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Después de que Jacinto se fue tardé mucho en acostarme con otro hombre y mi pasión, además de Franz, fue la poesía. Todo lo contrario de María, que había dejado de escribir y que cada semana se traía un amante nuevo. Yo conocí a tres o cuatro. A veces le decía: mana, qué ves en ese tipo, ése no te conviene, ése a lo peor te termina pegando, pero María decía que ella sabía controlar muy bien la situación y la verdad es que la controlaba aunque más de una vez tuve que subir corriendo a su cuarto, alarmada por los gritos que oía, y decirle a su amante que se fuera de inmediato o yo llamaría a mi papá que era de la secreta y que entonces sí que se iba a enterar de lo que era bueno. Pinches putas de policías, nos gritó uno de ellos desde enmedio de la calle, lo recuerdo, y María y yo nos pusimos a reír como locas desde el otro lado de la ventana. Pero generalmente no tenía grandes problemas. El problema de la poesía era distinto. ¿Por que ya no escribes, mana?, le pregunté una vez y ella me contestó que no tenía ganas, que eso era todo, simplemente no tenía ganas.

Luis Sebastián Rosado, estudio en penumbras, calle Cravioto, colonia Coyoacán, México DF, febrero de 1984. Una mañana Albertito Moore me llamó al trabajo y me dijo que había pasado una noche de perros. Lo primero que pensé fue en alguna fiesta salvaje, pero cuando lo oí tartamudear, vacilar, me di cuenta que tras sus palabras había algo más. ¿Qué ocurre?, dije. He pasado una noche terrible, dijo Albertito, no te lo puedes ni imaginar. Por un momento pensé que se iba a poner a llorar, pero de pronto, sin que me dijera nada me di cuenta que el que se iba a poner a llorar, que el que lloraría irremisiblemente iba a ser yo. ¿Qué ocurre?, dije. Tu amigo, dijo Albertito, metió a Julita en un problema. Piel Divina, dije yo. Ése, dijo Albertito, yo no lo sabía. ¿Qué ocurre?, dije yo. He pasado toda la noche sin dormir, Julita ha pasado toda la noche sin dormir, me llamó a las diez de la noche, tenía a la policía en su casa, no quería que nuestros padres lo supieran, dijo Albertito. ¿Qué ocurre?, dije yo. Este país es una mierda, dijo Albertito. No funciona la policía, ni los hospitales, ni las cárceles, ni las morgues, ni los servicios de pompas fúnebres. Ese tipo tenía la dirección de Julita y la policía tuvo la desfachatez de interrogarla durante más de tres horas. ¿Qué ocurre?, dije yo. Y lo peor de todo, dijo Albertito, es que luego Julita quiso ir a verlo, se puso como loca y los pinches policías que al principio querían detenerla le dijeron que ellos mismos le podían dar un aventón hasta la morgue, lo más probable es que la hubieran violado en un callejón oscuro, pero Julita estaba hecha una loba y no atendía a razones y ya estaba lista para irse cuando yo y el abogado que había llevado, Sergio García Fuentes, me parece que lo conoces, nos pusimos firmes y le dijimos que de allí no salía sola. Eso parece que molestó un poco a los cabrones y se pusieron de nuevo a hacer preguntas. Lo que querían saber, básicamente, era cómo se llamaba el difunto. Entonces pensé en ti, pensé que tú sabrías su nombre verdadero, pero por supuesto no dije nada. Julita pensó lo mismo, pero esa niña es una fiera y sólo dijo lo que quiso. Supongo que la policía no ha ido a verte. ¿Qué ocurre?, dije yo. Pero cuando los policías se marcharon, Julita ya no pudo dormir y ahí nos tienes a los tres, a Julita, al pobre García Fuentes y a mí recorriendo comisarías y morgues para identificar el cadáver de tu amigo. Al final, gracias a un cuate de García Fuentes, lo encontramos en la comisaría de Camarones. Julita lo reconoció enseguida aunque tenía la mitad de la cara destrozada. ¿Qué ocurre?, dije yo. Tómate las cosas con calma, dijo Albertito. El amigo de García Fuentes nos dijo que lo había matado la policía en una balacera ocurrida en Tlalnepantla. La policía iba detrás de unos narcos. Tenían esa dirección: una casa de obreros por el rumbo de Tlalnepantla. Cuando llegaron los que estaban dentro de la casa se resistieron y la policía los mató a todos, entre ellos tu amigo. Lo gacho del asunto es que cuando procedieron a sus identificaciones de Piel Divina sólo encontraron la dirección de Julita. No estaba fichado, nadie sabía su nombre ni su alias, la única pista era la dirección de mi hermana. Los otros parece que eran delincuentes conocidos. ¿Qué ocurre?, dije yo. Así que nadie sabe cómo se llama y Julita se pone como loca, se echa a llorar, destapa el cadáver, dice Piel Divina, grita Piel Divina allí, en la morgue, delante de todo el que quiera escucharla y García Fuentes la cogió de los hombros, la abrazó, ya sabes que García Fuentes siempre ha estado un poco enamorado de Julita y entonces me quedé yo frente a frente con el cadáver, no era una visión agradable, te lo aseguro, su piel ya no tenía nada de divina, aunque hacía poco que lo habían matado, más bien tenía la piel de un color ceniciento, con hematomas por todas partes, como si le hubieran dado una paliza, y tenía una cicatriz enorme del cuello hasta la ingle, aunque en la cara se le había quedado más bien una expresión de placidez, la placidez de los muertos que no es placidez ni es nada, sólo carne muerta sin memoria. ¿Qué ocurre?, dije. A las siete de la mañana nos fuimos de la comisaría. Un policía nos preguntó si nos íbamos a hacer cargo del cuerpo. Yo le dije que no, que hicieran ellos lo que quisieran. Sólo había sido el amante ocasional de mi hermana, nada más, y luego García Fuentes le dio una mordida a un funcionario de la comisaría y se aseguró de que no volvieran a molestar a Julita. Más tarde, mientras desayunábamos, le pregunté a Julita desde cuándo veía al tipo ese y me dijo que después de vivir una temporada contigo estuvo viéndola a ella. ¿Pero cómo te encontró?, le pregunté. Parece ser que cogió su número de teléfono de tu agenda. Ella no sabía que se dedicaba a traficar con drogas. Ella pensaba que vivía del aire, del dinero que le pasaba gente como tú o como ella. Si uno se mete con gente así siempre acaba manchándose, le dije, y Julita se puso a llorar y García Fuentes me dijo que no exagerara, que ya todo se había acabado. ¿Qué ocurre?, dije. No ocurre nada, todo se ha acabado, dijo Albertito. De todas formas no he podido dormir y tampoco he podido tomarme el día libre, en la empresa estamos hasta el cuello de trabajo.

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Jacinto Requena, café Quito, calle Bucareli, México DF, septiembre de 1985. Dos años después de desaparecer en Managua, Ulises Lima volvió a México. A partir de entonces pocas personas lo vieron y quienes lo vieron casi siempre fue por casualidad. Para la mayoría, había muerto como persona y como poeta.

Yo lo vi en un par de ocasiones. La primera vez me lo encontré en Madero y la segunda vez fui a verlo a su casa. Vivía en una vecindad de la colonia Guerrero, adonde sólo iba a dormir, y se ganaba la vida vendiendo marihuana. No tenía mucho dinero y el poco que tenía se lo daba a una mujer que vivía con él, una chava que se llamaba Lola y que tenía un hijo. La tal Lola parecía una tipa de armas tomar, era del sur, de Chiapas, o tal vez guatemalteca, le gustaban los bailes, se vestía como punk y siempre estaba de mal humor. Pero su niño era simpático y al parecer Ulises se encariñó con él.

Un día le pregunté en dónde había estado. Me dijo que recorrió un río que une a México con Centroamérica. Que yo sepa, ese río no existe. Me dijo, sin embargo, que había recorrido ese río y que ahora podía decir que conocía todos sus meandros y afluentes. Un río de árboles o un río de arena o un río de árboles que a trechos se convertía en un río de arena. Un flujo constante de gente sin trabajo, de pobres y muertos de hambre, de droga y de dolor. Un río de nubes en el que había navegado durante doce meses y en cuyo curso encontró innumerables islas y poblaciones, aunque no todas las islas estaban pobladas, y en donde a veces creyó que se quedaría a vivir para siempre o se moriría.

De todas las islas visitadas, dos eran portentosas. La isla del pasado, dijo, en donde sólo existía el tiempo pasado y en la cual sus moradores se aburrían y eran razonablemente felices, pero en donde el peso de lo ilusorio era tal que la isla se iba hundiendo cada día un poco más en el río. Y la isla del futuro, en donde el único tiempo que existía era el futuro, y cuyos habitantes eran soñadores y agresivos, tan agresivos, dijo Ulises, que probablemente acabarían comiéndose los unos a los otros.

Después pasó mucho tiempo antes de que lo volviera a ver. Yo intentaba moverme en otros círculos, tenía otros intereses, tenía que buscar trabajo, tenía que darle algo de dinero a Xóchitl, también tenía otros amigos.

Joaquín Font, psiquiátrico La Fortaleza, Tlalnepantla, México DF, septiembre de 1985. El día del terremoto volví a ver a Laura Damián. Hacía mucho que no experimentaba una visión parecida. Veía cosas, veía ideas, sobre todo veía dolor, pero no veía a Laura Damián, la figura borrosa de Laura Damián, sus labios entre adivinados y avistados diciendo que todo, pese a las evidencias, estaba bien. Bien en México, conjeturo, o bien en las casas de los mexicanos, o bien en las cabezas de los mexicanos. La culpa era de los tranquilizantes, aunque en La Fortaleza, para ahorrar, apenas reparten una o dos pastillas a cada interno, y eso sólo a los más desquiciados. O sea que tal vez la culpa no fuera de los tranquilizantes. Lo cierto es que hacía mucho que no la veía y cuando la tierra empezó a temblar la vi. Y entonces supe que tras el desastre todo estaba bien. O tal vez en el momento del desastre todo, para no morir, se ponía de golpe bien. Unos días después vino a verme mi hija. ¿Tú te has enterado del terremoto?, me preguntó. Claro que sí, respondí. ¿Han muerto muchos? No, no muchos, dijo mi hija, pero sí bastantes. ¿Han muerto muchos amigos? Que yo sepa, ninguno, dijo mi hija. Los pocos amigos que nos quedan no necesitan ningún terremoto de México para morirse, dije yo. A veces pienso que tú no estás loco, dijo mi hija. No estoy loco, dije yo, sólo confundido. Pero la confusión te dura desde hace mucho, dijo mi hija. El tiempo es una ilusión, dije yo y pensé en gente que hacía mucho que no había visto e incluso en gente que no había visto nunca. Si pudiera te sacaría, dijo mi hija. No hay prisa, dije yo y pensé en los terremotos de México que venían avanzando desde el pasado, con pie de mendigos, directos hacia la eternidad o hacia la nada mexicana. Si fuera por mí, te sacaría hoy mismo, dijo mi hija. No te preocupes, le dije, ya bastantes problemas debes tener con tu vida. Mi hija se me quedó mirando y no me contestó. Durante el terremoto los dolientes de La Fortaleza se cayeron de sus camas, los que no dormían atados, le dije, y no había nadie que controlara los pabellones pues los enfermeros salieron a la carretera y algunos se marcharon a la ciudad para enterarse qué les había ocurrido a sus familias. Durante unas horas los locos estuvieron a su albedrío. ¿Y qué hicieron?, dijo mi hija. Poca cosa, algunos se pusieron a rezar, otros salieron a los patios, la mayoría siguió durmiendo, en sus camas o en el suelo. Qué suerte, dijo mi hija. ¿Y tú qué hiciste?, pregunté por cortesía. Nada, bajé al departamento de una amiga y allí nos estuvimos los tres juntos. ¿Quiénes?, dije. Mi amiga, su hijo y yo. ¿Y no murió ningún amigo? Ninguno, dijo mi hija. ¿Estás segura? Estoy segurísima. Qué diferentes que somos, dije. ¿Por qué?, dijo mi hija. Porque yo sin salir de La Fortaleza sé que más de un amigo habrá muerto aplastado por el terremoto. No ha muerto nadie, dijo mi hija. Es igual, es igual, dije. Durante un rato estuvimos en silencio contemplando a los locos de La Fortaleza que deambulaban como pajaritos, serafines y querubines con el pelo manchado de mierda. Qué desconsuelo, dijo mi hija o eso me pareció escuchar. Creo que se puso a llorar pero yo traté de no prestarle atención y lo conseguí. ¿Te acuerdas de Laura Damián?, le dije. Apenas la conocí, dijo ella, y tú también apenas la conociste. Yo fui muy amigo de su señor padre, dije. Un loco se acuclilló y se puso a vomitar junto a una puerta de hierro. Tú te hiciste amigo de su padre sólo después de la muerte de Laura, dijo mi hija. No, dije, yo ya era amigo de Álvaro Damián antes de que ocurriera la desgracia. Bueno, dijo mi hija, no vamos a discutir por eso. Después me estuvo contando durante un rato las tareas de rescate que se llevaban a cabo por toda la ciudad y en las que ella participaba o había participado o le hubiera gustado participar (o había visto desde lejos), y también me contó que su madre hablaba de irse definitivamente del DF. Eso me interesó. ¿Adonde?, dije. A Puebla, dijo mi hija. Me hubiera gustado preguntarle qué pensaban hacer conmigo, pero mientras pensaba en Puebla me olvidé de hacerlo. Después mi hija se fue y yo me quedé a solas con Laura Damián, con Laura y con los locos de La Fortaleza, y su voz, sus labios invisibles dijeron que no me preocupara, que si mi mujer se iba a Puebla ella se quedaría a mi lado y que nadie me echaría nunca del manicomio y que si algún día me echaban ella se vendría conmigo. Ay, Laura, suspiré. Y luego Laura me preguntó, como si se hiciera la desentendida, qué tal iba la joven poesía mexicana, que si mi hija me había traído noticias de la larga y sangrienta marcha de los jóvenes líricos del DF. Y yo le dije va bien. Mentí, dije va bien, casi todo el mundo publica, con el terremoto van a tener tema para años. No me hables del terremoto, dijo Laura Damián, habíame de poesía, qué más te contó tu hija. Y yo entonces me sentí cansado, profundamente cansado y dije todo va bien, Laura, todos están bien. ¿Y todavía se leen mis poesías?, dijo ella. Todavía se leen, dije yo. No me mientas, Quim, dijo Laura. No te miento, dije yo y cerré los ojos.

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