo de mí mismo, así que ya se puede imaginar lo que quiera que no errará.

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