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Nuestra vida en común fue breve pero feliz. Durante treintaicinco días vivimos juntos y cada noche hicimos el amor y hablamos hasta tarde y comimos en casa comidas que preparaba él y que generalmente eran complicadas o a veces muy sencillas pero siempre apetitosas. Una noche me contó que la primera vez que hizo el amor tenía diez años. No quise que me contara más. Recuerdo que miré hacia otro lado, hacia un grabado de Pérez Camarga que colgaba de una pared y que rogué a Dios que aquella primera vez hubiera sido con una adolescente o con un niño o una niña y que no lo hubieran violado. Otra noche o tal vez la misma noche me contó que había llegado al DF cuando tenía dieciocho años, sin dinero, sin ropa, sin amigos a quienes acudir y que lo había pasado muy mal, hasta que un amigo periodista, con quien se acostó, lo puso a dormir en el almacén de papel de El Nacional. Ya que estaba allí, me dijo, pensé que mi destino era el periodismo, y durante un tiempo intentó escribir crónicas que nadie quiso publicarle. Luego vivió con una mujer y tuvo un hijo e infinidad de trabajos, ninguno permanente. Hizo hasta de merolico por el rumbo de Azcapotzalco, pero al final terminó peleándose a cuchillazos con el tipo que le pasaba la mercadería y lo dejó. Una noche, mientras me penetraba, le pregunté si alguna vez había matado a alguien. No quería hacerle esa pregunta, no quería oír su respuesta, tanto si era verdad como mentira, y me mordí los labios. Él dijo que sí y redobló sus embites, y yo lloré al correrme.

Durante aquellos días nadie vino a verme a casa, suspendí las visitas, a algunos les dije que no me sentía bien, a otros les dije que estaba trabajando en una obra que requería soledad absoluta y el máximo de concentración, y la verdad es que mientras Piel Divina vivió conmigo algo escribí, cinco o seis poemas cortos, y que no están mal pero que probablemente nunca publicaré, aunque eso nunca se sabe. En las historias que me solía contar siempre aparecían los real visceralistas y pese a que al principio me molestaba que hablara de ellos, poco a poco me fui acostumbrando y cuando por casualidad no aparecían era yo el que preguntaba, ¿cuando tú estabas en esa casa de la Calzada Camarones dónde estaban los hermanos Rodríguez?, ¿cuando tú vivías en ese hotel de Niño Perdido, dónde vivía Rafael Barrios?, y él entonces reordenaba las piezas de su narración y me hablaba de aquellas sombras, sus escuderos ocasionales, los fantasmas que ornaban su inmensa libertad, su inmenso desamparo.

Una noche me volvió a hablar de Cesárea Tinajero. Le dije que probablemente había sido un invento de Lima y Belano para justificar el viaje a Sonora. Recuerdo que estábamos desnudos, extendidos en la cama, con la ventana abierta sobre el cielo de Coyoacán, y que Piel Divina se puso de lado y me abrazó, mi verga erecta buscó sus testículos, la bolsa del escroto, la verga de él aún flaccida, y entonces Piel Divina me dijo ñero (nunca antes se había referido a mí de esa manera tan vulgar), me dijo ñero y me agarró de los hombros y me dijo no fue así, Cesárea Tinajero existió, tal vez todavía existe, y luego se quedó callado, pero mirándome, sus ojos abiertos en la oscuridad mientras mi pene erecto golpeaba ligeramente sus testículos. Y entonces yo le pregunté cómo supieron Belano y Lima de la existencia de Cesárea Tinajero, una pregunta puramente formal, y él dijo que fue a raíz de una entrevista, en aquella época Belano y Lima no tenían dinero y se pusieron a hacer entrevistas para una revista, una revista podrida, en la órbita de los poetas campesinos o que no tardaría en estar en la órbita de los poetas campesinos, pero es que entonces, y ahora, me dijo Piel Divina, no había manera de no estar en uno de los dos bandos, ¿de qué bandos hablas?, susurré yo, mi pene subiendo por su escroto y tocando con la punta la raíz de su pene que ya empezaba a hincharse, el bando de los poetas campesinos o el bando de Octavio Paz, y justo mientras Piel Divina decía «el bando de Octavio Paz» su mano subió de mi hombro a mi nuca, pues yo era sin ninguna duda uno de los que estaba en el bando de Octavio Paz, aunque el panorama tenía más matices, en cualquier caso los real visceralistas no estaban en ninguno de los dos bandos, ni con los neopriístas ni con la otredad, ni con los neoestalinistas ni con los exquisitos, ni con los que vivían del erario público ni con los que vivían de la Universidad, ni con los que se vendían ni con los que compraban, ni con los que estaban en la tradición ni con los que convertían la ignorancia en arrogancia, ni con los blancos ni con los negros, ni con los latinoamericanistas ni con los cosmopolitas. Pero lo que importa fue que hicieron esas entrevistas (¿fue para Plural?, ¿fue para Plural después de que corrieran de allí a Octavio Paz?) y aunque yo le dije ¿cómo es posible que ese par necesitara dinero si vivían de vender droga?, lo cierto es que según Piel Divina necesitaban el dinero y se fueron a entrevistar a unos viejos que ya nadie recordaba, a los estridentistas, a Manuel Maples Arce, nacido en 1900 y muerto en 1981, a Arqueles Vela, nacido en 1899 y muerto en 1977, y a Germán List Arzubide, nacido en 1898 y probablemente también muerto recientemente, o puede que no, lo ignoro, tampoco es algo que me importe mucho, los estridentistas fueron literariamente un grupo nefasto, involuntariamente cómico. Y uno de los estridentistas, en algún momento de la entrevista, mencionó a Cesárea Tinajero, y entonces yo le dije ya averiguaré qué pasó con Cesárea Tinajero. Después hicimos el amor pero fue como hacerlo con alguien que está y no está, alguien que se está yendo muy despacio y cuyos gestos de despedida somos incapaces de descifrar.

Poco después Piel Divina se marchó de mi casa. Antes yo había hablado con algunos amigos, gente que se dedicaba a la historia de la literatura mexicana y nadie supo darme ningún dato sobre la existencia de aquella poeta de los años veinte. Una noche Piel Divina admitió que tal vez era posible que Belano y Lima se la inventaran. Ahora los dos están desaparecidos, dijo, y ya nadie puede preguntarles nada. Traté de consolarlo: aparecerán, le dije, todos los que se van de México acaban por volver algún día. No pareció muy convencido y una mañana, mientras yo estaba en el trabajo, se marchó sin dejarme ni una nota de despedida. También se llevó algo de dinero, no mucho, el que solía dejar en un cajón de mi escritorio por si tenía alguna eventualidad mientras yo no estaba, y un pantalón, varias camisas y una novela de Fernando del Paso.

Durante varios días lo único que hice fue pensar en él y esperar una llamada telefónica que nunca llegó. La única persona de mi entorno que lo vio durante su estadía en mi casa fue Albertito Moore, una noche que Piel Divina y yo fuimos al cine y al salir lo encontramos de sopetón. Aunque el encuentro fue breve y parco en palabras, Albertito sospechó en el acto la naturaleza de mi reclusión y de mis evasivas. Cuando supe que Piel Divina no iba a volver lo llamé por teléfono y le conté toda la historia. Lo que más pareció interesarle fue la desaparición de Ulises Lima en Managua. Hablamos durante mucho rato y su conclusión fue que todos se estaban volviendo locos de una forma lenta pero segura. Albertito no simpatiza con la causa sandinista, aunque tampoco puede decirse que sea pro somocista.

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Amadeo Salvatierra, calle República de Venezuela, cerca del Palacio de la Inquisición, México DF, enero de 1976. Los muchachos, por suerte, no tenían prisa. Puse las botanas sobre una mesita, abrimos las latas de chile chipotle, repartí escarbadientes, servimos el tequila y nos miramos a los ojos. ¿En dónde estábamos, muchachos?, les dije, y ellos dijeron en el retrato de cuerpo entero del general Diego Carvajal, mecenas de las artes y jefe de Cesárea Tinajero, mientras afuera, en la calle, empezaron a sonar unas sirenas, las sirenas de un patrullero, primero, y luego las sirenas de una ambulancia. Pensé en los muertos y en los heridos y me dije que ése era mi general, un muerto y un herido al mismo tiempo, así como Cesárea era una ausencia y yo un viejo briago y entusiasmado. Después les dije a los muchachos que lo de jefe era un decir, que había que conocer a Cesárea para darse cuenta de que nunca en su vida iba a poder tener un jefe ni un trabajo de esos llamados estables. Cesárea era taquígrafa, les dije, ésa era su profesión, y era una buena secretaria, pero su carácter, tal vez sus manías, eran más fuertes que sus méritos y si no llega a ser por Manuel que le consiguió el trabajo con mi general, la pobre Cesárea se hubiera visto obligada a peregrinar por los subterráneos más siniestros del DF. Y entonces les volví a preguntar si de verdad (pero de verdad-de verdad) ellos no habían oído hablar nunca del general Diego Carvajal. Y ellos dijeron no, Amadeo, jamás, ¿qué era?, ¿obregonista o carrancista?, ¿un hombre de Plutarco Elias Calles o un revolucionario de verdad? Un revolucionario de verdad, les dije yo con la voz más triste del mundo, pero también un hombre de Obregón, la pureza no existe, muchachos, desengáñense, la vida es una mierda, mi general era un herido y un muerto al mismo tiempo, y también un hombre valiente. Y entonces me puse a hablarles de la noche en que Manuel nos contó su proyecto de la ciudad vanguardista, Estridentópolis, y que nosotros al escucharlo nos reímos, creímos que era una broma, pero no, no era una broma, Estridentópolis era una ciudad posible, al menos posible en los vericuetos de la imaginación, que Manuel pensaba levantar en Jalapa con la ayuda de un general, nos dijo, el general Diego Carvajal nos va a ayudar a construirla, y entonces algunos de nosotros le preguntamos quién carajo era ese general (igual que los muchachos me lo preguntaron a mí aquella noche) y Manuel nos contó su historia, una historia, muchachos, les dije, que no difiere mucho de la de tantos hombres que lucharon y se distinguieron en nuestra revolución, hombres que entraron desnudos en el torbellino de la historia y que salieron vestidos con los más brillantes y más atroces harapos, como mi general Diego Carvajal, que entró analfabeto y salió convencido de que Picasso y Marinetti eran los profetas de algo, de qué, no lo sabía muy bien, no lo supo nunca muy bien, muchachos, pero tampoco nosotros sabemos mucho más. Una tarde fuimos a verlo a su despacho. Esto sucedió poco antes de que Cesárea se sumara al estridentismo. Al principio la actitud del general fue un poco fría, como si guardara las distancias. No se levantó para saludarnos y mientras Manuel hacía las presentaciones apenas abrió la boca. Eso sí, nos miraba a cada uno a los ojos, como si quisiera ver qué teníamos en el fondo de nuestras mentes o en el fondo del alma. Yo pensé: cómo pudo Manuel hacerse amigo de este hombre, porque el general, a primera vista, pues no se diferenciaba de tantos otros militares que el oleaje de la revolución había depositado en el DF, daba la impresión de ser un tipo reconcentrado, serio, desconfiado, violento, en fin, nada que se pudiera asociar con la poesía, aunque yo bien sé que han habido poetas reconcentrados y serios y bastante desconfiados y muy violentos, miren a Díaz Mirón, por ejemplo, y no me tiren de la lengua, a veces me da por pensar que los poetas y los políticos, sobre todo en México, son una y la misma cosa, al menos yo diría que abrevan en la misma fuente. Pero entonces yo era joven, demasiado joven e idealista, es decir: yo era puro, y esas chingaderas me tocaban el alma, así que puedo decir que no me gustó a primeras de cambio el general Diego Carvajal. Pero entonces sucedió algo muy simple que lo cambió todo. Después de taladrarnos con la mirada o de soportar con aire entre aburrido y ausente las palabras preliminares de Manuel, el general llamó a uno de sus guardaespaldas, un indio yaqui al que llamaba Equitativo, y le ordenó traer tequila, pan y queso. Y eso fue todo, ésa fue la varita mágica con que el general nos abrió los corazones, contado de esta manera parece una pendejada, ¡hasta a mí me parece una pendejada!, pero entonces el sólo hecho de apartar los papeles de su escritorio y decirnos arrímense con confianza, tuvo la virtud de echar abajo cualquier reserva o prejuicio que pudiéramos tener, y todos, como no podía ser menos, nos arrimamos a la mesa y nos pusimos a beber y a comer pan con queso que según decía mi general era costumbre francesa, y Manuel en esto (y en todo) lo apoyaba, claro que era costumbre francesa, algo usual en los tugurios de los alrededores del boulevard del Temple y también en los tugurios de los alrededores del Faubourg St. Denis, y Manuel y mi general Diego Carvajal se pusieron a hablar de París y del pan con queso que se comía en París, y del tequila que se bebía en París y de que parecía mentira de lo bien que bebían, de lo bien que sabían beber los pinches parisinos de los alrededores del Mercado de las Pulgas, como si en París, eso pensé yo, todo sucediera en los alrededores de alguna calle o de alguna parte y nunca en una calle o en una parte determinada, y eso se debía, lo supe luego, a que Manuel todavía no había estado en la Ciudad Luz, y mi general tampoco, aunque ambos, no sé por qué, profesaban por aquella lejana y presumiblemente embriagadora urbe un amor o una pasión digna, creo yo, de mejores causas. Y llegados a este punto permítanme una digresión: años después, cuando la amistad que Manuel me dispensaba hacía tiempo que había desaparecido, una mañana, leyendo el periódico, me enteré de que partía rumbo a Europa. El poeta Manuel Maples Arce, decía la nota, sale de Veracruz con destino a El Havre. No decía el padre del estridentismo se va a Europa ni el primer poeta vanguardista mexicano parte para el Viejo Continente, sino simplemente: el poeta Manuel Maples Arce. Y puede que ni siquiera dijera el poeta, tal vez la nota decía el licenciado Maples Arce se dirige a un puerto francés, en donde seguirá por otros medios (en tren, ¡en carrozas desbocadas!) su viaje hasta suelo italiano, en donde acometerá la labor de cónsul o vicecónsul o agregado cultural de la embajada mexicana en Roma. Bien. Mi memoria ya no es lo que era. Hay cosas que olvido, lo reconozco. Pero aquella mañana, cuando leí la nota y supe que Manuel por fin conocería París, me alegré, sentí que mi pecho se llenaba de alegría, aunque Manuel ya no se considerara mi amigo, aunque el estridentismo hubiera muerto, aunque la vida nos hubiera cambiado tanto que ya por entonces nos costaba reconocernos. Pensé en Manuel y pensé en París, que no conozco pero que alguna vez he visitado en sueños, y pensé que ese viaje nos justificaba y a su manera un tanto misteriosa, no es albur, nos hacía justicia. Por supuesto, mi general Diego Carvajal nunca salió de México. Lo mataron en 1930, en una balacera de origen incierto, en el patio interior del lenocinio Rojo y Negro, que por entonces estaba situado en la calle Costa Rica, a pocas manzanas de aquí, bajo la protección directa, decían, de un capitoste de la Secretaría de Gobernación. En la reyerta murió mi general Diego Carvajal, uno de sus guaruras, tres pistoleros del estado de Durango y una puta muy famosa por aquellos años, Rosario Contreras, que decían que era española. Yo fui a su entierro y a la salida del cementerio me encontré con List Arzubide. Según List (que en su día también viajó a Europa), a mi general le habían preparado una encerrona por motivos políticos, todo lo contrario de lo que dijo la prensa, decantada por la reyerta de lupanar o por causas de índole pasional o amorosa en donde Rosario Contreras jugaba un papel destacado. Según List, que conocía personalmente el burdel, a mi general le gustaba coger en la habitación más retirada, un cuartito no muy grande pero que en cambio tenía la ventaja de estar situado al fondo de la casa, lejos del ruido, al lado de un patio interior en donde había una fuente. Y después de coger a mi general le gustaba salir al patio a fumarse su cigarro y a pensar en la tristeza poscoito, en la pinche tristeza de la carne, en todos los libros que no había leído. Y según List, los asesinos se apostaron en el pasillo que daba a las habitaciones principales del burdel, un sitio desde el que dominaban todos los rincones del patio interior. Lo que indica que sabían de las costumbres de mi general. Y esperaron y esperaron, mientras mi general cogía con Rosario Contreras, una puta de vocación según tengo entendido, pues no le escaseaban las ofertas de retirarla y ella siempre optó por su independencia, casos más raros se han visto. Y por lo visto la cogida fue larga y meticulosa, como si los querubines o los cupidos hubiesen querido que Rosario y mi general disfrutaran plenamente de su última experiencia amorosa, al menos aquí, en la parte mexicana del planeta Tierra. Y así pasaron las horas, con Rosario y mi general enzarzados en lo que los jóvenes y no tan jóvenes llaman hoy una pisada o un guagüis o un burrito o un palo o un clavo o un parcheo o un pa tus chicles o un pa tus tunas o un te voy a dar pa dentro de tres días, aunque ellos lo que se estaban dando era para el resto de la eternidad. Y los asesinos mientras tanto esperaban y se aburrían y lo que no esperaban, sin embargo, fue que mi general saliera al patio con la pistola al cinto o en el bolsillo o encajada entre el pantalón y la barriga, animal de costumbre que era él. Y cuando mi general por fin salió a fumarse su cigarro comenzó la balacera. Según List, al guarura de mi general ya lo habían venadeado antes sin ningún problema, así que cuando empezó el mitote eran tres contra uno y encima tenían a favor el factor sorpresa. Pero mi general Diego Carvajal era demasiado hombre y además conservaba unos buenos reflejos y el asunto no les salió bien. Las primeras balas lo alcanzaron pero tuvo el ánimo suficiente como para sacar su pistola y responder al fuego. Según List, mi general, parapetado tras la fuente, hubiera podido aguantar él solo la embestida durante un tiempo indefinido, pues si bien los asesinos estaban guarecidos en una posición inmejorable, la posición de mi general no lo era menos y ni uno ni otros se atrevían a tomar la iniciativa. Pero entonces salió Rosario Contreras de su cuarto alertada por el ruido y una bala la mató. El resto es confuso: probablemente mi general corrió a auxiliarla, a ponerla a salvo, tal vez se dio cuenta de que estaba muerta y el coraje que sintió pudo más que su prudencia: se irguió, apuntó a donde estaban los asesinos y avanzó hacia ellos disparando. Así morían los antiguos generales de México, muchachos, les dije, ¿qué les parece? Y ellos dijeron: ni nos parece ni nos deja de parecer, Amadeo, es como si nos estuvieras contando una película. Y entonces yo volví a pensar en Estridentópolis, en sus museos y en sus bares, en sus teatros al aire libre y en sus periódicos, en sus escuelas y en sus dormitorios para los poetas transeúntes, en esos dormitorios donde dormirían Borges y Tristán Tzara, Huidobro y André Bretón. Y vi a mi general platicando con nosotros otra vez. Lo vi haciendo planes, lo vi bebiendo apoyado en la ventana, lo vi recibiendo a Cesárea Tinajero que venía con una carta de recomendación de Manuel, lo vi leyendo un librito de Tablada, tal vez aquel en donde don José Juan dice: «Bajo el celeste pavor / delira por la única estrella / el cántico del ruiseñor.» Que es como decir, muchachos, les dije, que veía los esfuerzos y los sueños, todos confundidos en un mismo fracaso, y que ese fracaso se llamaba alegría.

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